Los cronistas cuentan que los indios
idólatras no desollaban todo el árbol, que usaban para vestirse, para no
aniquilarlo. Los sedentarios plantaban cultivos diversos para no cansar a la
tierra, escribía Eduardo Galeano, hace más de 30 años.
“La civilización que venía a imponer los
devastadores monocultivos de exportación (como el banano), no podía entender a
las culturas integradas a la naturaleza, y las confundió con la vocación
demoniaca o la ignorancia”.
Ahora, continúa, recién nos hemos enterado
que no hay que “someter” a la naturaleza sino que hay que “protegerla”.
Pero los incendios en la Amazonía nos dan
señales hacia dónde vamos los primos de los simios en esta época del
antropoceno Al descender del Chimborazo, el sabio prusiano Alexander von
Humboldt bajó con una impresión.
“Al volver del volcán, estaba listo para formular
su nueva visión de la naturaleza. En las estribaciones de los Andes empezó a
esbozar su Naturgemälde, una palabra alemana intraducible que puede significar
‘una pintura de la naturaleza’, pero que al mismo tiempo entraña una sensación
de unidad o integridad”, se lee en La invención de la naturaleza, de Andrea
Wulf.
Todo está conectado y tiene una causa y un
efecto. Solo de esta manera se puede entender la pandemia del coronavirus,
asociada a la destrucción de los hábitat por el hambre desmedida del oro, que
no es otra cosa que el consumo.
“El capitalismo no se puede cambiar, se tiene
que destruir, pero no quiero ningún ismo, no hay un solo sistema que sea la
solución”, afirma la diputada islandesa Birgitta Jónsdóttir y concluye: hemos
olvidado las recetas de los abuelos porque todo lo compramos empaquetado.
Estamos enfrascados en las disputas entre
Slavoj Žižek y Byung-Chul Hany, entre si el virus hará la revolución o si es
mejor cultivar nuestro propio jardín. Hay que volver a Bourdieu y a Foucault,
pero de manera especial hay que escuchar lo que nos dicen los abuelos de la
selva, mientras aún cantan los pájaros. (O)
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