jueves, 31 de marzo de 2022

El viaje a la semilla

 



Hay varias imágenes de la escuela lasallana, en Ibarra, Ecuador, que permanecen en mi memoria. Recuerdo que el plantel Instituto Rosales estaba a dos cuadras de casa y debo decir que nunca sentí ese “vigilar y castigar” a lo Foucault, porque –dicho sea de paso- jamás me preocuparon las tareas o doctrinas, porque estaba enfocado en una cabaña que construyó mi abuelo, donde pasé las mejores aventuras de la infancia, con disfraces inspirados en los cómics que, sin lugar a dudas, son la mejor puerta que tuve para entrar a casi todos los libros de Julio Verne y embarcarme directo al centro de la Tierra o viajes interplanetarios o el último faro del fin del mundo. Además, los profesores tenían aún esa pasión por enseñar, aunque con los rigores de la época. El hermano director Efraín Ortega, era como un pingüino alto y amable y los amigos de esa infancia son auténticos como el primer día de recreo, que se comprobó en la reunión de marzo.

Por elección paterna, mis hermanos y yo crecimos sin televisión, por las lecturas pioneras a Marshall McLuhan, así que debo confesar que mi imaginación estaba concentrada a descifrar el libro de las Mil y Una Noches, más que en las marcas que de manera brutal comenzaron a filtrarse en las pantallas del orbe, a finales de la década del 70.

 

 

Así, inician estas imágenes que aún perduran: un Supermán en blanco y negro que debía retroceder para tomar viada, los viernes por la tarde en el cine que sabiamente los hermanos lasallanos había instalado; las filminas de la animales prehistóricos que el profesor Fausto Chiza proyectaba ante el asombro de descubrir por primera ocasión la cámara oscura un invento que, después supe, también está atribuido a Leonardo da Vinci, aunque lo sabían ya los griegos; el terrorífico calabazo –al que nunca nos encerraron- pero que según decían vivía una araña gigante; el melodio, esa suerte de órgano de fuelle, ubicado al final de la capilla, donde intentaba sacar las notas de Pescador hombres: Tú has venido a la orilla / no haz buscado ni a sabios ni a ricos / tan solo quieres que yo te siga, que después supe que estaba en do mayor; el temible tablón de la piscina donde nos zambullíamos como si fuéramos torpedos de la Segunda Guerra Mundial; los innumerables santos del conserje Miguelito, que tenía –literal- más imágenes que la propia capilla; el juego de indorfútbol organizado por el profesor Pedro Troya, cuando no sabía ni de la existencia de Pelé; la fila que formábamos para recibir en pan con plátano que era más sabrosa que una langosta, que nunca había probado sino años más tarde; el miedo de encontrar a los gemelos Obandos quienes me hacían lo que ahora llamamos Bullying, cuando descubrieron que mi hermano mayor César Augusto –quien me defendía de estos tunantes- ya había pasado al colegio; el juego de los carros en una pista –en verdad era una jardinera- que era –para nuestra imaginación- más grande que la de Yahuarcocha, donde nuestro héroe Fernando Madera hacía rugir los motores y leíamos Kalimán, soñando ya mismo tener el tercer ojo y llegar directamente al Tíbet; el tiempo detenido ante un silbato del profesor Ricardo Garzón, mientras uno sudaba y se desmayaba llevando el enorme redoblante, cuando lo más sensato habría sido elegir la flauta, aunque creo que eso no había; el intrigante juego de chullas y bandidos donde yo, disculpen la confidencia, hacía las veces de espía doble, porque ya había iniciado las lecturas policiales; el traje de ángel, para no se qué pase del niño, que ahora entiendo me persigue por esa manía de volar; las sabatinas, con mínimas intervenciones musicales, y después unos desayunos propios de las Mil y una Noches; los primeros palotes, las nunca entendidas clases de los números primos, como si fueran parientes, los mapas que nos abrían mundos; los poemas que aprendí de Carlos Suárez Veintimilla, para un concurso que convocaron en quinto grado, con el profesor Aníbal Muñoz, y aunque lo puedo recitar de memoria, no sé hasta ahora cómo la burocracia educativa nos dejó con los churos hechos: Campos colgados de paz de luz y escarcha / ante los ojos niños / de la azul madrugada, después yo mismo publicaría un libro de este extraordinario poeta; la visita a mi casa para mostrarles la cabaña que el abuelo había construido, junto con unos antifaces del Llanero Solitario; la aventura de ir en bicicletas a la remota Yahuarcocha; las carpas de andinismo raídas de las aventuras inconclusas de mi padre César, los paseos a Cachimbiro donde yo, como siempre, caía por una zanja; el olor del dulce de higos que enviaba mi madre para compartir con los amigos; y de pronto, un día, como si el mundo se hubiera detenido, el alejamiento hacia el colegio, eso sí llevando el alma de niño en bandolera, como su fuera un pirata de un solo ojo perdido en la última isla, a punto de encontrar a los dragones que nos robaban el sueño, porque como dice la poeta Premio Nobel de Literatura, Louise Glück: “Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”.

No es hasta ahora, que entro en plena conciencia lo determinante que ha sido estudiar donde los Hermanos Cristianos. Acabo de hacer una letra, para un proyecto sobre migración, de los hermanos venezolanos (no hay que olvidar que tres millones de nuestros compatriotas también migraron en la crisis bancaria), donde una parte dice así: Por desiertos caminé / con hambre bajo el sol / un peregrino encontré / dentro de mi corazón.

 

https://www.youtube.com/watch?v=cFOxs9ww3aQ

 


 

Como notarán, es un homenaje a la canción que cantábamos siendo niños, con el libro Ritmos del Pueblo de Dios, que estaba vinculado a la visión progresistas de la Iglesia Católica, algunos de los cuales apoyaban abiertamente la Teología de la Liberación: No podemos caminar / con hambre bajo el sol / danos siempre el mismo pan… con letra de Martín Calvo. Hay que ir hacia los orígenes, un viaje a la semilla. Se sabe, que la congregación de los Hermanos lasallanos busca la transformación de la sociedad por medio de la educación, sobre todo para aquellos que sufren mayor pobreza y vulnerabilidad. Fue fundada por Juan Bautista La Salle y aprobada por el papa Benedicto XIII el 26 de enero de 1725 y en la actualidad tiene 5.600 hermanos, 60.000 colaboradores seglares, cerca de un millón de alumnos en 85 países. Se puede leer en una memoria escrita en Ruan en 1721, dos años antes de la muerte de La Salle, lo que él había concebido desde 1679, en Francia: “Tuvo la idea de crear escuelas en las que los hijos de los artesanos y de los pobres aprendieran gratuitamente a leer, escribir y aritmética, además de recibir una educación cristiana… Con este propósito reunió a un grupo de jóvenes solteros. Trabajó para hacerles vivir de un modo coherente con el fin de su Instituto, y para renovar la vida de los primeros cristianos”. Es en este último párrafo donde parece estar la clave, porque dentro de la propia Iglesia han existido órdenes más proclives a seguir la esencia del hombre que camina por las aguas y otras que incluso han bendecido ejércitos y han acumulado oro (no es casual que los lasallanos, al igual que los franciscanos de sandalias, están enfocados en las misiones y procuran llevar una vida austera, a diferencia de otros tonsurados y su boato).

El otro punto vital está en recordar que nuestra escuela fue edificada en los terrenos donados por opulentas familias de Ibarra quienes, en esa época, tuvieron el mérito de velar por la educación, como es el caso de Rosalía Rosales de Fierro, pero también Pedro Moncayo, quien entregó parte de su fortuna para la primera escuela de niñas, así como los filántropos Martín Sánchez y José Manuel Cifuentes quienes cedieron sus bienes materiales “para la educación gratuita de la juventud ibarreña”, en la primera mitad del siglo XIX.

Así que estos datos configuran los motivos para que en nuestra escuela existieran desde sus orígenes niños de diversas geografías y culturas, de múltiples etnicidades quienes son el reflejo de lo que es nuestro país, Ecuador. Esta inclusión, en un país marcado por el racismo y las clases sociales, es un faro presente en la amistad desbordada en el encuentro, tras décadas.

Hay que recordar entonces el tema de Joan Manuel Serrat: Tenía diez años y un gato / peludo, funámbulo y necio, / que me esperaba en los alambres del patio / a la vuelta del colegio… Al viento los ombligos, / volaban cuatro amigos, picados de viruela / y huérfanos de escuela, / robando uva y maíz, / chupando caña y regaliz. / Creo que entonces yo era feliz.