martes, 27 de abril de 2021

El Retorno, 149 años de regreso a la semilla, 2021/04/27 a partir de las 19:00

 

El 28 de abril de 1872, tras cuatro años en Santa María de La Esperanza, 550 ibarreños regresaron a levantar su urbe desde las cenizas, tras el terremoto de 1868. Ahora, 149 años del acontecimiento de 1872, la ciudad nuevamente resiste a la pandemia de la Covid 19. 

Este es un homenaje a estos seres anónimos que luchan para devolvernos el futuro. 

 

El historiador Juan Carlos Morales Mejía analiza este proceso desde varias aristas y una clave: otra vez haremos frente a las adversidades, todos juntos en esta tierra generosa, en esta iniciativa de la Dirección de Cultura del GAD Ibarra / Ecuador

 

 

 



 


 

Animalanzas para niños

 

 



 


sábado, 24 de abril de 2021

Cuando un fósforo burla a las estrellas

 

 


El que prende un fósforo en el oscuro está inventando el fuego.
Jorge Luis Borges, en La dicha 



Un mínimo cohete de colores rasga la noche. Hay un estruendo. Las chispas rojizas se reflejan en todas las pupilas convertidas en calidoscopios de múltiples espejos. Al frente, un torete de cartón persigue a los improvisados matadores. Como si fuera una puesta en escena de un infierno dichoso, la humareda se desliza en una niebla que envuelve a la muchedumbre con sus colores anaranjados. Hay tanta alegría, como si el tiempo fuera una mentira. La banda de pueblo, ahora sí convertida en un torbellino, se eleva con su música bajo el amparo de unas estrellas cómplices.

Todas las miradas se enfocan en un punto: un globo inicia su ascensión como si se tratara de un planeta diminuto, en búsqueda de su propia órbita, más allá de la galaxia de Andrómeda. Hay el inconfundible olor de pólvora en el aire, que recuerda a las caravanas de la ruta de la Seda y de los taoístas que la inventaron tras la inmortalidad. Es la fiesta agraria del Corpus Christi, en Cuenca, pero es más que eso. Es la evocación de un antiguo ritual en torno al fuego, cuando su invento

sacó a los humanos de las cavernas y pasaron de nómadas a sedentarios con el nacimiento de la agricultura y la cocción de los alimentos.

Por ejemplo, durante el Solsticio -21 de junio en el hemisferio norte- los agricultores aún agradecen a la Madre Tierra por las cosechas, desde la fiesta de San Joan pasando por los antiguos celtas hasta llegar a nuestros sanjuanes o Hatun Puncha, el Día Grande (hay algunos que aún pretenden llamar Inti Raymi, como si los pueblos originarios como quitus, caranquis o cañaris no habrían tenido fiestas durante milenos antes de la llegada de los incas).

Al principio, se creía que, debido al alejamiento del sol, éste no volvería porque los días posteriormente se volvían más cortos. Por eso los ritos que incluyen las antorchas –tal como sucede en nuestro país andino- tienen el mismo fin, cuando nuestro astro mayor se mueve desde una posición perpendicular del Trópico de Capricornio hacia el Trópico de Cáncer, con una inclinación del eje de la tierra de 23,5 grados, por lo que el día es más largo.

El fuego es una señal para decirle al sol que no nos abandone. Desde la época que hurtamos a los dioses la lumbre, vivimos aún ateridos de miedo. Necesitamos exorcizar una noche la desolación ante el misterio de la muerte. Los juegos pirotécnicos del austro –que incluyen vacas locas, globos, monigotes y voladores- es un manifiesto de la condición humana, aunque esté revestida de Corpus Christi de junio (no es casual que la evocación de la sangre de Cristo se celebre después de la primera luna de primavera en el hemisferio norte como un ciclo de las cosechas).

Solo cambian algunos detalles incluidos por la religión católica, que no ha logrado, a pesar de los siglos, erradicar su verdadera esencia también de lo profano, porque la fiesta pone al mundo al revés. De hecho, los dioses no quisieron compartir con los mortales el fuego hasta que Prometeo lo hurtó recibiendo como castigo el asecho de las águilas. En cambio, en el mito shuar, Jempe, el colibrí, entra a la morada del monstruoso Takea y –tras quemarse las alas- ofrenda a los amazónicos para que no mueran de frío en medio de la selva. En los dos relatos los profanadores son castigados por su osadía. En las dos narraciones, los héroes enfrentan al inframundo donde –curiosamente como sucede en nuestra planeta- habita también el fuego.

Según una antigua mitología griega, cuando encendemos un cirio aún está la presencia de la diosa de los bosques que recibe la ofrenda votiva a la espera de que el próximo guardián sea remplazado por su futuro verdugo. Anaximandro de Mileto creía que el fuego ocupaba la periferia del mundo y podía contemplarse por esos orificios que llamamos estrellas; para Heráclito de Éfeso, el elemento era la primera materia y la primera fuerza, aunque los dioses también castigaban a los mortales con lluvia de lava de los volcanes o la destrucción de Sodoma y Gomorra, que incluía azufre. Otra de las formas de castigo de los dioses ha sido el agua. Nótese el caso del relato judeo-cristiano del Diluvio también recogido por nuestros cañaris, cuando dos hermanos son salvados por guacamayas. Y esto sucede, porque los mitos cosmogónicos pertenecen a todas las culturas, pero cada una le proporciona sus particularidades.

En Cuenca, en medio del aparente paisaje dantesco y del olor a la pólvora, volvemos a compartir sin saberlo la misma emoción de escudriñar a la noche con nuestra propia luz, como luciérnagas que se encienden y apagan frente a los imperios lejanos. Como la posibilidad de que cada vez que encendemos un fósforo somos todos los humanos, según refiere Borges en el poema La dicha: “… En el desierto vi la joven Esfinge, que acaban de labrar. / Nada hay tan antiguo bajo el sol. / Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno. / El que lee mis palabras está inventándolas.”

Como si el relámpago premeditado desencadenara una lluvia de nuestras propias estrellas sin necesidad de los dioses, porque aún conservamos la magia cada vez que bailamos en torno a una hoguera.

jorge-vinueza | mestizo.ec

 

 


 

 

 

martes, 13 de abril de 2021

¿El país o su banco? , 2021/04/08

 “En este país para ser feliz hay que serlo a costilla de alguien. Por eso en este país para ser feliz es preciso ser un canalla”.

Jorge Enrique Adoum, en Entre Marx y una mujer desnuda.



Sixto Liborio Durán Borrero, nació en 1811 en Tolima, Colombia. Se casó en Quito, en 1850 con Carmen Ballén y Millán, y le fue tan bien en los negocios que compró una hacienda heredada por el general Guillermo Franco Herrera, quien se autoproclamó en 1859 jefe Supremo de Guayas y tras se derrotado por Gabriel García Moreno, en alianza con Juan José Flores, murió en el exilio en Perú.

La preciosa propiedad cercana a Babahoyo, pero que no alcanza los ojos en varios días para verla, quedó en abandono así que Sixto Liborio, con el tiempo, le puso el nombre de una de sus hijas: Clementina, que por cierto ya nació en París, en el auge de los Gran Cacao, y donde este primer Sixto ya figuraba como accionista del Banco Internacional en 1885.

“Vivían bien, entregaba una renta mensual a cada una de sus seis hijas, casadas en Europa con miembros de la clase media alta y la nobleza, por eso gastaban más de lo que podían y siempre vivían alcanzados”, cuenta en su diccionario Rodolfo Pérez Pimentel.

Del hijo Sixto Durán Ballén (no el presidente sino un pariente cercano nacido en 1861), mejor ni hablar porque es una tragedia digna de una novela de Víctor Manuel Rendón, especialmente para contar el trayecto de regreso a París después de supervisar las cosechas en un país de volcanes, porque nunca escuchó el dicho “el ojo del amo engorda el ganado”.

Tras desaprovechar muchos bienes en manos del prestamista alemán Barón Schroeder, la familia enfrentó la depreciación monetaria del marco alemán producto de la Primera Guerra Mundial, porque cuando recibieron las utilidades apenas llegaba a 47.000 dólares, perdiéndose –como cuenta Pérez Pimentel- el 93 % del monto total. Así que la ahora “Clementina Plantagent”, ante la decepción de las hermanas Durán-Ballén, “fue vendida a la familia Wallemberg una de las más ricas de Suecia y estos banqueros pasaron a controlar el 75% del capital tomando a cargo la administración”.

Obviamente, la pusieron a producir, lejos de quienes habían abandonado hasta sus propias tierras bajo el embrujo de la Ciudad Luz, mientras los otros lograron el sueño de edificar su propia diminuta torre Eiffel, pero en Vinces, con regatas y todo.

“En 1925 la hacienda generó ventas por 745.928 marcos y utilidades por 211.034, pero a causa de las pestes del cacao la producción de ese grano había bajado de 25.000 quintales en 1920, a solamente 400 en 1930, defendiéndose la hacienda con cultivos de arroz y otros diversificados. A finales de la década de 1950 la hacienda Clementina fue adquirida por Juan X. Marcos y Luís Noboa Naranjo”, señala en sus laboriosos artículos el historiador Pérez Pimentel. De esa parte, es como mirar una película del país: los otrora poderosos Gran Cacao cedieron sus bienes a los nuevos ricos: los bananeros, quienes siguieron exportando materia prima. Con el tiempo, su nuevo propietario Álvaro Noboa Pontón perdió la hacienda ante un embargo del Servicio de Rentar Internas, SRI, por un monto de 101 millones de dólares, el 21 de mayo de 2013.

A juicio del entonces subsecretario de Planificación Nacional Santiago Vásquez, citado en El Telégrafo, “Esta hacienda de 12.000 hectáreas fue hasta hace poco propiedad de los hombres más ricos del país y era un ejemplo de ineficiencia, inequidad y deterioro social y ambiental”. Otro caso de estudio es la familia Aspiazu quienes con sus 59 haciendas tenían propiedades del tamaño de la actual provincia de Los Ríos, con sus 150.000 hectáreas, antes que sus herederos se convirtieran en banqueros y dueños de medios de comunicación.

Curiosamente el último administrador de la hacienda La Clementina es descendiente de los Gran Cacao y, como era de esperarse, Sixto Liborio era bisabuelo del presidente Sixto Durán Ballén, quien abrió los seguros para la debacle que fue el feriado bancario, donde el banquero Guillermo Lasso Mendoza, aumentó considerablemente su fortuna -de manera legal, claro está- de 1 millón a 30, según Jorge Coronado, economista y sociólogo de Costa Rica e Integrante de la Red Latinoamericana por Justicia Social y Económica. En estos días su grupo financiero reporta 6,4 millones de ganancias, subido en una ola que ni la pandemia ha podido tumbar y para poner en otras cifras representa 16.000 salarios mínimos vitales, de un ecuatoriano en bus. Como si se tratara de una historia similar, muchos de los dineros de las élites están en paraísos fiscales porque no está en su brújula invertir en Ecuador, aunque sea esta tierra la que les provee de dividendos, como el caso mentado del cacao.

Sigue a un producto y seguirás a la explotación, me decía mi profesor Bernard Lavallé, en sus brillantes clases sobre la época colonial que –dicho sea de paso- sigue siendo la misma. La historia del país es insultante: ¿Por qué los Gran Cacao nunca pusieron una fábrica y terminaron, en algunos casos como señala Manuel Chiriboga, sus fortunas en los cabarets de París? ¿Por qué los bananeros compran sus casas de lujo en Miami y el único evento “cultural” es la Reina del Banano, aunque otros ya exportan chifles? ¿Por qué los floricultores del sector de Cayambe no apuestan por un museo de las fiestas patrimoniales de San Pedro? ¿Por qué los camarones que comemos, cuando hay, son el rechazo de lo que orgullosamente exportamos? ¿Por qué pensamos que lo único válido es llevar el brócoli a Europa pero ninguneamos al milenario maíz, que es consumo interno?

En un país donde –como si se tratara de la época colonial- 250 grupos económicos manejan casi el 50 por ciento de la producción, pero evadieron 2.260 millones de dólares en impuestos, hay que pensar profundamente en el destino que tenemos como pueblo, porque se trata de buscar alternativas de un desarrollo que no necesariamente implique ese consumo que, a su vez, ha convertido al planeta en un lugar donde 8 personas tienen más dinero que la mitad de la población mundial.

A veces, uno imagina a los hijos del los Gran Cacao estudiando hace un siglo en París, regresando a su tierra para montar esplendidas fábricas, comprando –no sé- un cuadro del entonces desventurado Pierre-Auguste Renoir, creyendo en su patria… pero no, eso no sucedió, porque la mentada propiedad de La Clementina no tiene ni casa de hacienda, y lo circundaba un pueblo que parecía salido de Comala de Juan Rulfo, pero en el trópico.

Ese es nuestro drama, las élites nunca creyeron en el país, ni pasaron a la industrialización esperando capital foráneo. Así, en la actualidad 1 kilo de cacao en Ecuador cuesta 0,35 centavos de dólar, en Suiza –pasado por fábrica y su valor agregado y con nuestros producto, básicamente- tiene un costo de 12 dólares, lo que representa 3.429 %. Nuestro país es esencialmente agrario y por ende exportador de materias primas desde hace ya tres siglos, así que ir hacia el conocimiento es una de las alternativas válidas, mejor aún si el enfoque es dejar el sistema extractivista hacia una bioeconomía (por ejemplo en la Amazonía ecuatoriana, su farmacología es un potencial incalculable pero sin olvidar a los pueblos originarios y sus saberes ancestrales).

Siguiendo a Alvin Toffler, existen tres tipos de visiones en el mundo: arado, cadena de ensamblaje y computadora. En otras palabras, como explica en su libro La revolución de la riqueza, escrito junto a su esposa Heidi, “mientras el sistema de la primera ola (agricultura) se basa principalmente en hacer crecer cosas; el de la segunda ola (industria) en fabricar cosas), el tercero (el conocimiento) se basa más en servir, pensar, saber y experimentar”. Quien en esta época nos propone lo contrario está viajando por la tierra del olvido, pero también nos recuerda lo que hemos padecido a través de la historia donde las élites no han estado a la altura de la historia. De allí que, acaso, el silencio de Guillermo Lasso también fue una forma de respuesta: ¿el país o su banco?, como ocurrió el debate con el candidato Andrés Arauz.

De algo no hay duda: 210 años han pasado desde que el incipiente banquero Sixto Liborio nació para cumplir grandes sueños, pero él optó por los personales que obviamente son válidos, aunque nunca se le pasó por la cabeza ser senador de la República. Mas, ojalá algún día se convierta en personaje literario para develar cómo ha sido este país, tierra de cóndores y alacranes, por eso mucha razón tenía Adoum en escribir sobre estas geografías telúricas que merecen mejor suerte.

 

¿El país o su banco? – Rutakritica