domingo, 26 de junio de 2016

El polifacético Luis Aníbal López, el trabajador que emprende a diario

Este agricultor, cargador de leña, panadero, zapatero, peluquero, músico, creador de obras teatrales y redactor de testamentos en fin de año es parte vital de la cultura popular de Imbabura.


La luz era tenue. Atrás, una escenografía de grandes lienzos, hechos en papel cartón, y una mesa con florero en el medio. Los actores estaban con sus trajes relucientes. El público, que hasta hace poco murmuraba, ahora permanecía en silencio. Era la escenificación del poema ‘Reír llorando’ del mexicano Juan de Dios Peza, que trataba sobre un payaso que buscaba, vanamente, un remedio para su alma ante la mascarada perpetua de la vida: “Aquí aprendemos a reír con llanto / y también a llorar con carcajadas”.

Un niño, que hasta hace poco era monaguillo, observaba con detenimiento cada acto, en el teatro Humboldt, en Pimampiro.

Al salir de la obra escuchó en la radio un tema de moda de Jorge Negrete, titulado ‘El hijo del pueblo’: “Es mi orgullo haber nacido en el barrio más humilde…”. Mientras anotaba en su libreta esta letra, el tema le recordó que debía acudir a sus faenas como peón de tierra ajena y, más tarde, llevar la leña al hogar, como casi todos los habitantes de un Pimampiro bucólico, que aún conservaba la leyenda del siglo XVII. Se contaba que los nativos del lugar se llevaron la campana de la reciente construida iglesia hacia el Oriente, en un descuido de los curas doctrineros que se fueron al Valle del Chota. Estos clérigos les habían puesto el ojo a los indígenas para, en complicidad de los nuevos conquistadores, arrastrarlos a las penurias de las mitas y obrajes. Dicen que aún esa campana se escucha a la distancia.

El niño se llamaba Luis Aníbal López y, durante larga parte de su vida, siguió una máxima: siete oficios, mil necesidades, pero nunca se amilanó. Fue agricultor de aguacates, partidario, cargador de leña, panadero, zapatero, peluquero, aunque lo suyo era la música popular y los testamentos de fin de año para su pueblo. Por eso, un día, junto con amigos como Édgar Vicente Vega y Ataúlfo Castillo formó el trío Los Latinos, en el que cantaban principalmente boleros y pasillos, como el recordado ‘Rosas’, letra de Manuel Terán y música de Carlos Brito. Después de pasar por las agrupaciones como Los Norteños o Los Nativos se le ocurrió una idea: tener su propio escenario.

Así que con su inseparable amigo Édgar y 2.100 sucres que juntaron abrieron el flamante salón Apolo 11, en homenaje al reciente viaje lunar a cargo de Neil Armstrong, Michael Collins y Edwin E. Aldrin, allá por el 16 de julio de 1969.

Solo unos años duró la experiencia, para no terminar en la completa bohemia. Fue en esas tablas donde un joven Segundo Rosero, también de Pimampiro, cantaba sus primeros temas antes de saltar a la fama. Fue así que Luis, mientras componía la canción, a ritmo de cachullapi, ‘Algunas hierbitas más’, se dedicó a amenizar las fiestas de fin de año en Pimampiro, con sus creaciones de testamentos, y su propio elenco de actores, tal como había visto en los sainetes siendo niño y comía el tostado de manteca de mama Teresa, su madre, por lo que su apodo fue Lucho Tereso que lo llevó con orgullo porque nunca conoció a su padre. Pero desde esa época su situación había cambiado. Tras ingresar al negocio de la venta de cerdos hornados —unos 3 mil en 11 años, según sus cálculos— la situación familiar mejoró hasta instalar la panadería Fanny, donde él mismo amasa. Está casado con Blanca Chamorro y tiene 2 hijos, uno de ellos capitán de aviación.

Ahora, en su casa esquinera, donde conserva una gran fotografía de su trío musical, este hombre de sonrisa amplia, afina su guitarra para cantar sus propios temas que, curiosamente, no han sido aún grabados porque siempre se ha creído que lo popular no vale la pena preservarse. De allí, es preciso mencionar el estudio de la cultura popular de Pimampiro realizado por el profesor Juan Chávez, para la Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo de Imbabura, donde incluyó los aportes de Luis Aníbal López.

El valor de este hombre radica en que es un genuino representante de un Pimampiro que, como en todo lugar, está agobiado por una música que llega desde afuera, una música comercial que no cuenta nada de la realidad en que se vive. (I)



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Borges y Sabato conversan de Dios

Corría el año 1974. El periodista estaba pendiente de la grabadora. Por el estrecho pasillo -nos imaginamos que era así- caminaban dos hombres, el uno furiosamente apasionado por la literatura, al punto que dejó la física, y el otro, creador de laberintos sobre laberintos. La vida, por sus recelos, los había separado.

Creo que se tocaron las manos, escribe Orlando Barone. Eran Borges y Sabato. “A un escritor puede estarle permitido inventar una fábula, pero no la moraleja”, dijo el maestro ciego citando a Kipling, recordando que el libro de Swift, sobre Gulliver, quedó como un libro para chicos, en lugar del alegato contra el género humano, que era su propósito. Obviamente, hablaron de Dios. Curiosamente, a su modo, los dos eran ateos.

Para el uno, el asunto era existencial, para el otro, simple literatura. “Las ideas nacen dulces y envejecen feroces”, dice en la entrevista, recordando las cosas feroces que se hicieron en nombre de los Evangelios. Sabato, inquisidor como siempre, espeta: Borges, ¿a usted le interesa el budismo en serio? Quiero decir como religión. ¿O solo le importa como fenómeno literario?

Borges responde: Me parece ligeramente menos imposible que el cristianismo (ríen). Bueno, quizá crea en el karma. Ahora, que haya cielo e infierno, eso no.

Barone, pulsa: ¿Y qué opina de Dios, Borges? Borges: (Solemnemente irónico) ¡Es la máxima creación de la literatura fantástica! Lo que imaginaron Wells, Kafka o Poe no es nada comparado con lo que imaginó la teología. La idea de un ser perfecto, omnipotente, todopoderoso es realmente fantástica.

Sabato: Sí, pero podría ser un dios imperfecto. Un dios que no pueda manejar bien el asunto, que no haya podido impedir los terremotos. O un dios que se duerme y tiene pesadillas o accesos de locura: serían las pestes, las catástrofes.

Borges: O nosotros. (Se ríen.) No sé si fue Bernard Shaw quien dijo: “God is in the making”, es decir: “Dios está haciéndose”.

Sabato: Pero dígame, Borges, si no cree en Dios, ¿por qué escribe tantas historias teológicas? Borges: Es que creo en la teología como literatura fantástica. Es la perfección del género. “El infierno y el paraíso me parecen desproporcionados. Los actos de los hombres no merecen tanto”, era su argumento.

Sabato, en El escritor y sus fantasmas, titulado Los dos Borges da con la clave. “El círculo de Viena sostuvo que la metafísica es una rama de la literatura fantástica. Y este aforismo que enfureció a los filósofos se convirtió en la plataforma literaria de Borges”.

Sabato, más tarde, escribió: “A usted, Borges, heresiarca del arrabal porteño, latinista del lunfardo, suma de infinitos bibliotecarios hipostáticos, mezcla rara de Asia Menor y Palermo, de Chesterton y Carriego, de Kafka y Martín Fierro; a usted, Borges, lo veo ante todo como un Gran Poeta. Y luego, así: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil e inmortal”.

Y recién son 30 años de que el demiurgo dejó esta insólita tierra. (O)

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La historia de Pablo Arenas, un rincón colorido del cantón Urcuquí

Antiguamente, la parroquia Pablo Arenas era conocida como Cruzcacho, nombre designado por los habitantes que encontraron un día, clavada, una cornamenta de buey en la cruz de su mirador.



Cruzcacho era entonces una aldea de veinte casas de barro y bahareque construida en una sucesión de colinas, que mostraban un paisaje para perder el aliento frente a montañas azules y abajo, más abajo, los extensos cañaverales y algodoneras que databan de los tiempos coloniales en que los curas jesuitas traficaban esclavos negros y trago, como bien refiere el historiador Federico González Suárez, cura como ellos y Obispo de Ibarra, quien defendía la verdad histórica.

El poblado, que debía su nombre a una endeble cruz donde habían colocado una cornamenta de buey, había nacido como el pueblo de Macondo, como se lee en ese prodigio que es Cien años de Soledad, de Gabriel García Márquez y que después se lo conoció como la parroquia Pablo Arenas, lugar al que se llegaba desde Ibarra. Sí, porque los fundadores, quienes llegaron de Salinas, eran tres hermanos de la familia Gordillo: Pascuala, José y Antonio, quienes junto con una parte de las familias Torres, venidos del norte, y Félix, fueron atraídos, en el último cuarto del siglo XIX, “por el ignoto espíritu de expansión, constituyéndose en un pequeño grupo homogéneo que se ve en la necesidad de hacerse sedentario”, como se lee en una suerte de pergaminos, en manos de Nelson Gordillo Torres, relatos de la historia del actual Pablo Arenas, que lleva este nombre en memoria al prócer guayaquileño, amigo de Eugenio de Santa Cruz y Espejo, ultimado por los españoles llegados desde Lima, junto con otros patriotas, allá en la matanza del 2 de agosto de 1810.

Esos pergaminos, que permanecen inéditos, fueron levantados por el profesor Hugo Ponce Carrera, a instancia de Nelson Torres Gordillo, Lázaro Ruiz, y otros entusiastas jóvenes de entonces quienes, al cumplir 50 años de fundación, cayeron en cuenta que desconocían la historia de su propio pueblo. Les había pasado como al pueblo de Macondo cuando, después de caer en el insomnio, llegó la peste del olvido. Pocos recordaban a esas estirpes de fundadores, los motivos que los trajeron hasta el lugar o las haciendas que les rodeaban, como Puchimbuela, El Ingenio o Cabuyal.

De esta manera, como si quisieran nombrar a todas las cosas, fueron de casa en casa a entrevistar a los mayores para armar ese rompecabezas en que se había convertido la historia del mítico Cruzcacho. Fue así que se enteraron de las sucesivas mingas que se realizaron, de las fiestas que se efectuaban una vez al año en homenaje de la Virgen de El Carmen, de esa delicia que es el sango de sal o de la solidaridad que siempre ha existido en esta familia extendida que es Pablo Arenas, bajo el influjo de una cohesión espiritual, desde antes de que los mayores se vistieran de cucuruchos.

Poco después de recopilar esa valiosa información, los mayores de Cruzcacho comenzaron a morir en fila, dice Nelson Torres Gordillo, quien cuando era niño conoció al entonces joven y sencillo sacerdote Leonidas Proaño y estudió en la escuela de los Hermanos Cristianos, cuando los religiosos aún les enseñaban poemas en francés y los chiquillos acudían con la colación consistente en tostado yanga (negro en quichua), elaborado en tiesto. Ese mismo maíz que es parte fundamental de las cosechas y de la fiesta en su homenaje.

Desde tiempos antiguos, desde Eloy Gordillo, quien propició la construcción de la iglesia, a Marco Tulio Félix, que hizo lo propio con la capilla, los hombres y mujeres de Pablo Arenas han sido generosos con su pueblo. Aunque Nelson Torres Gordillo no lo diga, se conoce que donó una de sus propiedades para el Centro de Salud, entre otros bienes.


Lector del Caballero de la Triste Figura, que no es otro que Don Quijote, pero también de la literatura latinoamericana, como la historia de Remedios la Bella que asciende en cuerpo y alma, y el coronel Buendía que fabrica pescaditos de oro, este hombre también ha dedicado muchos días para realizar acciones en beneficio de su pueblo. Vestido de impecable traje negro y corbata delgada, se lo puede mirar en fotografías antiguas, donde –junto con sus paisanos- impulsaba mejores días para el antiguo Cruzcacho.(I)



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¿Mickey Mouse es gay?

Omar Mateen, el autor de la matanza de medio centenar de personas en el bar gay de Orlando, llevaba un rifle de asalto AR-15, de 500 dólares. Curiosamente es la misma arma que utilizan las tropas de Estados Unidos para combatir al Estado Islámico, agrupación, cuya existencia, el descendiente de afganos se enteró por internet.

Están unidos fanatismo religioso, poderío de las armas, y homofobia, algo que la humanidad –por llamar con un eufemismo- lleva como karma desde que pintaba bisontes en las cavernas, aunque no conocía el dinero.

El primero hay que decirlo claro: islamismo,  cristianismo y judaísmo tiene sus fanáticos y además estas tres religiones monoteístas son profundamente patriarcales y homofóbicas (hay mensajes de pastores y curas mexicanos alegrándose por el hecho).

Lo de las armas ya lo sabe Afganistán, invadida por todos los imperios (Mateen vendría a ser un “daño colateral”). ¿Otra prueba?  “Las acciones de Sturm & Ruger cerraron este lunes con un alza del 8.50% a 62.29 dólares tras la tragedia. Mientras que las acciones de Smith & Wesson terminaron la jornada con un alza del 6.87% a 22.88 dólares. Las acciones juntas subieron hasta 10% durante la jornada”, ante las posibles restricciones, según CNN Money.

El otro punto es el dinero que recibe la glotona industria armamentística, que incluye traficantes, guerras y espías (como una buena película de sofá y palomitas de maíz). Eduardo Galeano, en Patas Arriba, lo dice: “Tampoco tiene por qué sorprender a nadie el desdichado balance mundial de la guerra y la paz. Por cada dólar que las Naciones Unidas gastan en sus misiones de paz, el mundo invierte dos mil dólares en gastos de guerra, destinados al sacrificio de seres humanos en cacerías donde el cazador y la presa son de la misma especie, y donde más éxito tiene quien más prójimos mata. Bien decía Theodore Roosevelt que «ningún triunfo pacífico es tan grandioso como el supremo triunfo de la guerra». En 1906, le dieron el Premio Nobel de la Paz”. Hay treinta y cinco mil armas nucleares en el mundo, controladas por los “machos alfa”, al estilo de Rambo y su paranoia por la pérdida de Vietnam.

A todas estas taras se suma el odio al diferente, pese a los avances que sí han sucedido (prueba de ello es el Mes del Orgullo Gay). Obvio, nunca es suficiente y por eso aparecen “héroes” que nos librarán de Sodoma y Gomorra.

Un dato curioso para entender la sociedad gringa. En 1954, en el contexto del lavender scare (el terror lila), donde las autoridades de Estados Unidos consideraban a la homosexualidad como un riesgo para la seguridad nacional, apareció el libro La seducción de los inocentes, de Fredric Wertham. Entre otras perlas atacaba al hombre murciélago. “Las historias de Batman son psicológicamente homosexuales. (...) Las historias del tipo de Batman podían incitar a los niños hacia las fantasías homosexuales, de una forma de la que serían inconscientes”. Si este Wertham viviera diría que Mickey Mouse es gay. Qué se puede esperar de un país que tiene a Donald Trump como candidato y donde comprar un arma es más rápido que hacer una fila en Orlando. (O)



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Daniel Suárez, un multifacético deportista y escritor de la provincia de Imbabura

A pesar de su limitación física, por una luxación congénita, participó en diversas competencias de tenis de mesa. Ganó el primer lugar en el Campeonato Sudamericano de 1955 que se realizó en Colombia.



Desde la hacienda Santa Rosa, a cinco kilómetros de Otavalo, el niño Daniel Suárez Benítez caminaba con dificultad observando a los primeros pájaros del alba. No era un trayecto fácil. Él había nacido con una luxación congénita -cuando la cabeza del fémur no está en su sitio- y por eso cada paso era una prueba de determinación más que un sacrificio. Así lo entendió siempre. Era el reto que su padre Alberto le había impuesto.

Su progenitor, ingeniero civil, diputado y socialista militante, también le dijo que el deporte era la única opción para vencer dificultades. Así que probablemente le contó la historia del ajedrez, cuando un rey perdió a su hijo en una batalla y, afligido, se encerró en su castillo. No quería ver a nadie. Un día llegó un mago y le enseñó un extraño juego. Habían fichas negras y blancas. El rey, al inicio, miró con desinterés. Después se animó porque en el juego también había reyes y alfiles, peones y reinas. En una jugada era preciso sacrificar al alfil para salvar al rey. Esa era la metáfora: también el rey había perdido a su hijo, quien se sacrificó por él. Eso se lee en Malba Tahan, quien también escribió El hombre que calculaba, inspirado en ese prodigio que es Las mil y una noches, donde habitan gigantes que salen de botellas mágicas.

Daniel, guarda las fichas. Verás que el rey, la reina y los peones van a la misma caja, le aconsejó un día su padre, en su amplia y nueva casa de La Mariscal, en Quito, justo frente al sitio del poder político, para demostrarle que, al fin y al cabo, todos somos iguales. Desde la ventana, el niño Daniel, nacido en 1936, miró algo asombroso: un hombre que dominaba al público tan solo con su palabra.

Era Carlos Alberto Arroyo del Río y se encontraba en una improvisada tarima de las calles Patria y la actual Amazonas. Sin embargo, por el momento, lo suyo era el ajedrez. Su padre orgulloso lo llevaba como un niño-genio a jugar con contendores poderosos como Monseñor Manuel Andrade Reimers, quien se ideó autoparlantes para escuchar, desde el rectorado, las clases de Historia. El niño ganó la partida.

Una mañana, Daniel, de apenas siete años, fue llevado hasta San Agustín, en Ibarra, para enfrentar al cardiólogo Yépez en una partida de ajedrez. El hombre no pudo lidiar con su vanidad, y ganó al niño. Desde ese día, Daniel cambió de deporte. Mejor se dedicó a la natación, practicando en la reluciente piscina Neptuno, en Otavalo, cuando eran vacaciones.

En el colegio, debido a que no le invitaban al fútbol, le sedujo otra actividad: el ping pong, pese a tener una pierna más pequeña que la otra. Como en esa época no había el vértigo de ahora, y se jugaba a ras de mesa, pudo conseguir varios triunfos, pero el que más recuerda fue el que ganó a Alfonso Lasso Bermeo, el famoso Pancho Moreno, relator de fútbol, cuando frisaba los 14 años.

Aquel estudiante del colegio San Gabriel era constante. Las tardes practicaba una y otra vez con la evasiva pelota, usando unas monedas de cinco centavos, colocadas al filo de la mesa para tener precisión, hasta que fue invitado a participar en el Sudamericano de Medellín. Pocos daban crédito de este jugador ecuatoriano hasta que quedó vicecampeón y lo condecoraron con la medalla al Espíritu Deportivo.

Un caricaturista de la época, al mirar sus piernas, le hizo un dibujo con una frase de respeto y cariño: “Mente sana en cuerpo torcido”, como si recordara a ese otro de los pies torturados, el lasallano hermano Miguel.

Años más tarde se recibiría como médico, donde después supo que su discapacidad podía ser evitada, en la actualidad, si el niño es tratado con el pañal de Frejka, se cura de la displasia de cadera. De esos primeros años de seguir las leyes de Hipócrates recuerda un viaje a Chile, cuando escuchó la voz en vivo del poeta Pablo Neruda, y una multitud que se sacaba el sombrero para saludar a ese hombre que también escribía cartas de amor. Un retrato del vate del Canto General guarda en su casa, frente a la mesa de billar, otro de los deportes que le apasionan y que sigue activo, logrando triunfos nacionales. Allí, mientras muestra sus 12 bastones, que incluye uno con estoque y el que usa de bambú, dice que volvió al ajedrez, después de aprender la apertura inglesa, que utilizaba Bobby Fischer, cuya estrategia es retrasar la definición de los peones centrales, según lo entendió desde la época de Luis de Lucena, aunque no contó con la defensa siciliana. Pero ese es otro asunto.

Se juega como se vive, dice Francisco Maturana. Daniel Suárez Benítez entendió que el deporte, como la vida, está hecho para superar dificultades. El entrenamiento sirve para corregir errores y mejorar virtudes, por esa razón, siempre lo ha practicado. Así lo supieron los griegos cuando colocaban la rama de olivo en la cabeza de sus héroes, los deportistas. Tentado alguna vez por la política, Otavalo se privó a este hombre sencillo que pudo ser su alcalde, cuando perdió por 80 votos. Después, fue alterno del diputado socialista Enrique Ayala Mora. Su pasillo preferido es “Sendas Distintas”, que compuso Jorge Araujo Chiriboga a su esposa Carlota Jaramillo.

Está casado con Rosario Prócel, su compañera de toda la vida. Tiene tres hijos, Daniel, Iván y Anita, cinco nietos y uno poeta como él, de nombre Juan. Autor del libro Ternuras al viento, también ha compuesto letras de pasillos como “Niña otavaleña”, además participó en el largometraje “La confesión de Iñaki”, del director José Zambrano.

Este amante de las cosas sencillas dice no tener complejos, mientras acaricia su bastón de madera antigua, y exorciza al destino con su amplia sonrisa. Mientras se mira caminar despacio a este hombre, llevando a sus bastones como si fueran plumas. (I)




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Las fiestas del otro país

El mes de junio, en la serranía ecuatoriana, existe una explosión de colores. Se celebra la Fiesta del Solsticio o Hatun Puncha (Fiesta grande, en quichua), aunque en las dos últimas décadas erróneamente se las llama Inti Raymi (curiosamente como una reivindicación inca, analizada acertadamente por Josefina Vásquez Pazmiño, en su artículo ‘Si quieren ser inkas... que sean felices’).

Como en algún momento los llamados mestizos buscaron unos ‘ancestros’ en lo español -de allí la paella, el cante jondo y los toros de las Fiestas de Quito- cierta élite indígena ha difundido, y con éxito, un pasado glorioso emparentándose precisamente con quienes mataron a sus abuelos, como es el caso de los caranquis ultimados en la laguna de Yahuarcocha. De allí el nombre Lago de Sangre por los más de 20.000 muertos que tiñeron sus aguas, según refiere el cronista de raigambre indígena Guamán Poma de Ayala, cuando se descubrieron sus manuscritos después de siglos escondidos en una biblioteca de Alemania.

Como sea, esa ‘invención de la tradición’ es parte de las estrategias étnicas que los grupos tienen para reivindicarse ante el otro. De allí que proliferen los paucar raymis y hasta la Municipalidad de Otavalo promueva la Cruz Andina en su simbología como si estas tierras no tuvieran historia y los 30 años de los incas por estas tierras fueran lo único.

Me refiero al profundo desconocimiento del pasado caranqui, el señorío étnico que floreció del 1250 al 1550 y construyó más de 5.000 tolas, en una geografía que iba desde el Valle del Chota hasta Guayllabamba y cuyo eje central era y sigue siendo el maíz. Por eso resulta incomprensible que, después de tantas investigaciones, en la región de Otavalo exista una suerte de incanización de su pasado.

De hecho, la deidad de agradecimiento por las cosechas no sería el Sol inca sino, siguiendo a los caranquis, el Taita Imbabura, dios protector y dador de agua. Por eso precisamente, las vertientes, cascadas, lagunas, son parte de esa simbología.

En fin, se dirá que la cultura está en permanente construcción. Es así, pero no resiste cuando -como se sabe- en una visita al Cusco, unos viajeros asombrados se trajeron todas las fiestas y hasta su iconografía. Sin embargo, se ha callado que el Inti Raymi ya está declarado como patrimonio cultural de Perú así que, si vamos por esas, tenemos las de perder.

De allí que es preferible volver a la denominación de los orígenes y, de manera especial, conocer ese legado caranqui que sigue vivo. Porque otra situación que nos ocurre es mirar a la historia como una pieza de museo. ¡Los caranquis siguen vivos! Por ejemplo, en la comunidad de San Clemente, a pocos kilómetros de Ibarra y en las faldas del Imbabura, se celebra el agradecimiento a las cosechas cada 28 de junio.

Lo otro está en el legado de la hacienda. Aún hoy, el único día que los indígenas del sector de Zuleta pueden acceder a este sitio, construido por los jesuitas en la época colonial, es el 21 de junio para las respectivas loas.

Como todo, las fiestas muestran al país agrario que no es muy comprendido por las llamadas metrópolis. Es como si no existiera. (O)

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Crónicas urgentes para WhatsApp

Pertenezco a la generación que enviaba cartas de amor perfumadas a través del Atlántico para que después de tres semanas, aproximadamente, llegara la respuesta. Además, nada mejor que elegir una postal, cuando estaba de viaje, y comprobar que arribaba antes. Sentí la emoción de enviar un telegrama y escuché, en la estación del tren, cómo el telegrafista manipulaba la máquina.

Eran otros tiempos, aunque debo aclarar que nací un mes después de que Alfonso Espinosa de los Monteros iniciaba sus periplos por la televisión ecuatoriana, allá por 1967, cuando el hombre ni siquiera había llegado a la Luna y yo aún no había leído a Julio Verne.

Eso decían porque, por decisión paterna, en casa no tuvimos la ‘caja boba’, pero sí tuve el privilegio de escuchar el invento del olvidado Nikola Tesla, especialmente la radionovela de Chucho el ‘Roto” y su infaltable amigo la ‘Changa’ (creo que lloré cuando lo mataron).

Como no tengo Facebook personal ni tampoco Twitter (peor eso que llamaban Hi 5) creo tener la condición aún de sorprenderme ante las nuevas tecnologías. Además, hace un mes abandoné el todoterreno y fiel Nokia y entré directo al iPhone 6 (un amigo, bromeando, dice que es como tener un día un carro Andino y al otro un Ferrari). Todo esto viene a cuento porque así de sopetón acabo de descubrir ‘wasá’, como lo digo. Como especulan que muy pronto olvidaremos el chismorreo de Facebook y los insultos en Twitter, vamos por partes:

 ‘WhatsApp’ es un juego de palabras entre la frase en inglés ‘What’s up?’ utilizada en el lenguaje coloquial a modo de saludo (‘¿Qué tal?’ o ‘¿Cómo va?’) y el diminutivo app de la palabra inglesa application (’aplicación’, utilizada en este caso como programa informático para teléfonos móviles). El nombre completo de esta aplicación es WhatsApp Messenger.

¿Y el periodismo, dónde queda? Se me ocurrió la peregrina idea de escribir un libro, pequeño obviamente, sobre crónicas para este medio. Como ya tengo experiencia en mi antiguo Nokia, de pocos caracteres, de fatigar tres libros de micropoemas, en cinco años, parece que no será difícil. Al fin y al cabo hay que condensar en dos párrafos y rematar, como recordaba Julio Cortázar, con un buen ‘nocaut’ porque bien se sabe que la novela se gana por asaltos. Pues aquí va la primera, en clave de grafiti y aún sin título, porque eso sí es una ciencia:

En las tablas el grupo de teatro muestra una escena: la cándida Eréndira se evapora en un toldo de circo mientras su abuela “que parecía una hermosa ballena blanca” cuenta cuántos hombres le faltan para pagar sus deudas. Bogotá vive su semana de teatro y afuera los cafés de la zona rosa están en su apogeo.

Cerca al teatro alguien ha colocado lo que podría ser un decálogo para los actores. El texto es recogido por Francisco Theodosiadis, que sigue añorando a su Colombia desde Montreal: Drama: / Tener dónde / tener con qué / no tener con quién. Comedia: / tener con qué / tener con quién / no tener dónde. Tragedia: / tener dónde / tener con quién y no tener con qué… Continuará. (O)

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En la memoria de los imbabureños perdura el sabor de las carnes coloradas






Este plato se lo sirve en una fuente, con mote pelado y una empanada con relleno de mejido de maqueño. El sabor dulce del relleno contrasta perfectamente con el de la sal de la carne.




Ocho largos días de camino necesitaba Rafael Unda Proaño para llegar y volver de Íntag, zona occidental del cantón Cotacachi, en el primer cuarto del siglo XX. Este  bosque húmedo tropical, parecía recién creado por los dioses, porque los hombres y mujeres que migraron, llevados por una promesa de prosperidad, tuvieron al inicio que llagarse las manos para desbrozar el monte. Plantaron cañaverales y, con el tiempo, improvisaron rústicos trapiches. Unda adquiría las panelas envueltas en hojas para dejarlas en consignación en Otavalo.

Mientras este arriero retornaba a su tierra de Cotacachi era arrullado por miles de pájaros, que se escondían entre la floresta. En medio de riachuelos, existía el temor a los árboles de caracho, tan malignos que laceraban hasta con su sombra, pero habían también orquídeas que crecían entre enormes helechos perdidos en la niebla.

Unda tenía dos pensamientos: abrazar a su mujer y, además, sentarse a la mesa con un potaje que era un milagro: unas carnes rojas ahumadas con anterioridad, hechas cecinas, y puestas al carbón, acompañadas con las mismas yucas que él traía y el aromático café, plantado por los colonos de la ceja de montaña.

Esta creación de Esther Moreno de Unda para su marido, aunque en esa época no lo sabía, pasó a llamarse “Carnes coloradas de Cotacachi”. Eso sí lo supieron los clientes quienes, años después, seducidos por este prodigio llegaban hasta la pequeña fonda que Doña Esther, como ya la llamaban, servía este platillo junto con la chicha de jora, que es parte de un largo proceso de fermentación que inicia cuando se tapa al maíz amarillo con hojas de higuerilla.

Atrás quedó el tiempo en que Don Rafael iba a Íntag porque ahora estaba más ocupado en llenar los pondos de chicha de jora, atender a los clientes e incluso, en la época de fiestas,  anunciar a los músicos populares quienes, con sus guitarras y requintos, acudían hasta el lugar, que se había convertido en un sitio ineludible para todos quienes llegaban a esta población.

Santa Ana de Cotacachi sufrió la devastación del terremoto de 1868 y por eso tenía la leyenda del Cuy de Oro, cuando Antonio Cushcagua se hizo amigo del animalillo y evitó que el pueblo fuera levantado en otro sitio.

Curiosamente, Cotacachi inició su prosperidad durante la Segunda Guerra Mundial. Ocurrió que los aliados, quienes no podían acceder a los talleres de Europa central por la ocupación nazi, pusieron sus ojos en otras latitudes. Fue así que Cotacachi, donde se realizaban actividades del cuero al igual que Ambato, fue elegida como centro para elaborar las miles de miles de cartucheras que los soldados del frente necesitaban para colocar las balas que, al fin y al cabo, terminarían con la osadía de Adolf Hitler.

Cotacachi estaba en el auge de productos del cuero y la familia Unda Moreno ya tenía cinco hijos. Sin embargo, había una niña que –como si se tratara del personaje de Tita en el libro Como agua para chocolate, de Laura Esquivel- miraba todo lo concerniente con la preparación de las carnes coloradas y quería conocer sus íntimos secretos, celosamente guardados por su madre. Era Laura, una pequeña de ojos vivaces, semblante sereno y manos que se habían adaptado al repulgado de las empanadas.

Pero esas manos también bordaban y cosían los trajes relucientes de sus muñecas que, en esa época, no tenían nombre. No fue mucho tiempo que dejó esos juegos infantiles cuando, a los 13 años, su padre falleció, pasando –casi como olvidándose de que aún era niña- al trato con las ollas y bateas, donde reposaba la carne de cerdo, para después ir a las enormes pailas de bronce, algunas de 73 centímetros.

Por este motivo, debido a sus responsabilidades con su hogar, tuvo que abandonar los estudios en el colegio Luis Ulpiano de la Torre y, casi sin saberlo, su carácter se hizo fuerte, aunque escondía una generosidad sin límites. Pero ella también fue flechada por el espíritu travieso de Cupido, cuando tenía 23 años y sonaban insistentes los acordes de la agrupación Rumba Habana.

Un día, mientras se encontraba en un paseo por la laguna de Cuicocha, conoció a un hombre a quien solicitó –un momento- le permitiera mirarse en un espejo del auto. Cupido lanzó sus flechas. Al poco tiempo se casaron pero, como si los dioses pusieran tragedias a los mortales, su marido Carlos Virgilio González falleció en un accidente automovilístico, dejando a esta muchacha de ocho meses de embarazo y con las ilusiones rotas de los amores irrepetibles.

La niña que nació, sin embargo, otra vez movería su mundo: le puso de nombre Cinthia, y ella seguiría el legado de sus mayores. Son mujeres luchadoras que guardan la memoria de la tradición, porque en la gastronomía también vive un pueblo. Por eso nos recuerdan al poema Información Confidencial de Gabriela Sotomayor: Siempre dejo la escoba / en un lugar visible / para que cada vez que la vea / recuerde / que puedo volar.

Fueron largos años frente a las fogones de leña preservando una identidad de saberes, entre el achiote (bixa orellana), presente desde la época prehispánica y que también sirve para que los tsáchilas pinten sus cabelleras, al cerdo, traído por los españoles, hasta la salsa de queso, sin olvidar la chicha de jora, el legado de los caranquis, los Señores del Maíz.

¿Cuál es la receta? Está hecha sobre la base de “ajos y carajos” y tres pastillas de “no me olvides”, porque acá el que no cae resbala, dice Doña Laura, mientras sonríe a sus 71 años, porque sabe que también están sus aportes.

De manera especial, haber enlazado el turismo de Cotacachi hasta convertirlo en una simbiosis de primero visitar los almacenes de artículos de cuero y después acudir hasta esa delicia que su madre preparaba al marido quien llegaba tras ocho días de penurias, en camino de mulas.

¿Podemos visitar el lugar donde se hacen las carnes coloradas? Pregunta el cronista. Su eterna empleada, Tránsito, con camisa bordada, dice que es la primera ocasión que un desconocido irrumpe en la tierra de la lumbre. Nos relata que Doña Laura comparte su ventura con sus empleados de toda la vida. Ese parece ser el secreto.

De pronto, una escena surge: hay dos fogones con enormes pailas, donde la carne bulle con fuego de leña de eucalipto; atrás, dos bateas donde parece macerarse, si se puede utilizar el término, esta delicia que en quichua se llama puca-aicha; en una suerte de artesa reposan los plátanos, que se convertirán en el condumio de las empanadas, fritas en una cocina de hierro elaborado por Mecánica Aguirre, de Otavalo, la misma que está conectada a un ducto para el agua caliente. Mientras, con una paleta enorme de madera se mueven las carnes coloradas, el cronista no atina a preguntar nada más subyugado por el aroma de la estancia.

Después de todo, cuando termina la Fiesta de la Jora aún es posible degustar esta delicia, porque guarda el mismo aroma del día en que una esposa esperaba a su compañero quien llegaba atravesando la niebla de Íntag. (I)


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El minotauro en su laberinto

En el mito, el minotauro —mitad hombre mitad toro— permanece encerrado en su laberinto, construido por Dédalo. ¿Qué piensa en esas largas horas? Espera a su verdugo, Teseo, pero no lo sabe. Está obligado al sacrificio y a pagar culpas de sus ancestros (la terrible condición de los amores de fuego). Con estos elementos, el artista Diego Sierra crea su nueva exposición: Hierro de minotauro, en técnica de tinta china que desdobla, tal es la palabra, estas ancestrales simbologías para contarnos en un lenguaje contemporáneo.

El poema de Borges lo dice: “No habrá nunca una puerta. Estás adentro/ y el alcázar abarca el universo/ y no tiene ni anverso ni reverso/ ni extremo muro ni secreto centro”. En cambio, en ‘La Casa de Asterion’ proclama: “Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales” (El Alep, 1949: http://goo.gl/B47pLZ).
Hay un profundo sentido de esta visión con el laberinto. Tengo a mano el libro El poder mágico de los laberintos, de Sig Lonegren. Pero el laberinto es más que unas hojas impresas, es la posibilidad de perderse y, ojalá, no volver a salir. Ese es el dilema.

Ahora, Diego Sierra, un artista que trabajó en máscaras (para los griegos también significaba la alegría de vivir y no solamente un fantasma), nos devuelve las reminiscencias de los orígenes. Es extraño, los escritores que vivimos en la “periferia” estamos llenos de dragones y de sagas medievales mientras que los de la diáspora, podríamos llamarla así, construyen su orbe de los recuerdos de sus perdidos pueblos. Por eso, este intuitivo artista busca las esculturas de las cornamentas de los toros, de la época minoica, de los primeros que tuvieron al toro como rito. Es curioso, la traducción de vaca en kichwa es huagra huarmi. Y está huagra huasi o la casa del toro.

La obra de Sierra, en esta etapa, tiene una plasticidad de un tercer plano, casi podrían ser esculturas. Están las cosas que siempre le han motivado: la condición humana. Su mérito está en insistir. No hay poeta menor de antología que al cabo de muchos años no nos deje una frase que lo justifique, le comento citando a la biblioteca borgiana. Y, otra vez, volvemos a charlar como si estuviéramos en el centro de Creta.
Tengo un cuento en ese sentido y con el título de Laberinto que lo comparto:
“El último latido parece quedarse en las paredes ásperas del laberinto. Un nuevo esfuerzo, pero el cansancio no parece ganar la partida. A lo lejos, se escucha un mar que es improbable que exista. Desde hace varios días no ha dejado de correr con los ojos asustados y con la certeza de lo que le espera. Tiene sudor en su frente, pero no intenta limpiarse el torso afilado.

El último recoveco aparece. Se detiene. Lo mira con un temor ancestral. Cómo te llamas, le dice al que permanece sentado, con los ojos triunfantes. Soy Teseo, dice su verdugo”. (O)

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Un mito de Esmeraldas

Después de una tragedia, parecería que las voces de los abuelos nos recuerdan dónde están nuestros orígenes. Hay que sentarse en torno a la hoguera, dejar a un lado el ruido del mundo y escuchar atentamente esos saberes que, para el caso de Esmeraldas, hablan de décimas y marimbas.

Al igual que Manabí, con sus duendes que caminan con los pies al revés, para despistar a sus perseguidores, en la ‘Provincia Verde’ también hay duendes con un nombre curioso: Riviel, que va en una canoa. Está también la famosa Tunda, que se lleva a los niños. Estos relatos orales permiten, a lo largo de los tiempos, que una sociedad se cohesione, porque se pregunta sobre su devenir y sus sueños.

La mitología es la otra historia. No la que habla de batallas ni héroes, sino la que apela a responder las preguntas clave de la condición humana que no es otra cosa que la vida y la muerte. Desde la profunda sabiduría de los abuelos de estas tierras generosas sobrevive esa memoria que ha pasado a lo largo de generaciones. Esa historia también se ha salvado de los escombros. Aquí, una de sus leyendas conocidas como la Piedra de Eufrasia.

Hace tiempo Eufrasia había olvidado las décimas que hablaban de amores contrariados. Era la época de buscar sustento para ella y también para su hijo, así que acudió, como muchos, a lavar oro a orillas del río.

Se internaron por la espesura de Playa de Oro y cuando a los varios días salieron, su pequeño tenía fiebre. Esa noche la situación empeoró. No bastaron los cuidados ni los ungüentos que le prodigaron en el pueblo. Al poco tiempo murió.

Eufrasia trató de  recordar una décima: “La muerte es para todos / de ella no hay separación / ella no halla personas / sino el que manda el Señor”.
Eran los cantos de su pueblo que decían: “Mata padre, mata obispo  / mata al que tiene corona  / mata a los santos ministros  /  y al Papa Santo de Roma”.

Pero la mujer no hallaba consuelo. Entonces llegaron las cantoras para el ritual de los ‘alabaos’, propios de los velatorios.

“Qué triste que está la casa  / y el puesto donde dormía / los gallos que menudeaban  / y yo que me despedía”.

Al día siguiente era el entierro. Todos se dirigían con tristeza hacia el camposanto. Sin embargo,  Eufrasia se detuvo fuera de sí. Levantó los brazos y exclamó al cielo: ¡Como era tuyo, te lo llevaste!

Tras su quejido se produjo un temblor de tierra. Los árboles se movían airosos, los pájaros aleteaban sin rumbo, el río levantaba sus aguas, los animales del monte huían despavoridos y la gente se abrazaba. El temblor no duró mucho. Después prosiguieron hasta el mínimo cementerio y encontraron abierta la sepultura. Allí depositaron el cuerpo del niño.

Cuando al poco tiempo los hombres y mujeres salieron a sus labores encontraron que el río había cambiado de cauce. En donde antes se encontraban unos platanales estaba una enorme piedra llegada desde el monte. Todos estuvieron de acuerdo en llamarla la Piedra de Eufrasia. La roca es enorme y aunque algunos han intentado subir a la cima no han podido. Las abuelas dicen que allí fue colocada por quien manda a la muerte, que no distingue ni el rostro. (O)


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Un gigante en 125 palabras

La narrativa, en esta época de vértigo, apela a la brevedad. En este tiempo de 150 caracteres o de Twitter, curiosamente, adoptamos una manera de escribir más anglosajona, lejos de cierto barroco que nos es propicio. Está el cuento famoso de Augusto Monterroso titulado El Dinosaurio: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.

Como siempre, no hay nada nuevo bajo el Sol. Esta disputa ya estaba presente en el mundo antiguo y ha moldeado a Occidente, desde hace 2.500 años. Así como no hay que unirse a los filisteos, siempre es preciso volver a los griegos. El libro El camino de los griegos, de Edith Hamilton, explica las diferencias que podemos encontrar entre el mundo judeo-cristiano y los helenos. El ejemplo es adecuado porque las dos visiones representan la misma idea.

En el Sermón de la Montaña podemos leer: “Pedid, y se os dará, buscad y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque cualquiera que pide, recibe; y el que busca, halla. Y al que llama se le abrirá”. Ahora veamos cómo expresa Esquilo el mismo pensamiento: “Los hombres buscan a Dios y buscándolo lo encuentran”.

Dice Hamilton: “No se añade una sola palabra. El poeta consideró que esta afirmación, tal como está, era adecuada para la idea, y no sintió ningún deseo de elaborarla ni adornarla”. Julio César fue preciso al dirigirse al Senado romano tras la Batalla de Zela: “Vine, vi, vencí”.

En este sentido, también con esta influencia, está esta frase de Séneca: “Para bien obrar, el que da debe olvidarlo luego y el que recibe, nunca”. Hasta las comas son precisas. Miguel de Cervantes lo decía así: “¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecérselo a otro que al mismo cielo!”.

Estas reflexiones vienen al caso porque, hace tiempos, inicié un proyecto de microleyendas de Ecuador. Obviamente, la tarea es ardua, porque es más difícil escribir un relato mínimo que largarse, tal es la palabra, con descripciones y ripio. Solo he avanzado una, que se llama ‘El gigante y las lagunas’, de Imbabura. Refiere a un mito cosmogónico de los caranquis, señorío étnico que construyó 5.000 tolas y cuyo centro de poder probablemente era el sector de Angochagua, donde hay cerca de 150 tolas, dentro de la hacienda Zuleta.

Junto con los amoríos de las montañas Imbabura y Cotacachi es parte de su génesis, palabra que tiene origen griego. Sin más, la comparto en 125 palabras.

Hace mucho tiempo, antes de la llegada de los hijos del Sol, vivía un gigante. Era tan enorme como su orgullo. Decidió recorrer las lagunas tras su profundidad. Metió su enorme pie en Yahuarcocha, que se llamaba Cochicaranqui, y rió mucho: sus aguas únicamente le llegaban a los talones.

Después fue al Imbacocha o lago San Pablo. Sus carcajadas retumbaron en el aire porque apenas se mojó las piernas.

-Son simples charcos, se dijo, y se recostó en una colina.

Un día, llegó hasta un ojo de agua. Se oyó un grito mientras un remolino lo envolvía. Trató de asirse al Taita Imbabura y fue tanta su fuerza que dejó una inmensa grieta. El gigante nunca supo que la escondida laguna se llamaba el Cunrro. (O)

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