lunes, 26 de diciembre de 2016

El secreto del mago Baltasar

Los humanos estamos hechos de ritos, como si aún tuviéramos esa primera sensación del encuentro con el fuego (Prometeo, quien roba el elemento a Vulcano sigue eternamente condenado a ser devorado por las aves de rapiña). De fuego, más los otros elementos, estamos hechos, como decía Parménides de Elea, mientras Tales de Mileto creía que todo era agua y “está llena de dioses”.

El fuego se repite cada año. Es la época de olvidarlo todo y volver a empezar. Para nuestro país, está la quema de los monigotes y la hora de poner al mundo al revés, con las viudas llorando por el ‘viejo’, antes del testamento. ¿Qué nos hace repetir estos rituales en esta época hiperconectada, que incluye la Navidad?

Al parecer, seguimos siendo esencialmente los mismos, a despecho de Heráclito. En lugar de piedras, los hijos de los monos, ahora destruimos ciudades con drones. En vez de ocultarnos en las cavernas nos alejamos del mundo con un clic del último celular. Y, claro, no sabemos lidiar con el hecho de estar vivos.

Vamos a los centros comerciales -esas catedrales de la postmodernidad- para mirar a papanoeles que se ríen con carcajadas anglosajonas: ho, ho, ho, en lugar de ja, ja, ja.

En los humildes pesebres de Alepo siguen naciendo los niños de la guerra, pero no hay reyes magos con oro, incienso y mirra, buscando la estrella de Oriente. Condenados a los telediarios, nos imaginamos la nieve que no hemos sentido nunca y aún creemos que los regalos nos traerán la ventura de mejores días. Pero allí también está esa antigua presencia juedocristiana del Mesías, tan duramente criticada por Nietzsche. Pero qué importan, porque cantan los niños como si fueran ángeles. Acaso, ellos nos salvan.

Y está el sabor de la miel en los humildes buñuelos. Y está la alegría de las luces en los parques de los pequeños pueblos, frente a las avenidas de las ciudades imponentes. Y viven los villancicos con sus burritos sabaneros y los dulces jesusmíos, que tienen unas letras que no resiste eso de “Pero mira cómo beben los peces en el río”. ¿Quién entiende esa canción? Y están los chigualos manabas: “Niñito bonito  / Me voy de tu lado / A Santo Domingo / de los Colorados”. O aquellos de Segundo Cueva Celi, como “Ya viene el niñito” o el famoso “Entre paja y el heno”… Sin olvidar a Margarita Laso, pero también a los arrullos.

En esta época es como si nos forzáramos a ser niños. Ojalá fuéramos siempre y no esos zombis dispuestos a calcular el valor de un pavo (cuestión de prestigio, envuelto en ciruelas). Curiosamente, la idea del pesebre está atribuida al amigo de los pájaros, San Francisco de Asís, en el siglo XII, justo cuando se disputaba el verdadero sentido de la Iglesia original, si se estaba a favor de los ricos o de los pobres, tal como había predicado el hombre que caminó por las aguas.


Estas fechas traen un hecho extraño: creer en la ilusión de que seremos mejores el 1 de enero. Seremos en esencia lo que somos, aunque nos llenemos de cábalas y enterremos nuestras miserias junto a las cenizas del monigote. Somos, en definitiva, unos humanos asustados en torno al fuego, mirando a una estrella. (O)

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Los diablos de San Juan Calle

Las ciudades, además de sus sitios emblemáticos del poder como las plazas o monumentos, tienen sus no lugares, sitios de la bohemia, de los bajos fondos -después convertidos en atractivos turísticos como La Ronda- o de historias truncadas, como el Puente Roto, de Cuenca, o Las Peñas, en Guayaquil.

Aunque en sus momento fueron olvidados después, merced a los imaginarios desde sus orígenes, se convierten en lugares para el turismo. Tal es el caso de San Juan Calle, en Ibarra, donde hasta hace poco aún existían las últimas casas que resistieron al terremoto de 1868. Aquí su historia.

En quichua se escribe: Yacu calle, que significa Calle del agua; así, San Juan Calle es una designación del español, pero desde la cosmovisión indígena. Esto sucede porque en el lugar existía una antigua pacarina, es decir un lugar sagrado vinculado con el agua. Este sitio de adoración, que era una vertiente, fue sustituido rápidamente en la época colonial por emblemas católicos, una estrategia de los curas doctrineros para afianzar a los nuevos dioses. En la actualidad, con el cambio de nombres, esta tradicional calle se llama Juan Montalvo, que recuerda al escritor polemista de finales del XIX, autor de obras esenciales como Siete tratados o El Cosmopolita, precursor del ensayo modernista en Hispanoamérica.

Martha Leonor de la Torre refiere que el antiguo nombre se debe a que, desde El Tejar, bajaban bailando los sanjuanes, en las fiestas del solsticio, pero también porque los devotos de San Juan llevaban al santo hasta la iglesia de Santo Domingo, en medio de cantos y rezos. Eran los extramuros de la urbe.

En la esquina de esta emblemática calle está la Cruz Verde. Hay varias versiones de estos símbolos cristianos, durante la época colonial. En Canarias le atribuyen a la presencia divina en un pino, mientras hay registros de Lima durante el siglo XVIII, recogidos por René Millar Carvacho, donde una Cruz Verde antecedía los oficios de la Inquisición contra la expiación de culpas de los herejes.

Para el caso de Ibarra, se cuenta que en el antiguo barrio de San Roque habitaban dos beatas, Micaela y Luz Morán. Al regresar, casi al anochecer, de rezar el rosario se les aparecieron animales infernales. Fueron ellas quienes confeccionaron una rústica cruz. Cuando los ibarreños sobrevivientes del terremoto de 1868 retornaron a reconstruir la ciudad alzaron una cruz de piedra, trabajada por Manuel Carlosama, de las canteras de Cutzintzi. Pero en la época liberal, se destruyó. La actual está hecha de cemento.

Amílcar Tapia Tamayo, citando al corregidor de Ibarra Lucas de la Fuente, en 1767, comenta que de las tres cruces, una en el sector de Los Molinos otra en Ajaví, la que más veneración tenía era la llamada Cruz Verde de la vera del camino. Así, los devotos durante la Semana Santa hacían una fiesta solemne en la ermita con quema de chamarasca y música de pífanos.


Pero San Juan Calle también es el lugar donde aún se cuentan las mitologías, como la procesión de ultratumba y su diablo que pasó a llamarse la Caja Ronca, que asustaba a los ibarreños del ayer. (O)

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Quito: ciudad del deseo

En el laberíntico texto de Ítalo Calvino, Las ciudades invisibles, se lee que en Despina, la ciudad del deseo, este aparece según se llega por tierra o por mar. En Ottavia, en cambio, la angustia existencial es su motor; mientras que en Adelma, el viajero reconoce el rostro de sus muertos en las caras de los habitantes.

La tesis de Calvino es que todas las ciudades, las existidas y por existir, se pueden imaginar una vez que se conocen sus reglas primordiales. El tiempo pierde así su primacía y se desvanece completamente en el espacio de la conciencia. Las ciudades imaginarias son el lugar de la experiencia simbólica, comparten el vínculo con el absoluto de la poesía, para recordar a Cortázar.

Quito también es una ciudad del deseo. Como todas, está construida desde la literatura, desde esa Quiteida, del poeta Remigio Romero y Cordero, pasando por el Nuaycielo comuel dekito, de Huilo Ruales Hualca, hasta los grafiti de los noventa: “Ciudad, pobre sirena/no caeré en tu océano”. Pero era precisamente ese asfalto impersonal el que empuja a escribir: “Ciudad amansadora: déjanos en paz” o “Quito: un panteón entre montañas”. Y estaban también las huidas a otros continentes, allende el mar: “Ciudad: entre el charco y la despedida”. Por eso, entre el frío que se cuela hasta en el aerosol era posible encontrar: “Quito: ¿un manicomio?/¿un asilo?” O el recordado: Quitemoloquitodeencima.

La evocada ciudad nos recuerda a Calvino: “Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad”. Atrás quedaron las cúpulas de Santo Domingo, la soledad de un domingo por la tarde, la pasmosa subida por la calle del Suspiro, los artesonados donde hombres de hierro juraron una lealtad que no verían nunca, el olor de la noche después de la lluvia, los faroles intentando acurrucarse, los perros de la calle (también los Perros Callejeros), las flores creciendo en el asfalto, antes de salir de ese antro que era el Seseribó, con los clientes en los cuadros de Stornaiolo. Y, claro, esa ciudad mentirosa de los centros comerciales, pero también de las últimas tiendas, más arriba donde el indio Cantuña engañó al diablo. Esa ciudad que olía a paella remedada y el esplendor de la iglesia de la Compañía, construida de oro, probablemente con las manos de los esclavos negros de las plantaciones del Valle del Chota.

Y, obvio, la Virgen de El Panecillo, cuyo génesis serían los bailes indios que miró Bernardo de Legarda. Sin olvidar las comarcas que esta ciudad serpiente engulló sin prisa: Guápulo, o los músicos de arriba en Santa Clara de San Millán, y antes los que expulsó en ese teatro colonial que originó la iglesia del Robo. O su mitología que nos habla de Quitumbe, mucho tiempo antes que los incas llegaran buscando al Sol, y después cuando el iletrado Sebastián de Benalcázar (hijo de la torre), huido por matar a una mula, se cambiara el apellido de Moyano, como si al hacerlo dejara su esencia de porquerizo. Pero también el rutilante español, porque no solo fue la espada y las cadenas, para nombrar a Olmedo. Hay muchos Quitos, hoy he perdido a uno. (O)



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Tras las huellas del duende

Existe, como parte de la mitología de Ecuador, un sinnúmero de seres fantásticos. En cada región están los duendes, con sus claras diferencias. Por ejemplo, en Esmeraldas se llama Riviel, que va en una canoa; en Manabí, cerca de la isla Corazón, está un duende con patas al revés (para despistar a quienes lo buscan), más al sur, se encuentra el Tintín, con un enorme falo, que evoca los tiempos prehispánicos y los ritos de fertilidad.

Un trabajo interesante es el de Rosa Cecilia Ramírez que nos habla de la parte norte de Ecuador, en su libro Memorias de Mira, que sirve de base para este artículo. Dice que los duendes del Carchi son melódicos y enamoradizos: les encanta la música y son bailarines. Por eso viven cerca de las cascadas, donde permanecen en sus mágicas celebraciones hasta que un desprevenido los alcanza a mirar. Mas, viven en sitios inaccesibles y que son, según los abuelos, ‘pesados’, es decir que tienen una densidad extraña que pone la carne de gallina. Cuando alguien los ve, no pasa nada. Pero cuando un duende o una duenda mira primero, inmediatamente la persona queda ‘enduendada’.

Por este motivo, acuden a sus llamados en lo que se denomina las malas horas: seis y doce, de la mañana, tarde y noche. Aparentemente, son atraídos por la maravillosa música que entonan y los duendes -como en todo el mundo- son traviesos. Les colman de obsequios y de pasteles, pero cuando el ‘enduendado’ llega feliz a su casa, las tortas son en realidad majada de ganado, aunque el encantado siga insistiendo lo contrario.

A diferencia de los duendes de características indígenas, como el chuzalongo, que vive en la Sierra centro-norte y que es un tanto sátiro, los duendes de la zona de Mira son más bien juguetones. Su rostro no tiene verrugas y son hermosos. Las duendas, según dicen, tienen la cabellera larga. La música es de apariencia celestial, porque -según se comenta- los duendes son espíritus. Mejor dicho, ángeles caídos en desgracia y que tocaban en los coros celestiales. Son enemigos de los perros, a los que provocan muertes misteriosas.

Les atraen las mujeres de ojos grandes y zarcos. Tienen un sombrero de ala ancha y sus trajes son de colores brillantes. Eso sí, se desplazan a varios centímetros del suelo y cuando escuchan aullidos desaparecen. Acaso, los duendecillos que viven en el Carchi se acercan más a la mitología europea que a la andina. En la Sierra los duendes que llegaron en carabela se fusionaron con las mitologías andinas, con referencia a rituales de la tierra.

Hay varios secretos para ahuyentarlos: colgar un collar de ajo a la víctima o también amarrarla a un palo. Es preciso amarrar al perseguido con un cabestro de cuero de vaca, untado con sangre. Como a los duendes les gusta llevar a sus víctimas a las cuevas, al no encontrarla sale en su búsqueda. El infortunado tiene que aguantar la paliza, pero el duende se va enfurecido y no retorna más, creyendo que le han plantado la cita. Pero como siempre, el duende tiene la sonrisa amplia y no cabe duda de que retorna nuevamente a los caminos sinuosos. (O)



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Tiko Tiko y los acróbatas

Nada más enterarme de la valiente decisión de Tiko Tiko de aparecer sin maquillaje para postularse a la Asamblea pensé inmediatamente en la máscara de Santo, que siempre estaba en disputa en cada combate. Más que el horror -que a algunos parece producirles un candidato vestido de payaso- está el hecho, ese sí espeluznante, de mostrarse ante la opinión pública después de décadas de haberse ocultado ante una parte de una sociedad de mandíbulas de acero.

Pongámonos circunspectos, si es posible. Porque personalmente me desternillé de la risa al escuchar a un candidato que ofrecía lealtad, después de haber probado algunas tiendas políticas. O aquel otro que, ese sí un verdadero saltimbanqui, pasó previamente en reuniones en busca de algún ofrecimiento, hasta terminar precisamente en la esquina contraria, y no de un circo. ¿No son verdaderos acróbatas de la política? ¿No son contorsionistas o lanzallamas contra la honra ajena? Qué digo, unos maestros del ilusionismo, queriendo aparecer como salvadores de la patria y ofreciendo armar a los campesinos y con más agallas que un tragasables. Sabemos quiénes son, porque por último a Tiko Tiko, después de tanto anonimato de su rostro, no le podríamos reconocer en la calle.

Ahora, gracias a Wikipedia, me entero de que el nombre de este colombo-ecuatoriano deriva de su nombre Enrique, porque allá en las tierras del vecino país se les dice ‘ticos’ a los ‘ernesticos’. Como sea, en la década de los 80, ya instalado en el país, produjo la serie de canciones infantiles (se conoce que tiene más de 70), como ‘Sistema solar’, ‘El árbol’, ‘Aseo personal’, ‘El lápiz’… Y, claro, no hay que rasgarse mucho las vestiduras porque, en su momento, cada agrupación política ha realizado acopio de la farándula, que incluye a futbolistas. ¿No es esta sociedad producto del espectáculo, de la chismografía de la peor calaña, de una seriedad de alcantarilla?

Para entender mejor los asuntos del humor, hay que leer lo que decía Lin Yutang, que escribió La importancia de vivir cuando recién Hitler se perfilaba como canciller de Alemania y Charles Chaplin preparaba esa genialidad que es la película El Gran Dictador (aún no aparecía el discurso de Cantinflas como político: “El respeto al derecho ajeno es la paz”.).

“Enviemos a cinco o seis de los mejores humoristas del mundo a una conferencia internacional -antes de la proclamación de una guerra- y el mundo se salvará. Como el humor marcha necesariamente de la mano con el buen sentido y el espíritu razonable… y como esta es la forma más alta de la inteligencia humana, podemos estar seguros de que cada nación estará representada en la conferencia con su espíritu más cuerdo y más sano”.


Se preguntaba sobre quiénes iniciaron nuestras guerras: “Los ambiciosos, los capaces, los hábiles, los que alientan los designios, los cautos, los sagaces, los altaneros, los patriotas en exceso, los inspirados por el deseo de ‘servir’ a la humanidad, los que tienen que hacer una ‘carrera’ y esperar una estatua de bronce”. Ojalá Tiko Tiko no pierda la sonrisa en la Asamblea. (O)

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domingo, 20 de noviembre de 2016

Cartografía mítica de Ibarra

En estos días se celebra en Ibarra el II Simposio Binacional de Historia Ecuador-Colombia, en una cita convocada por la Academia Nacional de Historia de Ecuador y la Academia Nariñense de Historia, de Colombia, con el aval del Municipio de la ciudad fundada en 1606, como puerto de tierra entre el comercio de Bogotá y Quito. El encuentro, que inició ayer, se extenderá hasta el viernes, en la Casa de la Ibarreñidad.

Hay múltiples temas que van desde el pensamiento de Juan Montalvo (puesto que vivió en Ipiales), las implicaciones del terremoto de Imbabura de 1868, los intercambios humanos binacionales, historia de los pueblos indígenas de Ecuador, relaciones entre las etnias de los caranquis y pastos… en definitiva, la oportunidad de encontrar los vasos comunicantes para superar las fronteras.

El autor de estas líneas -dentro del trabajo de mitología- presenta justamente la ponencia ‘Cartografía mítica de Ibarra’, un trabajo que aborda a los seres fantásticos, situaciones inverosímiles, fronteras entre el centro y la periferia, para indagar esta parte de la historia que, desde las investigaciones de Lévy-Strauss y antes dan cuenta de la importancia del mito.

Uno de esos eventos es el relato sobre la Caja Ronca, que no es otra cosa que una construcción para varios fines, como la cohesión social, pero además los argumentos contra la avaricia y la codicia, puesto que los mitos buscan preservar el orden moral. ¿En qué parte de la ciudad se sitúa? Los hechos acontecen en la periferia, en los extramuros, para decirlo en términos antiguos.

Pero esta leyenda -con sus variantes- se localiza en casi toda la Sierra ecuatoriana, desde la vertiente de la cultura mestiza, y tenía aterrorizados a los abuelos, aún más cuando se enteraban de que uno de esos penitentes había encargado sendas veladoras verdes que después se transformaban en canillas de muerto. El recorrido del siniestro cortejo fúnebre era, para el caso de Ibarra, por el denominado Quiche Callejón, en las actuales calles Maldonado y Colón (el límite de la urbe hace medio siglo).

El sector se llamaba antiguamente el barrio de San Felipe y, antes del terremoto de 1868, que devastó la urbe, se sabe que estaba colocada una cruz, que no es otra cosa que el indicio de una probable pacarina, es decir, un sitio sagrado para la cultura prehispánica. Como se sabe, los curas doctrineros tenían como costumbre poner los símbolos cristianos -grutas o cruces- para disuadir a los antiguos habitantes de sus sitios sagrados. Como sea, la Caja Ronca también recorría el tradicional barrio de San Juan Calle, donde se encuentra el actual cementerio y donde el actual barrio El Carmen es el sitio en el que se expenden ataúdes y, además, existen dos amplios salones de velaciones.


Todo lo que sucedía fuera del perímetro de la urbe, es decir hasta la calle Colón, se convertía enseguida en extramuro, como si con esta idea se mencionara un ámbito insano, precisamente donde residía parte de los seres fantásticos de la cultura prehispánica, alejada del centro donde vivía la Viuda o la Vergonzante del Pretil. 

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La Ciudad de los Muertos

El feriado de finados ha terminado. Las flores se marchitarán en estos días, pero la historia de los cementerios -los que se construyen cada día- continúa. A propósito del artículo, de la semana pasada, sobre el mausoleo de la ‘Mama Lucha’ y la olvidada tumba de Velasco Ibarra recibí varios comentarios.

Germán Ferro Medina, el profesor que nos llevó a San Diego, también me contó en estos días que continúa sus investigaciones y comparativas entre los museos de Medellín y Buenos Aires. Obviamente, el tema es abundante. Entonces, más aún cuando recién en el país se mira a estos lugares también como sitios -¿por qué no decirlo?- como destino turístico, como sucede en otros lares. De la poesía, ni qué hablar. Están los versos de Quevedo: “Su cuerpo dejarán, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrán sentido / Polvo serán, mas polvo enamorado”. Y, por supuesto Virgilio: Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.

Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad, nos dice Ítalo Calvino en Ciudades Invisibles. Pero qué le acomete a quien visita la Ciudad de los Muertos, los cementerios que, como la sociedad misma, reflejan geografías, clases sociales, desigualdades, encuentros, memorias y olvidos. Frente a los nichos, lápidas, monumentos de mármoles de Carrara o tierra pisoteada, el espectador acaso se cuestiona con la metáfora de ser y estar.

En el famoso verso virgiliano, donde relata la escena de Eneas y la Sibila quienes bajaban al infierno, e “iban oscuros bajo la noche solitaria por entre la sombra”, la transposición del lenguaje no es otra cosa que la precariedad de la existencia.

Al igual que el arte, estos lugares que los humanos hemos levantado para honrar la memoria a la espera de, según la tradición católica, la resurrección, todo parece efímero, como la última ofrenda colocada para suplantar al recuerdo. De hecho, la palabra cementerio proviene del griego koimetérion que significa dormitorio; el vocablo camposanto nos recuerda la tierra de Jerusalén traída por los cruzados para el remodelado cementerio de Pisa, así que hay un profundo significado de ocultamiento, como una promesa de la perdurabilidad a través del Paraíso, aunque en la callada tierra sucedan otros hechos biológicos. Es, entonces, un no lugar para el olvido, el sitio que es y no es, como algo que se evapora.

Estas necrópolis, que nos ofrecen la vida de ultratumba, también muestran la hechura de barro, como cita Quevedo. Lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, nos dice Borges, quien habla de sus mayores, muchos de ellos soldados “ahora espectros en desvanecidos caballos”, en el sentido de que los muertos son fotografías que pueden ser de cualquiera.


Epicuro de Samos sentenciaba: “La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo”. Una clave: todo está en transformación, como el cambiante río de Heráclito, o la moneda en la boca del muerto, para pagar a Caronte. Es más que una disputa entre Eros y Tánatos.

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viernes, 4 de noviembre de 2016

El mausoleo de la mama Lucha

Lo primero que nos contó, en las clases de Arte, Germán Ferro Medina fue el proceso de convencer a la mitad de un pueblo colombiano la importancia de sus difuntos. El hecho parecía inaudito: hace poco habían descubierto a cadáveres bien conservados por efectos del clima y ahora se requería que los deudos aceptaran que los cuerpos amados se convirtieran en una suerte de destino turístico, tal como las famosas momias de Guanajuato.

Como sea, tras un proceso de “socialización”, como ahora se dice, el “experimento” surtió efecto. Lo segundo, fue llevarnos al cementerio de San Diego porque, como decía, las necrópolis también son parte de las rutas artísticas. Pensé en el cementerio de La Recoleta o el lugar donde reposan los restos del poeta chileno Vicente Huidobro, donde en su lápida está una de las inscripciones más célebres: “Levanten está tumba, debajo de esta tumba está el mar”. Pero en Valparaíso no me atreví siquiera a sugerir acudir a ese lugar, porque teníamos pocas horas y además el enorme reloj de flores era un atractivo más adecuado para la comitiva.

Ya en el camposanto quiteño, los entonces estudiantes llegamos a una tumba humilde con una geranio marchito. Se trataba del lugar de entierro del 5 veces presidente del Ecuador, José María Velasco Ibarra, que un mes antes de su deceso pidió morir ante la partida de su amada Corina.

Tras visitar los mausoleos portentosos y deshechos, algunos con mármol de Carrara, de los prohombres de la Patria, el profesor Ferro nos llevó directamente a un lugar especial. Con fotografía incluida y numerosas flores, nos hallamos frente a frente con el suntuoso aposento donde reposan los restos de Luz María Endara, más conocida como ‘mama Lucha’, en los bajos fondos quiteños. ¡Qué diferencia con la tumba olvidada de Velasco Ibarra!

Además, el panteonero nos contó que por estos días, al son de mariachis, colada morada y guaguas de pan para todos, los deudos de esta matrona de los submundos es recordada como si ya mismo estuviera en camino de un inminente viaje al Vaticano. Fue inevitable recordar el cuento ‘La Santa’, en el que Gabriel García Márquez relata las tribulaciones de un padre que llega hasta la mismísima Roma con el ataúd de su hija incorrupta, en medio de olores de azahares, para que la reciba el papa de turno y la lleve a los altares.

Es de esas clases, pero creo que desde antes, que me entró el gusto de visitar los cementerios. He mirado el de Salango, frente al mar, y también los sitios olvidados. He caminado por los cementerios indígenas de San Roque, donde llevan la comida que le agradaba al difunto. En Tulcán, en medio de árboles esculpidos, la muerte parece mentira.


El año pasado, acudí a Cuambo, parte de las antiguas haciendas cañeras jesuitas en la época colonial. Las calaveras todas blancas son, dice la canción. De a poco, los descendientes de los esclavizados iniciaron su lento peregrinaje. Fue allí donde entendí el poema de Jorge Manrique, del siglo XV: 

“Recuerde el alma dormida,/
avive el seso e despierte/
contemplando/
cómo se pasa la vida,/
cómo se viene la muerte/
tan callando…”. (O)

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Troya, el pintor del paisaje

Rafael Troya es el pintor del paisaje. En una época, a finales del siglo XIX, donde el ideal del romanticismo -también presente en una disputa entre la civilización y la barbarie, que arreciaría en tensas disputas durante todo el siguiente siglo- está en boga. Es pintor ibarreño, es un hijo de su tiempo, una especie de demiurgo.

Si por un lado -siguiendo la estética de lo sublime, de lo bello, de lo pintoresco- realizaría cerca de 160 pinturas, por pedido del naturalista alemán Adolph Stübel, quien incluso le ‘sugería’ temáticas- tenemos a un Troya enmarcado en el retrato, pero también de ‘fundar’, por primera vez, una mirada idealizada de los orígenes de su tierra. Como por ejemplo, el lienzo de la Fundación de Ibarra, donde aparecen los ‘fundadores’ de 1606 con una vestimenta de estilo napoleónico. Siguiendo la tradición ‘trágica’ de ese movimiento, también se encuentra el lienzo sobre el Terremoto de Ibarra que, a diferencia del primero, no fue adquirido por el Cabildo porque, según reza en actas de 1907, era demasiado pronto y el dolor aún no había menguado.

Troya, por suerte, ha sido estudiado en el país y quien más ha propuesto esas visiones ha sido precisamente su nieta, Alexandra Kennedy Troya, en su libro Rafael Troya, el pintor de los Andes ecuatorianos, donde realiza un viaje pormenorizado. Ahora, una nueva publicación sale a la luz: Rafael Troya: estética y pintura de paisaje, de Xavier Puig Peñalosa, publicado por la Universidad Técnica Particular de Loja, quien alienta estas investigaciones con sus pares de España.

Lo propio ha realizado la Municipalidad de Ibarra con una amplia sala en el Centro Cultural El Cuartel, donde existe una síntesis de este maestro, con cuadros esenciales como la urbe pintada a inicios del XX, algunos de sus paisajes y, obviamente, las figuras históricas.

El libro de Puig, en su primera parte, realiza un análisis pormenorizado de la idea de lo sublime, tomando como referencia los trabajos de Joseph Addison, el tema de la imaginación o un énfasis en lo sublime, a la luz de Edmund Burke, para desarrollar el romanticismo alemán, sin olvidarse de los orígenes aristotélicos del arte y ‘lo bello’.

En la segunda parte, porque es fundamental en el análisis, inicia con una contextualización de la presidencia de Gabriel García Moreno que, curiosamente, trajo jesuitas alemanes para fundar la Politécnica Nacional, pero a su vez construyó el panóptico (ese vigilar y castigar) e igual realizaba excursiones en su afición por la vulcanología. Esa es la época en que vivió Troya.

La obra se presentará este viernes, por la tarde, como parte del Congreso Internacional de Historia, en la escuela de Sociología, de la Universidad Central del Ecuador. El autor señala: “Sus paisajes son únicos en lo que tienen de estilo propio, de neta creación, de profundo sentimiento. Una obra que -en definitiva- trasciende los localismos y a la propia geografía (a pesar de que toma inicialmente a estos como motivos) para erigirse de pleno derecho, en un arte de resonancias y alcances universales”. (O)

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Del pasillo cuchillero al desarraigo

Este mes está destinado a uno de los mayores géneros musicales del país. El pasillo pervive y se proyecta gracias a elementos como el texto, la memoria, el fonograma y la radiodifusión. En el primer caso, la bibliografía acumulada, sin ser excesiva, ha constituido un canon discursivo de apreciable interés para estudiosos y seguidores: desde unas primeras notas rastreables en ya extintas publicaciones periódicas de la primera mitad del siglo XX, pasando por un libro con carácter de hito: Florilegio del pasillo ecuatoriano, de Alberto Morlás, hasta aproximaciones más metódicas, como las de Pablo Guerrero, Julio Bueno, Mario Godoy, Juan Mullo… sin olvidar compilaciones de letras, cancioneros y otros trabajos que hacen parte del canon antes aludido. Así se desprende de la investigación en torno a este género, para su declaratoria como Patrimonio Inmaterial de Ecuador.

A los testimonios textuales algún momento habrá que incorporar materiales inéditos de apreciable interés, tal el caso de material que Morlás Gutiérrez compiló en vida con miras a nuevos tomos de su Florilegio u otro cuerpo muy singular: el Álbum de pasillos, de Gonzalo Benítez, en el que pacientemente agrupó, mecanografiadas, las letras de decenas de canciones que cantó en solitario o en dúos con Luis Alberto Valencia. Mientras los materiales de Morlás se encuentran en archivos particulares, desconocemos el destino que haya tenido el llamativo álbum de Benítez.

En la memoria de las gentes indudablemente el pasillo está presente: frente a géneros como el sanjuanito o el yaraví, de proyección regional, el pasillo vive en la mentalidad del pueblo mestizo de las cuatro regiones de Ecuador, sin olvidar la presencia en la memoria del migrante, para el que, hace años, fue pensado un trabajo fonográfico de José Parra que comprendía varios pasillos cantados en inglés. Y hay, en este sentido, pasillos que muestran una variedad de sentimientos: el desarraigo (Romance de mi destino); el romance (Arias íntimas); el fracaso existencial (Carnaval de la vida); la ilusión (Ensueño); la tierra (Manabí, Guayaquil de mis amores, Alma lojana), la soledad (Sentirse solo); la madre (Ojos maternales)…


El fonograma, qué duda cabe, ha actuado como un poderoso motor de pervivencia y proyección del pasillo: desde las añejas grabaciones de extranjeros, como Margarita Cueto, Juan Arvizu a las primeras grabaciones con artistas nacionales: las promovidas por Antenor Encalada o las hechas por Ibáñez y Safadi al presente, que gracias a la tecnología digital permite seguir apreciando de estos y otros intérpretes: Benítez y Valencia, Miño Naranjo, Mendoza Suasti, Carlota Jaramillo, Pepe y Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Patricia González… Si de estilos interpretativos se trata, baste citar instrumentistas y diversos tipos de ensamble que le dieron y le dan nuevas sonoridades al pasillo: orquestas, bandas, pianistas, violinistas, tecladistas… Ahora, tras pasar la ‘época de oro’ en los años 50, el pasillo precisa recrearse, reinventarse para que sea contemporáneo. (O)

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Al pasillo le faltó cinematografía

Cristóbal Ojeda Dávila fue el adalid de la transformación del pasillo en canción romántica, intimista e intelectual; él fijó el tempo lento acorde al mensaje del texto romántico, dándole al pasillo un carácter ‘nacional’, símbolo cultural que unificó las regiones de la Costa y la Sierra. A la vez, con sus composiciones aportó a la “universalización” del pasillo para que sea valorado fuera del territorio nacional, gracias a que le quitó aspectos de la localidad regional pero sin borrar la huella de lo nacional, dice Manuel Espinosa Apolo, en la investigación para su declaratoria como Patrimonio Inmaterial del Ecuador, base de este texto.

A partir de las décadas de 1930 y 1940, las primeras emisoras del Ecuador jugaron un rol crucial en la difusión del pasillo y otros ritmos de la llamada ‘Música Nacional’. En dicha época y de manera frecuente, las emisoras contrataban artistas para realizar programas en vivo o realizaban concursos para encontrar nuevos exponentes de la música ecuatoriana, de ahí que en las radiodifusoras pioneras del país como: El Prado de Riobamba (1930), HCJB La Voz de los Andes (1931), HCK (1932), Radio El Palomar (1934), Radio Bolívar (1936) o Radio Quito (1940), nacieron artísticamente algunos de los grandes intérpretes del pasillo como las Hermanas Mendoza Suasti, la Orquesta de Luis Aníbal Granja, Rafael y José Jervis, etc.

Aquellos programas fueron los más escuchados por entonces, razón por la cual, las emisoras radiales crearon una audiencia para el pasillo; radioyentes que en gran parte pertenecían a las capas medias prósperas y en proceso de ascenso social: artesanos dueños de taller, empleados públicos, estudiantes, pequeños comerciantes, etc. Sujetos que estaban en capacidad de comprar por entonces un radio, cuyo precio era significativo.

Gracias a la industria discográfica que empezó a grabar pasillos y, más tarde, debido al auge la banda corta y la labor de las radiodifusoras pioneras, el pasillo ecuatoriano se difundió ampliamente por Latinoamérica.

Entre 1915 y 1935,  en La Habana, Sao Paulo y Nueva York los grandes intérpretes de la época como Conchita Piquer, Pilar Arcos, Margarita Cueto, José Mujica, Juan Arvizu, Tito Guizar, José Moriche y Guty Cárdenas, grabaron pasillos, compuestos por músicos ecuatorianos como Francisco Paredes Herrera, José Ignacio Canelos, Nicasio Safadi, Víctor Valencia, etc.

A partir de estas constataciones, el gran coleccionista de pasillos ecuatorianos Alejandro Pro Meneses consideraba que el pasillo llegó a ser la canción de América Latina, superado más tarde por el tango argentino, la ranchera y el bolero mexicano, debido al desarrollo de la industria cinematográfica y el deslumbramiento de figuras como Carlos Gardel, Pedro Infante o Jorge Negrete.


Sin duda, el desarrollo del cine permitió que Argentina y México difundieran con éxito arrollador sus géneros musicales. Como siempre, nos faltó creer en nuestros músicos y apostar por su difusión. Casi como ahora con la música independiente. (O)

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jueves, 3 de noviembre de 2016

Los orígenes del pasillo

Este es el mes del pasillo, en homenaje a Julio Jaramillo. Mucho se ha escrito sobre el tema y está la investigación realizada para su declaratoria como patrimonio de Ecuador. Allí se destaca una primera pregunta planteada sobre el pasillo, es decir su génesis, abordado por Manuel Espinosa Apolo, en esta parte, además de los estudios de Franklin Cepeda Astudillo y quien suscribe este artículo.

Mucho se ha discutido la paternidad del pasillo, a veces visto como una reivindicación del sentido de patria, pero es indiscutible que este género musical es producto, como todas las músicas, de profundas influencias. La investigación lo sitúa en el último cuarto del siglo XIX, en la época de Ignacio de Veintimilla, exactamente en 1877, procedente de Colombia, lo que no quiere decir que en el país tuviera sus características propias, como es el caso de Aparicio Córdova, quien compuso el pasillo ‘Los Bandidos’.

El origen del nombre ‘pasillo’ ha sido objeto de muchas conjeturas, como aquellas que lo derivan de la tradición de los ‘pases del Niño’ y el folclore de Navidad, razón por la cual habría derivado en ‘pasillo’. Hay investigadores que en cambio sostienen que el nombre viene de la palabra francesa ‘passepied’ o ‘paspiés’ ya que tal ritmo de origen francés invadió España y llegó a América dispersándose desde las Antillas rumbo al sur. Sin embargo, la hipótesis más plausible la ha dado el investigador colombiano Octavio Marulanda, quien señala que el nombre de ‘pasillo’ es una derivación de la palabra española ‘paseíllo’ que designaba a un aire festivo popular, en la investigación de Wilma Granda.

Si se tiene en cuenta la casi inexistencia en el español hablado en América del uso de la declinación ‘-illo’ como diminutivización, es muy probable que el término ‘pasillo’ sea una pronunciación abreviada de ‘paseíllo’. Esto significa que dicho término no puede ser un diminutivo de ‘paso’, es decir, equivalente a ‘pasito’, como se ha creído comúnmente, sino más bien de ‘paseo’.

El término ‘pasillo’ está por tanto vinculado a las representaciones dancísticas relacionadas con la tauromaquia. En la colonia fue frecuente este tipo de danzas criollas tanto en los territorios que hoy corresponden a la actual Colombia como en Ecuador. Basta recordar que en los siglos XVIII y XIX se volvieron frecuentes algunas danzas que rememoraban las corridas de toros. Este fue el caso del ‘toro rabón’, una especie de sátira del acto de torear, por la cual las parejas se colocaban en sentido diagonal, cada uno de los integrantes en una esquina del salón. Otro tipo de esta danza en boga por aquella época fue la llamada ‘cuadrillas’; danzas de salón que los sectores altos escenificaban en las festividades de Inocentes.

El pasillo originalmente fue un baile de ‘pareja agarrada’ que incluía un paseo en el preludio de rigor y dando vueltas en compás de ¾. Precisamente aquel acto de pasear, que rememoraba al paseíllo de los toreros en el ruedo, fue el que dio origen al término pasillo. Como sea, este ritmo es parte sustancial de la identidad de un país. (O)

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Los seguidores de Salomón

En estos días, en estos aciagos días, las redes están inundadas de improperios. Cuando eso sucede, nada mejor que volver a las palabras antiguas, escritas desde las diversas visiones, para buscar algo de aliento. Y esto, porque algunos parecen haberse convertido en notarios de la desesperanza.

Mas, como se sabe, a lo largo de la historia han existido prodigios de sabiduría. Fue proverbial Salomón. Su historia es harto conocida. Dos mujeres comparecieron ante el rey Salomón con dos bebés, uno muerto y otro vivo. Ambas afirmaban que el niño vivo les pertenecía, y decían que el muerto era de la otra. Así inicia uno de los relatos más admirables de este rey sabio, que al final -después de proponer partir al niño- la madre verdadera está dispuesta a entregarlo a la otra, lo que prueba su desprendimiento.

Aquí alguno de sus proverbios: “Mejor es un mendrugo de pan a secas, pero con tranquilidad, que casa llena de sacrificios de discordia”. Otra de sus sentencias fue: “El malo está atento a los labios inicuos, el mentiroso presta oído a la lengua perversa”, además nos dejó estas palabras que -como toda cosa dicha por los antiguos- perdura en estos días: “Quien se burla de un pobre, ultraja a su Hacedor, quien se ríe de la desgracia no quedará impune”.

Bien se sabe que los humanos que acumulan objetos no siempre acumulan sabiduría. Así se deduce de este mundo donde tener es mejor que saber, donde la ostentación es el fetiche de una sociedad que premia a quienes considera prósperos, por el hecho de tener dinero. Y ese es un tema recurrente desde aquel famoso poema de Quevedo llamado ‘Poderoso caballero es don Dinero’. Porque se requiere, al parecer, de sensatez para distinguir la paja del trigo.

De allí que Amiel decía: “La sabiduría consiste en juzgar el buen sentido y la locura, y en prestarse a la ilusión universal sin dejarse engañar por ella”. “La sabiduría es un adorno en la prosperidad y un refugio en la adversidad”, era una de las frases de Aristóteles, quien, por cierto, también es uno de los pilares de lo que es Occidente.

Un personaje singular fue Diógenes. Despreciaba el poder y, cuenta la leyenda, vivía en un simple tonel. “La sabiduría sirve de freno a la juventud, de consuelo a los viejos, de riqueza a los pobres y de ornato a los ricos”, decía este hombre que llevaba una linterna en pleno día. Cuando le preguntaban qué buscaba, respondía simplemente: “Busco la verdad”.

“Pensar y obrar, obrar y pensar es la suma de toda sabiduría”, dijo Goethe, quien antes de morir -casi gritando- pronunció la palabra luz, acaso refiriéndose a la necesidad que tenía ese momento el mundo de encontrar algo de iluminación.


Para Milton, en cambio: “La principal sabiduría no es el profundo conocimiento de las cosas remotas, desusadas, obscuras y sutiles, sino el de aquellas que en la vida cotidiana están ante nuestros ojos”, que nos evoca lo que en el siglo III antes de Nuestra Era dijo el filósofo chino Mencio cuando nos recordó que dejamos de ser algo humanos el día en que perdemos el asombro de los niños. “Los sabios son los que buscan la sabiduría; los necios piensan ya haberla encontrado”, fue la sentencia de Napoleón. (O)

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