domingo, 19 de abril de 2015

Palabras andantes a Galeano



Era entonces, perdón la infidencia, un aprendiz de periodista que tomaba el transporte Paquisha, en La Marín y sus guatitas, para dirigirme –tras una hora o más de viaje- hacia el sector de El Condado, donde revisaba las noticias internacionales. Mientras miraba de reojo a la ciudad pasar, esa urbe llena de graffitis de los años 90, leía con atención unos libros prestados: los tres tomos de Memorias del Fuego, de Eduardo Galeano.

En clases ya habíamos leído Las venas abiertas de América Latina y junto con los textos de Agustín Cueva –desde su profunda visión de rechazo a la mentalidad colonial-, los futuros periodistas nos preparábamos a enfrentar el ancho mundo. Galeano, como Cortázar, nos hablaba como un amigo. Pasarían los años y lo miré, por primera vez a lo lejos, en una conferencia sobre las otras palabras en la fría Bogotá. Dotado de una prosa poética y textos sugerentes, el autor nos mostraba las entrañas de nuestra América.

Nos revelaba, como por ejemplo en Patas arriba, la herencia africana en la pintura mundial, de Picasso a Klee. Nos decía cómo ese arte ha sido ninguneado por el racismo. Sin embargo, fue el prólogo de Memorias del Fuego el que caló tan profundamente para que decidiera, en mi futuro de historiador, rechazar escribir un libro sobre algunos alcaldes del centro del país y decantarme por la mitología de este país entrañable.

Después vendrían otros de sus textos: El libro de los abrazos y más recientemente Espejos. Mi homenaje, entonces, es volver a releer esos dos párrafos que cambiaron mi vida. Gracias Galeano, por seguir caminando por las laberínticas calles de nuestro continente profundo.

“Yo fui un pésimo estudiante de historia. Las clases de historia eran como visitas al Museo de Cera o a la Región de los Muertos. El pasado estaba quieto, hueco, mudo. Nos enseñaban el tiempo pasado para que nos resignáramos, conciencias vaciadas, al tiempo presente: no para hacer la historia, que ya estaba hecha, sino para aceptarla. La pobre historia había dejado de respirar: traicionada en los textos académicos, mentida en las aulas, dormida en los discursos de efemérides, la habían encarcelado en los museos y la habían sepultado, con ofrendas florales, bajo el bronce de las estatuas y el mármol de los monumentos.

Ojalá Memoria del Fuego pueda ayudar a devolver a la historia el aliento, la libertad y la palabra. A lo largo de los siglos, América Latina no solo ha sufrido el despojo del oro y de la plata, del salitre y del caucho, del cobre y del petróleo, también ha sufrido la usurpación de la memoria. Desde temprano ha sido condenada a la amnesia por quienes le han impedido ser. La historia oficial latinoamericana se reduce a un desfile militar de próceres con uniformes recién salidos de la tintorería. Yo no soy historiador. Soy un escritor que quisiera contribuir al rescate de la memoria secuestrada de toda América, pero sobre todo de América Latina, tierra despreciada y entrañable: quisiera conversar con ella, compartirle los secretos, preguntarle de qué diversos barros fue nacida, de qué actos de amor y violaciones viene…”. (I)

 

Soñando con Quito

domingo, 5 de abril de 2015

Defensa de Judas



En Mateo se leen las palabras fatales: Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó: “¿Seré yo, Maestro?”. “Tú lo has dicho”, le respondió Jesús. ¿Qué motivos tenía Judas para una traición? Unos suponen que Judas, decepcionado por el camino de humillación y debilidad que había seguido el Maestro, lo puso en manos de sus adversarios. Otros piensan que su intención fue hacer que Jesús entrara en un callejón sin salida que lo forzara a usar la violencia. Así Jesús se manifestaría de una vez por todas como el rey Mesías que Judas y el pueblo judío esperaban, dice el padre Armando Levoratti.

En el relato Tres versiones de Judas (www.ciudadseva.com), de Jorge Luis Borges, se lee: “…De Quincey especuló que Judas entregó a Jesucristo para forzarlo a declarar su divinidad y a encender una vasta rebelión contra el yugo de Roma; Runeberg sugiere una vindicación de índole metafísica… El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y a la carne; para corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre. Judas, único entre los apóstoles, intuyó la secreta divinidad y el terrible propósito de Jesús. El Verbo se había rebajado a mortal; Judas, discípulo del Verbo, podía rebajarse a delator (el peor delito que la infamia soporta) y ser huésped del fuego que no se apaga”.

Tengo en mis manos la Guía de la Biblia, de Isaac Asimov. Primero señala que Judas era el único judeo, dentro de los galileos, a quienes la ortodoxia consideraba meros conversos. Después llega al significado del nombre: Iscariote que se sabe es ‘habitante de Cariot’, pero sugiere que tal vez la palabra sea Sicariote, es decir Judas el ‘terrorista’ (acaso de la secta de los zelotes).

Esto cambia radicalmente las cosas porque querría decir que Judas estaba en la línea radical contra la ocupación romana y el acontecimiento, en esos días, de que el Mesías -ante la moneda del usurpador- dijera que hay que dar al César lo que es del César no era otra cosa que admitir que solo le preocupaban los asuntos celestiales.

“Esto debió ser un golpe tremendo para él”, dice Asimov y explica: “Judas debió sentir una decepción tan grande para desear vengarse. Al creer que le habían tomado el pelo, se habría apresurado, en un acceso de ira, a desquitarse contra quien creía era un impostor concertando su apresamiento y ejecución”. Todo esto movido por la idea de que el supuesto Mesías, según su visión, no hacía nada contra la odiosa ocupación imperial romana.

Y el último punto está en el huerto de Getsemaní cuando llega una mujer a ungir a Jesús con un frasco de gran valor. El evangelio de Juan 12.4 lo señala: “Judas Iscariote… dijo: 12.5: ¿Por qué este ungüento no se vendió en trescientos denarios y se dio a los pobres”. Como se sabe, por la traición, Judas cobró 30, así que el motivo del dinero no parece importar mucho, puesto que también era el tesorero. Además, después se ahorcó. En fin, Poncio Pilatos, el que se lavó las manos, es otro asunto. (O)

 

Los secretos de Lao-Tsé



En el pequeño libro Tao te Ching, de Lao-Tsé, encontramos el capítulo 33: “El que conoce a los hombres es sabio; / el que se conoce a sí mismo está iluminado. / El que vence a los otros es fuerte; / el que se vence a sí mismo es poderoso. / El que se contenta con lo que tiene es rico; / el que obra con determinación tiene voluntad. / El que es capaz de mantener su posición resistirá mucho tiempo; el que es capaz de mantener su influencia vivirá después de su muerte”.

Según la leyenda, el viejo sabio -mientras se dirigía a la última frontera- dejó estas palabras a un guardia, quien le pidió que compartiera estas humildes enseñanzas. El Tao es, de cierta manera, un libro extraño porque apela al desprendimiento y al espíritu de no aferrarse a las cosas. Algo que golpea con un muro de otros valores actuales: el reconocimiento social, no importa el método (no olvidemos el capítulo 8 de Maquiavelo), la arrogancia e incluso la soberbia de quienes han caído en la idolatría del Becerro de Oro: “Tanto tienes, tanto vales…”.

Occidente, por centurias, ha despreciado estas enseñanzas. Casi no las conoce. Tengo en mis manos el libro Wen-Tzu, que significa ‘Comprender los misterios’, editado por Edaf, Madrid, en 1995. Como señala el prólogo, en esta versión de Thomas Cleary, estuvo casi perdida en medio del holocausto causado por los guerreros combatientes. Precisamente es un libro que aborrece la guerra: “Conseguir un ejército de mil hombres no es tan bueno como escuchar a una única palabra adecuada”. Más adelante señala: “La Virtud reside en lo que das, no en lo que recibes. Por ello, cuando los sabios quieren ser valorados por otros, primero valoran a los demás; cuando quieren ser respetados por otros, primero los respetan. Cuando quieren superar a otras personas, primero se superan a sí mismos (...)”.

Hay muchas referencias a esa situación difícil que es el ejercicio del poder: “El gobernante es el corazón de la nación. Cuando el corazón está bien, todo el cuerpo está cómodo; cuando el corazón está ansioso, todo el cuerpo está perturbado”. Hay que recordar que el taoísmo es una filosofía de vida. Lin Yutang, en La importancia de vivir, lo resume: “Estas enseñanzas comprenden la sabiduría de lo insensato, las ventajas del disfraz, la fuerza de la debilidad, y la sencillez de lo verdaderamente complicado”. Hay una frase que muestra ese desprendimiento: “Nada importa, al que dice que nada importa”. Esa supuesta no acción es como un bálsamo: “Quien mejor usa a los hombres procede como si fuera su inferior”.

Acaso, la diferencia entre la percepción de Oriente y Occidente sobre el poder está en el hecho de que mientras Julio César deseaba ser el primero en una aldea, Lao-Tsé aconsejaba: “Nunca seas el primero en el mundo”, para recordarnos que las aves que primero van al matadero son precisamente las de más hermoso plumaje. Estas líneas a propósito de esa corriente de libros de autoayuda que han olvidado a los clásicos. “El que está de puntillas nunca estará de pie”, advertía desde el siglo IV, antes de Nuestra Era, el ‘viejo bribón’ de largas barbas.