domingo, 28 de febrero de 2016

Umberto Eco y el diablo

En el prólogo de El nombre de la rosa, Umberto Eco recuerda que -buscando el manuscrito perdido en las librerías de viejos de Buenos Aires- se encontró que “un erudito -que no considero oportuno nombrar- me aseguró (y era capaz de citar los índices de memoria) que el gran jesuita nunca habló de Adso de Melk”.

En las apostillas de la obra, ante la insistencia, reconoció: “El mundo construido es el que nos dirá cómo debe proseguir la historia.  Todos me preguntan por qué mi Jorge (de Burgos) evoca, por el nombre, a Borges, y por qué Borges es tan malvado. No lo sé. Quería un ciego que custodiase una biblioteca, me parecía una buena idea narrativa, y biblioteca más ciego solo puede dar Borges, también porque las deudas se pagan”. Eco leyó Ficciones a los 20 años y quedó maravillado.

El nombre de la rosa, uno de los mayores libros del siglo XX, del recientemente fallecido escritor italiano, tiene deudas con Borges. Léase, por ejemplo, de este último los cuentos La biblioteca de babel y más La muerte y la brújula donde se encontrarán las claves. Pero el propósito de este artículo, que es un homenaje, no va por esa línea y no es lícito pecar de erudito.

Teodosio Muñoz Molina, en un ensayo, comenta que en La muerte el asesino es más listo que el detective, que paga esa pedantería con su vida (triunfa el Bien no contra el Mal sino sobre la Soberbia); en cambio en El nombre el criminal es soberbio, alguien diabólico y astuto (además de ser docto y donde el Bien triunfa sobre la Soberbia).

El tema es arduo: habla de la soberbia intelectual, que está representada por Jorge de Burgos, quien protegía a toda costa el perdido volumen de Aristóteles donde, supuestamente, hablaba de la risa. Esto nos lleva a una situación paradojal: solo la risa puede -como si fuera la caída de una estatua- derrumbar a la soberbia. (Eso nos recuerda a la torre de Babel y el intento de desafiar a los dioses).

Eco en una frase lo señala: “El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda”. En un diálogo, casi al final, Guillermo de Baskerville dice a su pupilo Adso:  “Sí, porque el Anticristo puede nacer de la misma piedad, del excesivo amor por Dios o por la verdad, así como el hereje nace del santo y el endemoniado del vidente… Quizá la tarea del que ama a los hombres consista en lograr que estos se rían de la verdad, lograr que la verdad ría, porque la única verdad consiste en aprender a librarnos de la insana pasión por la verdad”.

Obviamente, Borges no era un soberbio y sí, acaso, un cínico juguetón. Quizá, al final de sus días, en el poema ‘La fama’ se puede advertir su profunda sencillez, cuando dice haber sido Alonso Quijano y no atreverse a ser Don Quijote, o ser ciego y argentino (algo que nadie ha podido definir). “Ninguna de esas cosas es rara y su conjunto me depara una fama que no acabo de comprender”. Einstein decía: “El que se erige en juez de la verdad y el conocimiento es desalentado por las carcajadas de los dioses”. Y San Agustín, tema de la tesis de Eco, advertía: “La soberbia no es grandeza sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano”. (O)


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miércoles, 10 de febrero de 2016

Las Tres Marías



Entre las hendiduras de los barcos negreros se colaron las evocaciones de atabales y tambores. Del África no desembarcaron los instrumentos, pero vino la memoria. En medio de grilletes y cadenas perduraron los antiguos cantos, en un contrabando de murmullos.

Hablaban del cambio de las estaciones, de los rituales de paso, de la vida y la muerte, de la piedad y el heroísmo, del sueño y el sexo, de la siembra y la cosecha, en la tierra de los leones.

Los primeros negros africanos, como se decía en la colonia, fueron traídos como esclavos al valle del Chota merced a su adaptación al clima, porque los indígenas morían agobiados por el calor y el paludismo.

En 1586 trabajaban en los algodonales, frutales y viñedos, estos últimos erradicados y llevados a Ica y Callao. Sin embargo, serían los curas jesuitas, en 1610, quienes introdujeron a estos pobladores arrancados directamente de las sabanas donde pacen los elefantes.

Los jesuitas, como señala Rocío Rueda Novoa, “pasaron a formar parte de las redes de comercio de esclavos de las compañías negreras, a fin de importar esclavos negros directamente de África”.

Afirma que en 1690 compraron a los primeros carabalíes provenientes del golfo de Biafra; más tarde, en 1695, llegaron los primeros congos de África Central: “Hacia 1850, el 34% de los esclavos existentes en Imbabura aún mantenían los nombres de origen africano, tales como carabalí, congo, mina y mondongo”.

A muchos les adjudicaron el apellido del amo, más para reconocerlos —como una suerte de marca que no recibía herencia—. Los negros de Esmeraldas tuvieron mejor suerte: un barco encalló y se escaparon como náufragos fugitivos hasta que, como siempre, se toparon con el hombre blanco.

Entre las 132 haciendas y propiedades de los jesuitas, en el actual Ecuador, 9 se encontraban en el sector del antiguo valle de Coangue: Caldera, Carpuela, Chalguayaco, Chamanal, Concepción, Cuajara, Pisquer, Santa Lucía y Tumbabiro, donde 8 estaban destinadas para la siembra de caña de azúcar y tráfico de aguardiente, como bien señalaba el Obispo de Ibarra e historiador ético —por su defensa de la verdad histórica— Federico González Suárez. Aquiles Pérez investigó que, en la época, existían 1.760 esclavos traídos del continente del ébano.

No les fue mejor a los esclavos afros con la expulsión de los jesuitas, en 1767, porque pasaron —como si fueran bienes muebles— a la administración de la Junta de Temporalidades de la corona española y, años después, a la venta de particulares que eran peores que los jesuitas, porque —con el fin de ganar más dinero— aumentaron la presión sobre los esclavos. Se produjeron alzamientos. Los hacendados, ya a finales del XX, entregaron pequeñas parcelas, a lado del río, por lo que los negros se convirtieron en huasipungueros. Con la reforma agraria, de 1964, se entregaron lotes de 2 hectáreas, que fueron insuficientes para el reparto de una familia.

Después, vinieron las casas de bahareque y paja, donde los domingos por la tarde se escuchaba la banda mocha, llamada así porque tiene canutos de pencos cortados.

Tres niñas de Chalguayacu, Rosa Elena, Gloria y María Magdalena Pavón, oían a este prodigio de la banda mocha que nació imitando a las bandas populares mestizas de viento, pero como no tenían instrumentos propios tuvieron que inventarse con lo que había.

Así los trombones, tubas y fiscornos —estos últimos que nacieron a inicios del XIX como una suerte de trompeta para la cacería de la aristocracia alemana— fueron remplazados por los puros, esas sencillas calabazas; saxofones, barítonos y trompetas mudaron a pencos, esos canutos que en los labios de los negros parecían de metal; clarinetes, flautas y piccolos pasaron a convertirse en sonidos salidos de la aromática hoja de naranjo que, según el ejecutante, lograba sonidos indescriptibles.

Además de bombos y, cuando no había, hasta tapas de ollas y, por si fuera poco, incluían níveas cumbambas de burro. Pero las niñas tampoco podían ser parte de la banda, porque sus integrantes eran únicamente hombres. Así que, a su condición de hijas de antiguos esclavos ahora se sumaba que eran mujeres.

Pero ellas otra vez le dieron vuelta a la tuerca de la historia, porque de sus voces salieron los instrumentos que les faltaban y se convirtieron en trompetas, en bajos, en coros, de ecos y contrapuntos, mientras una llevaba la melodía, esas mismas que habían escuchado en las voces de sus abuelas, que un día fueron arrastradas a una tierra ajena. Las Tres Marías, como se las conoce, han sido declaradas Patrimonio Vivo del Ecuador y son parte del proyecto Taitas y Mamas, que reúne a íconos de la música ecuatoriana como los esmeraldeños Don Naza y Papa Roncón, entre otros, quienes se presentaron en una gala en el Teatro Sucre; recientemente el proyecto fue nominado al Grammy Latino, por el diseño del empaque de su producto.

Pero eso no les quita el sueño a estas septuagenarias mujeres que caminan por las polvorientas calles de su pueblo con los pies descalzos, porque saben que en su música generaciones de negras también están cantando ante el olvido: “Allí arriba en el solar/ donde vive mi morena/ está saliendo un bandido/ que le sigue a Filomena…/ no te dejes agarrar…”.

Gloria, en la actualidad, vende las escasas frutas de su chacra en el mercado de Otavalo; María Magdalena es partera, mientras que Rosa Elena, como si los jesuitas jamás se hubieran ido, tiene las llaves de la iglesia donde está el santo de la Compañía de Jesús, Francisco Xavier, y prepara los bautismos.

Sin embargo, esta mujer de ojos de miel y sonrisa amplia, también es curandera, como si la sangre de los mandingas aún corriera por sus venas. Eso evoca el tiempo en que uno de los chivos se convertía en el Diablo de los mil cachos y se paraba al frente del río Chota, para desbordarlo… Mas, mientras estas mujeres recias canten por los áridos parajes no hay de qué preocuparse. (I)

lunes, 8 de febrero de 2016

Máscaras de carnaval

La celebración del carnaval, como el mundo, es diversa. Tras los famosos de Río de Janeiro (por cierto para quien puede acceder al Sambódromo) o de Venecia, se esconden las máscaras. También, aunque en menor grado, en nuestro país que vive un momento de transición entre el juego con agua, al que erróneamente se ha realizado una cruzada para ‘culturizarlo’ hacia un turismo que, como buena invención de la época industrial, a veces está vaciado de contenido.

Debe ser por eso que en los antiguos carnavales -los que eran con mojada- permitían la oportunidad para acercarse entre vecinos. Todo estaba permitido, como arrastrar a la más quejumbrosa hasta un tanque de agua y después acudir a lo que se llamaba la ‘secada’, que no era otra cosa que el ‘canelazo’ y, si era posible, algún baile. Porque de eso se trata precisamente los orígenes de estas festividades, hace más de cinco milenios, cuando los sumerios no distinguían entre amos y esclavos y en sus bacanales, como se llamaban, todo estaba permitido, hasta que llegó la Iglesia para poner su huella y adaptarla a su ritualidad, previamente al ayuno de la Cuaresma. Entonces la fiesta de la carne tuvo su límite, el Miércoles de Ceniza, donde recuerdan -a quienes se ponen la cruz- que polvo eres y en polvo te convertirás. 

Al inicio, cuentan los abuelos, el carnaval era con globitos perfumados antes de que aparecieran las temibles bombas marca Zaruma, que dejaban moretones. Ahora la época de carnaval, hará diez años, está enfocado más en el turismo. Y, claro, aparecen las máscaras como sustento, por ejemplo, de algunas festividades indígenas que son como un adelanto de la fiesta de solsticio de junio. Es curioso, la casi extinción del juego con agua ha renovado una serie de estrategias étnicas que no tienen ni dos décadas, como el ya consolidado carnaval de Coangue, en el Valle del Chota, promovido por sus propios habitantes, y también la reciente Fiesta del Florecimiento o Pawkar Raymi, que algunas élites indígenas reivindican como milenaria, aunque se trata de ‘préstamos’ proincásicos. Pero de esto también se trata la cultura, de un movimiento y de una construcción constantes. Por eso el propio país se está reinventando para ofrecer a sus visitantes -más que sus paisajes- lo que somos. 

Acaso, con el tiempo, es posible que se adopten las máscaras para esta época, aunque tenemos gran tradición para el fin de año. Por eso, aquí un acercamiento a su significado. En los antiguos griegos -en su fastuosa simbología- la palabra máscara significa persona. En su teatro, donde lo dramático era uno de los ejes, la persona se ocultaba tras la máscara. Era, de cierta manera, otro. De allí que la máscara tiene una carga simbólica que representa el mundo mágico-mítico. En ella, el chamán reproduce los poderes; allí están, también, los papeles que colocan al mundo al revés.

Lévi Strauss dice que una máscara no es únicamente lo que representa sino básicamente lo que transforma, lo que elige no representar. Igual que un mito, la máscara niega tanto como afirma; no está hecha solamente de lo que dice o cree decir, sino de lo que excluye. (O)