martes, 7 de agosto de 2018

El primer graffiti de América, 2018/08/02


Una tarde en Ayacucho hallé un graffiti: “La única iglesia que ilumina, es la que arde”. Porque, hay que decirlo, además de la espada, la cruz y las cadenas –como sugiere Olmedo, en su largo poema- también llegó la palabra de Cervantes en carabela. Aquella del refranero de Sancho Panza y de los libros de caballería que leyó Alonso Quijano; de la sangrienta luna de Quevedo.

Por medio de la palabra, también de las leyes, se construyó otro sentido. Ángel Rama, en su libro La ciudad letrada, dice que los conquistadores españoles impusieron un tipo de orden en las ciudades, bajo su esquema: “Desde la remodelación de Tenochtitlan, luego de su destrucción por Hernán Cortés en 1521, hasta la inauguración en 1960 del más fabuloso sueño de urbe que han sido capaz los americanos, la Brasilia de Costa y de Oscar Niemeyer, la ciudad latinoamericana ha venido siendo básicamente un parto de la inteligencia, pues quedó inscrita en un ciclo de la cultura universal en que la ciudad pasó a ser el sueño de un orden y encontró en las tierras del Nuevo Continente, el único sitio propicio para encarnar”.

Hace referencia que los propios conquistadores pasaron de las ciudades medievales en que habían crecido a otros modelos, hasta que se halló con la ciudad barroca. De hecho, el primer graffiti –la palabra viene de grafito- que se tenga noticia fue propiciado por Hernán Cortés en una disputa por el reparto del oro, tras la derrota de Tenochtitlan, en 1521. Su cronista, Bernal Díaz del Castillo hace referencia a este hecho en su libro La verdadera historia de la conquista de la Nueva España:

“Y como Cortés estaba en Coyoacán y posaba en unos palacios que tenían blanqueadas y encaladas las paredes, donde buenamente se podía escribir en ellas con carbones y otras tintas, amanecían cada mañana escritos muchos motes, algunos en prosa y otros en metro, algo maliciosos (...) y aún decían palabras que no son para poner en esta relación”.

Tras el debate encarnizado, Cortés lo cerró con el primer graffiti que se tenga referencia: “Pared blanca, pared de necios”.



El “Fakir”, primeros 100 años, 2018/07/26

Cuenca se ufana en ser la ciudad de los poetas. Hace poco, recorrí el museo en homenaje a Remigio Crespo Toral, en la Calle Larga. Más allá de los muebles antiguos, del traje de levita, del gusto afrancesado, hay una fotografía: el día en que es coronado con una aureola de laureles como Poeta Nacional, el 4 de noviembre de 1917. En el museo pregunté sobre algún poemario. Busque en internet, me dijo una amable guía. Obvio, no hay casi nada.

En esa época, en 1918 nacía César Dávila Andrade, pero su élite -la poesía era una representación- no estaba lista. El poeta acusado de borrachín quedaba tercero en los concursos florales y emigró de la “Atenas del Ecuador” a Quito. Otra vez el país -que había cantado tan admirablemente en Catedral Salvaje y lo había estrujado en Boletín y Elegía de las Mitas- le dio la espalda.

Mejor se fue a Venezuela donde, en un día aciago de 1967, se suicidó acaso frente al espejo.

¿Qué pasó, con este escritor que está a la altura de los grandes del orbe? En la antología meritoria de Xavier Oquendo Troncoso, para la colección Visor de Poesía, de Madrid, lo dice: “Si César Dávila Andrade hubiera llegado a París, habría llegado lejos”.

Y esto no se trata de una mirada provinciana sino de una realidad ineludible porque no es hora de ir a París. Ecuador lee medio libro al año (Colombia lee cinco) y un tiraje de 1.000 libros es casi un best seller. Obviamente, se agradece el trabajo de María Augusta Vintimilla o de Jorge Dávila Vásquez, además de otras voces que promueven su centenario, en estos días.

Pero el “Fakir” es un desconocido y necesita una difusión mundial, sin falsas humildades. Mire el lector lo que hace la Universidad de Chile en su sitio web con sus poetas, de Huidobro a Parra, o Perú con Vallejo, amén de publicaciones.

El país, y la Universidad de Cuenca en particular, tiene la palabra, no para momificarlo en un museo sino para que su obra esté viva. El único reconocimiento real a un poeta es que las nuevas generaciones lo lean. Lo otro, es el olvido.

“Amauta poderoso, toda verdadera canción es un naufragio”, nos legó el “Fakir”

https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/15/fakir-poeta-cesar-davila-andrade

Bolívar y la misión del relámpago, 2018/07/19


En esta semana se conmemoran 195 años de la Batalla de Ibarra, cuando el Libertador Simón Bolívar dirigió la contienda contra los realistas de Pasto en 1823. Ahora que los hermanos venezolanos llegan a nuestras tierras, será preciso recordar que fueron también llaneros quienes nos quitaron el yugo colonial. Porque para eso sirve la historia, mirar al pasado pero no olvidar el presente, más allá de las ofrendas florales y los discursos de efemérides.

“Yo pienso defender este país hasta con las uñas”, dijo el Libertador, como si esa frase, en ese momento, no intuyera la ingratitud posterior, cuando los conjurados se repartieron la Patria Grande a dentelladas. De allí que se entiende lo que dijo Bolívar después: “Me tocó la misión del relámpago: rasgar un instante las tinieblas, fulgurar apenas sobre el abismo y tornar a perderme en el vacío”.

Aquí una escena del 17 de julio de 1823. A las dos de la tarde, una patrulla de los realistas que cuidaba los caballos en el sector oriental de Yacucalle, donde había abrevaderos, fue alcanzada, habiéndose escapado dos hombres heridos que fueron a dar aviso. Y en ese momento una imagen perdurable: “Bolívar en persona con sus ayudantes de campo y ocho guías, iba a la descubierta”, como si la evocada mirada de Gabriel García Márquez también estuviera presente: “Y más allá del acorazado, fondeadas en el mar tenebroso, vio las tres carabelas”.

El secretario de Bolívar, Demarquet, da cuenta de la estrategia: “A más, conociendo S.E. el Libertador el estado de desesperación a que estaban reducidos los facciosos y no disimulándose la desigualdad que existía entre hombres aguerridos y obligados a vencer y unos milicianos que no tenían sino quince días de disciplina, quiso sacar al enemigo de sus riscos y atraerlos a algún campo raso para aprovechar las ventajas que presentaba nuestra caballería”. Las fuerzas del Libertador eran 1.500 hombres, de los cuales apenas 350 eran veteranos, mientras los pastusos tenían entre 1.500 a 2.000 hombres. Al final, 13 patriotas perdieron la vida, mientras los realistas tuvieron más de 800 caídos.