jueves, 28 de julio de 2016

#yosoyestefania


Estefanía Camelos tiene 23 años. Es activista antitaurina, en Riobamba, que aún tiene como símbolo en su escudo a un decapitado del siglo XVI. Fue acusada de deshonrar y desprestigiar en Facebook a una hostería, donde se realizan corridas de toros. Este martes fue absuelta de los cargos en un proceso que muestra una justicia que entiende el devenir contemporáneo, junto a una presión pública, vía redes sociales, el compromiso por la defensa de los derechos de los animales, consagrados en la Constitución, y por el otro lado, un país que -como los ocho donde se festeja la sangre en el ruedo- vive un anacronismo frente a un mundo que tiene otra sensibilidad y, obvio, otra estética.

Claro, la tauromaquia ha estado presente en el orbe minoico, en el laberinto de Creta, donde el minotauro espera a su ‘salvador’, si nos atenemos al cuento de Borges La casa del Asterión, en los magníficos poemas de García Lorca (Una espuerta de cal ya prevenida  / a las cinco de la tarde.  / Lo demás era muerte y solo muerte  / a las cinco de la tarde), en los lienzos de Picasso, en los relatos de Ernest Hemingway, en la luz y la sombra de la fotografía y hasta lo que escribió Camilo José Cela: “El toreo es un arte misterioso, mitad vicio y mitad ballet. Es un mundo abigarrado, caricaturesco, vivísimo y entrañable el que vivimos los que un día soñamos con ser toreros”. Sin olvidar del cante jondo y el tema: “La luna se está peinando  / en los espejos del río  / y un toro  / la está mirando…”

Pero la tauromaquia es eso: la evocación de un tiempo pasado lleno de fantasía y ‘matadores’, como un día será el boxeo, caza de focas, pelea de canes, masacrar ballenas y delfines en Dinamarca o caza de elefantes por parte de los reyes. En el futuro se asombrarán de esto, como nosotros lo hacemos con las justas de los caballeros medievales.

En el libro Elizabeth Costello, del laureado J.M. Coetzee, están las ponencias ‘Los filósofos y los animales’ y ‘Los poetas y los animales’, donde se muestra cómo a lo largo de la historia de Occidente -desde que Adán fue elevado por encima de las ‘bestias’- los animales han tenido la peor parte, como una suerte de ‘autómatas biológicos’. No hay que olvidar la postura de Marguerite Yourcenar, especialmente en Opus Nigrum o de Fernando Vallejo que, tras recibir el Premio de Guadalajara, entregó los cheques a asociaciones de defensa de los animales. Hay que escuchar el tema ‘La corrida’, de Francis Cabrel, desde la mirada del toro.

En Hojas de hierba, de Walt Whitman se lee: “Creo que podría vivir con los animales / son tan secretos y tan plácidos… / No me abruman con discusiones de sus deberes para con Dios, / ni uno solo está descontento, ni uno solo está dominado por la locura de tener cosas”.

El juicio ha concluido y Riobamba ya no será la misma, como ya no es Quito, donde el asenso social también iba al ruedo, en medio de paella. Queda una realidad: no se puede callar con amenaza de cárcel a las voces del siglo XXI, desde los postulados del XIX. Es más que una disputa sobre los toros, porque involucra también el tema de género. “El mundo necesita menos princesas y más guerreras”, decía Joey Holmes. (O)



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miércoles, 27 de julio de 2016

Estefanía y una faena de toros

Riobamba, siglo XVI. Sibelius Luther -para los clérigos un luterano, por vinculación errada a su nombre- merodeaba la Villa del Villar Don Pardo, como se llamaba. Era un médico austriaco, amigo y sanador de los indios de Guamote pero, ante la mirada de los antiguos riobambeños, era enemigo de la Iglesia.

Cayó en desgracia. El cura Horacio Montalván le cerró las puertas y prohibió cualquier comercio con este hombre. Se convirtió en mendigo y, acaso, perdió algo de razón. Fue acusado de no pedir caridad en nombre del dios católico.

Un día, en un arrebato, entró a la iglesia y se abalanzó contra la hostia, al tiempo que trató de herir al sacerdote. Algunos de los asistentes sacaron sus espadas y le hicieron tantas heridas que cayó muerto en el acto. Pero se obró un aparente milagro: la sangre fue derramada únicamente cuando fue sacado del templo y fue atado y arrastrado por un caballo. Al enterarse de estos sucesos el presidente de la Audiencia, Diez de Armendáriz, “mandó que el cadáver del sacrílego fuese quemado, y así se ejecutó”. Además, por las dudas, se lo decapitó.

Al pasar de los años, buscando el título de Ciudad Muy Noble y Muy Leal, se solicitó al rey ese privilegio con el argumento de ese suceso, en una época donde la Inquisición quemaba brujas. Ahora, el escudo de Riobamba es aleccionador: “Un cáliz con una hostia encima: dos llaves cruzadas y dos espadas, las cuales dejan en medio el cáliz y se juntan clavándose abajo en una cabeza de hombre”.

Por escribir sobre el luterano en un libro, el autor de este artículo fue declarado persona non grata de la ‘Sultana de los Andes’ (los sultanes almorávides eran más condescendientes). Se hizo una obra de teatro y petitorios para cambiar al escudo, pero sigue vigente, con evocación de la sangre.

Esto recordé, como otra historia descabellada -tal es la palabra-, cuando supe que para la próxima semana, 26 de julio, se realizará la audiencia de juzgamiento contra Estefanía, una joven de 24 años y defensora de los animales, acusada de escribir un comentario en Facebook, en el sitio web de una hostería que organizaba una corrida de toros.

El propietario argumenta que ese mínimo texto (23 palabras) le produjo un daño a la imagen del lugar, y por eso Estefanía deberá acudir a la Unidad Penal de Riobamba, a las 8 de la mañana, en la vía a Chambo. ¿De los muchos mensajes por qué escoger este, de una mujer?

Obviamente, se encendió la polémica y la peor parte -como siempre sucede en estos casos- es para la hostería. En el sitio se puede ver ahora que algunos clientes afirman en sus mensajes que ya no acudirán y eso que no han visto los comentarios de Despegar.com sobre la mala atención del lugar y sus instalaciones (esa debería ser la preocupación mayor). Cualquier relacionista público en manejo de crisis sugeriría pedir disculpas y retirar la acción judicial, ante el fantasma del boicot.

Defender a la tauromaquia atacando a quien se pronuncia en Facebook es un mal negocio pero, de manera especial, muestra una intolerancia precisamente ante lo que se reclama: diversidad de opinión. (O)



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¿Ecuador hacia la innovación?

Los rubros del país continúan siendo camarón y banano. Los primeros, con algunas innovaciones; y el segundo, pese a estar durante 60 años, carece de valor agregado, a no ser por esporádicas propuestas que, curiosamente, no surge de los productores ni exportadores. No se entiende que detrás de cada producto hay una historia, incluso de exclusión.

¿Cómo lograr la innovación, que es el primer paso para el emprendimiento? Por extraño que parezca, no se trata únicamente de seguir un modelo copiado de otra parte del mundo, porque la milenaria cultura coreana es intransferible.

El tema básico es responder lo que los griegos hace más de 2.500 años de plantearon: ¿quién son yo?, ¿de dónde vengo? Con estas pautas recién se puede saber hacia dónde se va. Se cree que la matriz productiva va sola, sin un cambio de la matriz cultural, no esa vista como las Bellas Artes del siglo XIX, sino en su término más amplio.

¿Cómo alguien que desea producir, por ejemplo, papas no debería preguntarse sobre quién es, de dónde viene? Precisamente la cultura responde a esa necesidad básica que lleva a amar no solamente su tierra, sino a entender su geografía.

Tomemos el ejemplo de Carchi, provincia que ahora se debate ante los bajos precios del vecino país. ¿No está la mayoría de papicultores sembrando y cosechando como hace décadas, únicamente como materia prima, a diferencia de la industrializada Colombia?

¿Cuál es el motivo? No existe una cohesión como pueblo precisamente porque no se han creado los imaginarios de pertenencia, que es un tema de identidad. Al no estudiarse, digamos, la fiesta de la Purita de Huaca, que en verdad resulta una deidad del agua, no puede existir innovación porque desconocen sus orígenes que les llevaría a tener orgullo de sus productos (el vino, su milenaria cultura, es prueba de ello y los pastos sembraron papas desde hace siglos en una geografía donde únicamente el 7% es plana).

¿Quién estudia los pastos? ¿Qué hacen sus universidades? No apuestan por lo gastronómico, ni invitan a los chefs ecuatorianos, que los hay, para ir hacia lo gourmet que atraiga al turismo. Se sigue con las papas con berro.

Obviamente, en el tema del recetario deberían estar involucrados antropólogos, además de imagen para las marcas, producción de fotografía y sus estéticas, en fin, un sinnúmero de componentes que están vinculados con lo cultural (hasta un diseño de un mindalae pasto es un tema de este tipo). El país, lamentablemente mira por encima del hombro a la cultura y esa es la gran deuda, porque los tecnócratas no logran entender la dimensión de los procesos culturales.

La Corporación Financiera Nacional (CFN) organizó hace un año un foro de innovación y emprendimiento. Allí, el exponente chileno Raúl Rivera Andueza dio con la clave. Lo primero, dijo, es preguntarse qué es ser latinoamericano. Entonces, también deberíamos preguntarnos qué es ser ecuatoriano. Solo respondiendo eso, sus imaginarios, podemos tener la siguiente pregunta: ¿qué vamos a innovar? Si no, ponemos espárragos en las tierras del maíz milenario. (O)



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Lo que natura no da...

Corrían los tiempos de los reyes y del oro. Reyes desposados entre primos que eran más feos que los cuadros de Goya. Reyes que, años más tarde, seguían siendo primos, en Inglaterra, Rusia y Alemania, cuando cimentaron sus imperios. Podría decirse que la Primera Guerra Mundial fue, y no es literal, una disputa familiar.

Uno de esos reyes era de España. Tenía la intención de que el príncipe fuera más brillante que Alonso X de Castilla, quien propició a los Traductores de Toledo -intelectuales latinos, hebreos e islámicos- allá por el siglo XIII. Porque también hay reyes inteligentes, ¡pardiez!

Pero era inicios del siglo XX y uno de estos reyes estaba empeñado en educar a su vástago. Eligió lo mejor: la Universidad de Salamanca. Estaba de rector Miguel de Unamuno, hijo de un confitero. El príncipe tenía poco talento, por decir lo menos. Unamuno lo recibió y en un mes lo envío de regreso con una carta de una sola frase: Lo que natura no da, Salamanca no presta (la frase latina es Quod natura non dat, Salmantica non præstat). Es tan prestigioso este centro del saber, creado en 1218, que a lo largo de los siglos ha tenido alumnos como Fray Luis de León, Fernando de Rojas, San Juan de la Cruz, Antonio Nebrija, Mateo Alemán, Luis de Góngora, Calderón de la Barca y también al descarriado Hernán Cortés.

Aunque la anécdota de Unamuno puede ser apócrifa, me contaba mi padre como una manera de explicarme de que no necesariamente, con todo el oro del mundo, se puede acceder al saber. Pero en este artículo no desperdiciaré en quienes insultan a la formación académica y se arrodillan ante Mammón. Prefiero hablar del conocimiento, es decir de Alvin Toffler, quien murió la semana pasada y nos dejó -desde su visión de futurólogo y defensor de su sistema- las claves para entender esta época.

En el libro El shock del futuro explica que existen tres tipos de sociedades: agrarias, industriales y del conocimiento. La nuestra, exportadora de materias primas como banano y cacao (donde sus élites analfabetas y acomplejadas nunca hicieron un patacón de exportación ni pusieron fábricas de chocolate), sigue siendo esencialmente agraria, pero también apuesta por el conocimiento, donde la única posibilidad es la educación de calidad y libre acceso.

En La revolución de la riqueza podemos leer más detenidamente esa tríada: “Mientras el sistema de la primera ola se basaba principalmente en hacer crecer cosas y el segundo, en fabricar cosas, el sistema de riqueza de la tercera ola se basa más en servir, pensar, saber y experimentar”.

Francis Bacon decía que el conocimiento es poder, a lo que Toffler apostillaba que el conocimiento también es cambio. Algo imposible en el antiguo sistema universitario donde se podía ser ingeniero en dos semestres y en la comodidad de un garaje. No hay que ser ingenuos, a la universidad ecuatoriana le falta mucho recorrido, pero nada será posible sin cambiar el chip cultural. Este país requiere de urgencia otro software. Eloy Alfaro impulsó a 43 becarios, ahora son 24.000. Por ahí es el camino, sin olvidar a quienes también construyen conocimiento en el país. (O)



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La fiesta del solsticio es una algarabía en la parroquia Angochagua


Diversas visiones se complementan en esta celebración agraria que tiene lugar en el cantón Ibarra, en la provincia de Imbabura.

Por las entrañas del monte Imbabura parecen emerger los danzantes. Cada junio, como hace cientos de años, hombres y mujeres agradecen a la Madre Tierra por los favores recibidos, en este caso por el maíz.


Es la fiesta del solsticio que también recibe otros nombres: San Juanes, Inti Raymi y uno más original, Hatun Puncha, el Día Grande. Es esencialmente lo mismo, como en todo el mundo, una celebración a la vida y al cambio de estaciones.  

 En este caso, con una vinculación estrecha con la geografía, de allí la presencia del Taita Imbabura. Son los descendientes de los caranquis, señorío étnico que floreció del 1.250 al 1.550, aproximadamente, y que ahora habitan en Imbabura.

 En la parroquia Angochagua, donde los caranquis levantaron 147 tolas –consideradas por algunos estudios como su capital- estas fiestas traen lo que somos: memoria del pasado y remembranzas de la época colonial. (I)




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Alicia Villalba, arte afro en Ibarra

El Valle del Chota -también conocido como el Valle Sangriento- fue un enclave en la colonia del poder jesuita, quienes poseían 132 haciendas en el siglo XVIII, antes de su expulsión, donde literalmente se pasaba de una a otra. Además, como lo revela Federico González Suárez -quien defendía la verdad histórica ante todo- tenían esclavos arrancados directamente de África (más de 1.500 para sus plantaciones cañeras y el tráfico de aguardiente). Ese esplendor, fácil de comprobar en los retablos de la iglesia de La Compañía, de Quito, no dejó rastro alguno en las comunidades que fueron explotadas. Y eso no fue lo peor, porque después llegó la época de la hacienda.

Los 4 grados geodésicos que poseía La Compañía terminaron en otras manos y los antiguos esclavos, pese a la manumisión de Urbina, continuaron su vida precaria de exclusión, donde el factor racista -no solo por el color de piel- los condenó y los condena a vivir en la otra orilla.

Es en este contexto que hay que entender la obra de Alicia Villalba, quien trabajaba para mostrar los fragmentos de la historia del pueblo afrodescendiente (no quiero utilizar la palabra negro porque, como bien dice Frantz Fanon en su libro Piel negra, máscaras blancas, también en las designaciones se cuela el racismo y, obviamente, el discurso neocolonial).

Pero las historias detrás del arte son curiosas. Villalba aprendió su arte de máscaras por la iniciativa del belga Marco Ghysselinckx. Digo curiosas, porque precisamente en Bélgica está el mayor museo de máscaras africanas que hurtaron de sus colonias (los museos fueron concebidos como lugares para acomodar despojos de guerra).

Pero Ghysselinckx es de los otros, de aquellos que por su generosidad también debe ser nombrado en esta historia. Y esto, porque el proyecto de realización de máscaras en la Cuenca del Chota-Mira es una de las formas de ternura subversiva contra la desmemoria. Pero Villalba fue más allá. De pedazos fragmentados, encontrados en libros o en su pasión por la costura, emergieron piezas únicas que, de una vez por todas, dejaron la artesanía (otra de las maneras que tiene el poder para clasificar los objetos). Como sea, en estos días se inauguraron en el Centro Cultural El Cuartel, de Ibarra, dos salas dedicadas a su trabajo.


La primera -con una adecuada curaduría- exhibe máscaras, bisutería, ídolos, que dan la impresión de asistir a un espejo de África; el otro es duro, como la historia: están los desgarramientos del pueblo afro, están sus gritos. Son esculturas realizadas con coraje. Cuentan el pasado y el presente. Desde sus silencios nos hablan de un país que, aunque ahora se sabe, no acepta que por su sangre también corre sangre de la Madre África, a la que tanto debemos. Sí, porque no se podría entender el arte contemporáneo sin su influencia. Eduardo Galeano, citando el estudio de William Rubin, del Museo de Arte Moderno de Nueva York, señala que Picasso, Modigliani, Giacometti, Calder, Klee o Ernst, le deben mucho de sus obras a la tierra de los tambores. Con 38 años, Alicia Villalba está en la senda. Nadie dice que el camino es fácil. (O)

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