miércoles, 16 de marzo de 2016

La Caja Ronca va al teatro

En estos días, en el remodelado Cuartel de Ibarra se prepara la obra de teatro de la Caja Ronca, una mitología que es parte del legado colonial y que abarca, geográficamente, la Sierra Centro-Norte de Ecuador. Se trata de una suerte de moraleja, en plena época de expiación de culpas, contra la codicia.

Esto porque la Caja Ronca no es otra cosa que una procesión del Infierno. Sí, el mismísimo diablo va en un carromato, llevando el baúl del tesoro de algún arrepentido, en medio de cucuruchos y sonidos de flautas y tambores.

El alma del penitente, siguiendo el mito, debe pagar sus culpas. Para la mencionada obra se han elegido varios textos que muestran al Becerro de Oro, la antesala del avaro.

Para empezar, y también para situarse un poco antes de la época, está la poesía Lo que puede el dinero de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, del siglo XIV:

 “Hace mucho el dinero, mucho se le ha de amar; / al torpe hace discreto, hombre de respetar, / hace correr al cojo al mudo le hace hablar; / el que no tiene manos bien lo quiere tomar…”

Para estar a tono, no podía faltar de Francisco de Quevedo y Villegas, nacido en 1580, sus Letrillas satíricas:

“Quién hace al tuerto galán  / Y prudente al sin consejo?  / ¿Quién al avariento viejo  / Le sirve de Río Jordán?  / ¿Quién hace de piedras pan,  / Sin ser el Dios verdadero. / El Dinero”.

Sin embargo, del mismo autor, llega en auxilio de la puesta en escena ese prodigio que es Poderoso Caballero es Don Dinero:

“Madre, yo al oro me humillo,  / Él es mi amante y mi amado,  / Pues de puro enamorado  / Anda continuo amarillo.  / Que pues doblón o sencillo  / Hace todo cuanto quiero,  / Poderoso caballero  / Es don Dinero… Y pues quien le trae al lado  / Es hermoso, aunque sea fiero,  / Poderoso caballero  / Es don Dinero”.

Aquí un paréntesis. Todos estos poemas, incluidos fragmentos de Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique, han sido musicalizados por Paco Ibáñez, cantor valenciano, quien tuvo su esplendor en su famoso concierto en París (es posible encontrar estos temas en YouTube).

La Caja Ronca, en la versión ibarreña, era escuchada por los abuelos en el antiguo barrio San Felipe. Antes del terremoto de 1868, que devastó la urbe, se sabe que estaba colocada una cruz, que no es otra cosa que el indicio de una probable pacarina, es decir, un sitio sagrado para la cultura prehispánica.

Como se sabe, los curas doctrineros tenían como costumbre poner los símbolos cristianos –grutas o cruces- para disuadir a los antiguos habitantes de sus antiguos sitios sagrados.

Como sea, la Caja Ronca también recorría el tradicional barrio de San Juan Calle, donde se encuentra el actual cementerio y donde el actual barrio El Carmen es el sitio donde se expenden ataúdes y en donde existen dos amplios salones de velaciones.

Aquí una escena literaria: “Este Señor de las Tinieblas iba recio y parecía que de sus ojos emanaban las órdenes para sus fieles, que caminaban lentamente como arrepintiéndose. De su mano derecha sobresalían unas uñas afiladas que se confundían con su capa escarlata, junto con un tridente fatal. Era como si los conjurados del Miedo anunciaran la llegada de días terribles”. (O)


sábado, 5 de marzo de 2016

Cuando los shuar tenían alas

Aquí una perla: “Los tradicionales aucas sanguinarios y salvajes se autodenominan huaoranis, que son pueblos ya civilizados. Tan civilizados que poseen ejércitos: el de los iwias y los arutam”. Pertenece a Judith Carrión Cabrera, Educación Ambiental (Perspectivas para el año 2000) pp. 185. Universidad Técnica  Particular de Loja, 1995. Tan poco conocemos de la Amazonía que, entonces, es preferible compartir un mito shuar, que, como fundacional, nos recuerda a Ícaro.

Etsa miraba desde arriba de las montañas las largas caminatas de los shuar por la selva, en medio del follaje que los ocultaba y los devolvía a sus ojos como si fueran mínimas hormigas desbrozando las sendas, mientras las ramas se estremecían con sus andares.

Etsa avistaba los sufrimientos de los shuar cuando hacían los largos recorridos, cuando abrían las trochas, cuando cruzaban los caudalosos ríos, cuando se detenían en un claro a tomar aliento. Etsa se compadeció...

Decidió otorgarles alas a los shuar para que, remontándose de los suelos, se burlaran de esos caminos que se perdían en cuanto ponían sus pies. Para que volando les resultara más cómodo y ligero el viaje. Sin embargo, Etsa tenía sus dudas. Por esto, para comprobar la obediencia de los shuar, llamó a Kújancham y lo levantó del suelo. En su espalda le pegó dos alas con cera y le advirtió:

 -No levantes el vuelo hasta que la cera se haya secado definitivamente y por ningún motivo te aventures cuando esté el Sol, porque debes permanecer en la sombra. Así habló Etsa y un hormigueo extraño se instaló en la espalda de Kújancham al comprobar sus recias alas.

 Acaso por este nuevo sentimiento, en cuanto Etsa se marchó, lo primero que hizo Kújancham fue irse donde su novia para alardear de su nueva condición de hombre aéreo. Llegó por encima de la chacra y la llamó fuertemente mientras aleteaba y una sonrisa de satisfacción se instalaba en su cara. Se remontaba en los aires, hacía piruetas, daba dobles rizos como si en verdad fuera un pájaro enorme.

 -¡Hey! Mírame lo que hago, hermosa.

 Mientras otra vez se elevaba por los aires silbaba:

 ¡Shuishui!, y sus alas brillaban en medio de los árboles.

La muchacha se quedó mirando fascinada y se dijo que Kújancham no era cualquier shuar. Así estuvo revoloteando Kújancham toda la noche hasta que decidió realizar más travesuras. Quiso ir hasta la Luna y jugar con ella como si fuera una enorme bola. Al intentar atraparla se le quemaron las manos y la Luna se quedó con unas manchas que hasta ahora persisten.

Kújancham bajó nuevamente a enfrentarse al alba. Tomó nuevos bríos y surcó el espacio por encima de los ríos serpenteantes y se burló de las copas de los árboles. Por una montaña lejana comenzó a salir el Sol. Kújancham seguía en sus vuelos. Los rayos alcanzaron la cera de las alas y cuando Kújancham se dio cuenta ya era un shuar con las plumas deshechas cayendo en picada.

Por la acción de Kújancham, Etsa maldijo a los shuar y les privó de tener alas.

Ahora, cuando Etsa sale, aún observa las largas caminatas de los shuar por los laberintos de la selva y eso como si solo tuvieran el recuerdo de unas plumas.


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