miércoles, 21 de enero de 2015

La puerca envidia...



Dicen que una ocasión dos personas encontraron dos enormes tanques. El uno estaba cerrado. ¿Qué es lo que guardan? Dijo uno. Son cangrejos japoneses, dijo el otro, y está cerrado porque todos quieren salir a trabajar. A un lado, estaba un tanque abierto. ¿Quiénes están ahí? Dijo el curioso. Está lleno de cangrejos ecuatorianos, afirmó el otro. ¿Por qué está sin cuidado? No hay peligro, replicó, nunca se escapan, porque al cangrejo que está saliendo los otros le jalan las patas. Esta es una trágica metáfora aplicable a algunos congéneres.

Los que saben de estos temas dicen que los envidiosos son mediocres porque se preocupan más del prójimo que de su propia labor. Eso de mirar la viga en ojo ajeno, que nos dicen los libros sabios, es un acierto. La otra máxima está en el perro del hortelano, que no come ni deja comer.

Por estos lares, cada círculo que se conoce es altamente proclive a la envidia. El estratega deportivo Francisco Maturana dejó una sentencia: “En Ecuador, el mejor deporte es dispararle al que está al frente”. Esto tiene un sentido: es preferible, literalmente, embarrar al prójimo que mirar sus propios errores. Napoleón Bonaparte dijo: “La envidia es una declaración de inferioridad”. Otro que se preocupó de estos asuntos fue Arthur Schopenhauer: “La envidia en los hombres muestra cuán desdichados se sienten, y su constante atención a lo que hacen o dejan de hacer los demás, muestra cuánto se aburren”.

De los gremios -si se puede llamar así- quienes más envidia sienten, al parecer, son los pintores. Acaso porque no entienden que cada cual es un mundo y que las influencias -siempre beneficiosas- están presentes en el arte. Menos en los músicos, que son gente más simpática que, al fin de cuentas, debe tocar en grupo. En los escritores existen envidias escondidas, pero es de mal gusto criticar textos que a veces ya ni vienen a la memoria. Un proverbio árabe nos dice: “Castiga a los que tienen envidia haciéndoles bien”. El maestro Miguel de Unamuno advertía: “La envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual”. Víctor Hugo señala: “¿Qué es un envidioso? Un ingrato que detesta la luz que le alumbra y le calienta”. “La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come”, escribió Francisco de Quevedo, para recordarnos que los envidiosos, por lo general, están comiendo su propia ponzoña.

Al parecer, el envidioso más contumaz es aquel que combina con la hipocresía. Hay que verlos hablar mal del anfitrión y después lanzar una sonrisa. En la historia hay prototipos de envidiosos, el más destacado es Caín, sin embargo también esconde otra historia, que no involucra a Abel. El dios de los hebreos prefiere más al cazador y pastor -que ofrece sacrificios de sangre, en este caso Abel- que al agricultor que es Caín (es una antigua y última venganza del nómada contra el sedentario, en este caso del relato bíblico que deja en entredicho a Caín). Así que hasta los dioses tienen envidia.

domingo, 18 de enero de 2015

Caranquis, señores de las tolas



¿Por qué, en la actual provincia de Imbabura y el norte de Pichincha, se construyeron 5.000 tolas? ¿Quiénes eran esos hombres y mujeres que eligieron los valles templados para sembrar maíz? ¿Por qué adoraban a los montes, como el Taita Imbabura, y -como sucede en la actualidad- reverenciaban a las lagunas y las cascadas? ¿Qué les motivó a comerciar entre hermanos y preferir la redistribución de los recursos antes de crear un imperio? ¿Quiénes fueron estos hombres y mujeres que resistieron la expansión incásica, la fuerza más organizada del mundo andino, durante casi dos décadas, hasta perecer en Yahuarcocha?

Estas preguntas tienen una clave: los caranquis, uno de los señoríos étnicos del norte de Ecuador, tuvieron la sabiduría de controlar los diversos pisos ecológicos -conocidos como microverticalidad- por medio de una infraestructura agrícola de canales, camellones y terrazas.

La distribución y ubicación de sitios de montículos está íntimamente relacionada con el control de los pisos ecológicos y las grandes obras de infraestructura agrícola, nos dice uno de los ensayos de este libro. A cada piso ecológico le corresponde un sistema de producción; el páramo, a 3.600 msnm, está destinado para la cacería y recolección de paja; a 3.000 msnm se encuentran las sementeras de papas, oca, melloco y quinua; los valles templados de 2.000 a 3.000 msnm están destinados al cultivo intensivo de maíz, además de zambo, fréjol y chocho, por lo que podemos decir que los caranquis, los señores de las tolas, son también los hijos del maíz; debajo de los 2.000 msnm y en las cuencas de los grandes ríos, además del intercambio intrarregional, está el algodón, ají y coca, por lo demás exclusiva de los yachacs o sabios andinos.

¿Para qué nos sirve esta información? Precisamente para conocer que los caranquis entendieron la profunda relación entre su medio ambiente y esto podría darnos la clave para nuestro actual desarrollo, puesto que -como no es de otra manera- seguimos habitando esta geografía intensa y maravillosa, ahora extendidos a las provincias de Sucumbíos, Esmeraldas y Carchi, además de Pichincha e Imbabura, lo que actualmente conforma la Zona I.

Pero el otro punto clave está en el conflictivo tema de la identidad: la verdadera historia debería ser contada por los perdedores, nos sugiere Albert Camus. Y eso precisamente fue lo que ocurrió con los caranquis, casi exterminados por los incas y después por la conquista española. Su actual pueblo, como todos, aún anda buscando sus rastros. Esto porque la historia de Ibarra, lamentablemente, inicia desde su fundación en 1606, cuando los caranquis estaban presentes desde el 500 de nuestra era.

Por eso, ojalá algún día podamos encontrar en las enseñanzas de los constructores de tolas uno de nuestros destinos como pueblo, mientras el tutelar monte Imbabura continúa mirando estas tierras, desde su penacho de nubes.


http://www.telegrafo.com.ec/opinion/columnistas/item/caranquis-senores-de-las-tolas.html



sábado, 10 de enero de 2015

Nasreddin, el humor islámico



Con lo acontecido -lamentable y condenable, por cierto- en la masacre de los caricaturistas franceses de la revista Charlie Hebdo a manos de fanáticos musulmanes, Occidente tiende a condenar a toda una cultura. El islamismo, judaísmo y cristianismo, religiones nacidas en el desierto, tienen, como el mundo, múltiples vertientes.

No es lo mismo, por ejemplo, un combatiente de Isis, un ultraortodoxo judío, un cura pederasta, que Malala Yousafzai, la joven Premio Nobel de la Paz; el músico hebreo Idan Raichel, que promueve un diálogo intercultural; o el cura José Maeso, quien trabaja en Esmeraldas con pandillas y ha creado un circo social.

Sin embargo, aún pensamos que los musulmanes son únicamente quienes llevan dinamita en sus mochilas.

Frecuentemente olvidamos que, gracias a los árabes y su vasta cultura, aquellos que se asentaron en los califatos al sur de España, el mundo griego -merced a sus traducciones- pudo volver con un vigor tal que sustentaron lo que sería el Renacimiento europeo.

La herencia mora, por supuesto, también llegó a América (basta ver el artesonado mudéjar de nuestras iglesias o la palabra aljibe). Hay un libro memorable: El último de los abencerrajes, del vizconde de Chateaubriand, que narra los últimos momentos antes de que fueran expulsados, justo el año en que Colón se encontraba con América.

El mundo islámico también ha tenido sus propios Quijotes, uno de ellos es Nasreddin, quien al igual que Diógenes el cínico, se lo asocia con la despreocupación y buscando, subido en un asno, la verdad con una lámpara y en pleno día.

Nasreddin es un Mulá (maestro) que protagoniza una larga serie de historias-aventuras-cuentos-anécdotas, representando distintos papeles: agricultor, padre, juez, comerciante, sabio, maestro o tonto, nos dice la web.

Es un humor de contrasentidos y aparentes absurdos. “Sus enseñanzas, que han sido y son utilizadas por los maestros del sufismo, van desde la explicación de fenómenos científicos y naturales, de una manera más fácilmente comprensible, a la ilustración de asuntos morales”. Nada mejor, entonces, que compartir dos de sus fábulas, contadas por Idries Shah:

Un ladrón entró en la casa de Nasreddin y se llevó casi todas las pertenencias del Mulá a su propia casa. Nasreddin había estado observando todo desde la calle.

Después de unos minutos tomó una manta y lo siguió. Una vez que llegó a la casa del ratero, entró, se acostó y fingió dormir.

 “¿Quién es usted y qué hace aquí?”, le preguntó el ladrón.
“Pues bien -dijo el Mulá-, nos estábamos mudando de casa, ¿no es así?”

En el cuento ‘La razón’, nos dice: El Mulá fue a ver a un hombre rico. -Deme algo de dinero. -¿Por qué habría de hacerlo? -Quiero comprar... un elefante. -Sin dinero mal puede mantener un elefante. -Yo vine -dijo Nasreddin- en busca de dinero, no de consejo.

Para terminar, diré que de las filosofías de Oriente, una de las que más llama la atención es precisamente la de los sufíes del islam. Son, por así decirlo, como los taoístas chinos, despreocupados y vagabundos.

Lamentablemente, poco se habla de esto en Occidente.



domingo, 4 de enero de 2015

Guanajuato y el otro México




Afuera del museo de las momias de Guanajuato se expenden dulces, son representaciones –tan propias de los mexicanos- de una ritualidad con la muerte (recordemos a las calaveras de José Guadalupe Posada). 
.
Las momias azucaradas compiten con una fila de dos cuadras para mirar a estos cuerpos, en verdad, deshidratados que cumplen el extraño propósito loable de objetos turísticos, desde que el Santo los incluyó en una película.
.
El guía explica varias teorías para esta conservación de los cadáveres: clima, minerales y hasta el agua de esta población que tiene intrincados túneles y casas de colores que suben por las colinas, y donde en un mirador está levantado un monumento al Pípila, un minero de nombre Juan José Martínez, considerado héroe por prender y llevar una antorcha, y protegiéndose con un mármol de los disparos del enemigo, allá en la nebulosa época independentista.
.
Sin embargo, después de recorrer sus plazas y sus iglesias, de intenso amarillo, o su teatro Benito Juárez (donde lo único mexicano que permitieron fueron dos leones de metal porque el resto llegó de Estados Unidos y Francia), llega la hora de las callejoneadas. Con este nombre se conoce a varios grupos de estudiantinas, vestidos a la usanza española y con panderetas y bandurrias, que llevan a los turistas por los callejones de esta ciudad declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad y sede de los famosos encuentros cervantinos de octubre.
.
Mientras casi un centenar de viajeros entona canciones populares, la ciudad luce una magia especial, en medio de pequeños restaurantes que prodigan de esa diversidad gastronómica del país. Guanajuato es absolutamente turístico y por eso un bien preciado es la seguridad. Se precian de no tener la violencia que se vive, en todos lados, en otras partes.
.
Guanajuato, que en idioma purépecha significaría Cerro de las ranas, tiene un pasado colonial de minas y explotación, pero también –como la cercana población de Dolores Hidalgo- un legado de sublevación de la futura república. Por eso es preciso acudir al museo de la minería, cerca de la iglesia de la Valenciana o un adecuado recinto para observar los instrumentos de tortura de la época inquisitorial.
.
Pero, después de caminar por sus laberínticas callejas, está también un deslumbramiento dentro del Museo del Pueblo. Es un lienzo hiperrealista de Rocío Caballero, parte de su exposición De crimen y sin castigo, que ha incluido performances, como el realizado en Querétaro donde la artista aparece con una máscara de cerdo (notará el lector esa representación como una alusión a cierta clase política nefasta instalada en tan bello país).
.
En esta serie, que trae a colación al libro del escritor ruso Dostoievski, hay un cuadro que destaca. Es un hombre, un empresario acaso, que fuma su cigarro despreocupado ante una carnicería de cuerpos de animales colgados en el matadero. Hay algunas cabezas de cerdos y, como huella de artistas, unos figurines de hombres de papel diminuto. Esa mascarada, lamentablemente, también es México, más allá de las momias de Guanajuato que están tan conservadas desde el siglo XIX. Por suerte, México no está petrificado. Algo ha pasado desde la masacre en Ayotzinapa.