Hace 148 años, las calles de Ibarra eran un
conjunto de escombros cubierto –como se puede advertir en el óleo de Rafael
Troya- de una veladura de polvo que escondía la tragedia. Habían pasado cuatro
largo años desde el fatídico terremoto del 16 de agosto de 1868 de origen
tectónico -7,2 grados en la escala según
recientes investigaciones geológicas- que produjo aproximadamente 20.000
muertos en Imbabura y 4.458 personas en Ibarra, con una población estimada de
7.200 habitantes.
De los 2.289 heridos, algunos prefirieron
migrar del terruño y unos pocos se quedaron junto al resto que se negaron a
abandonar estas tierras generosas. Los 550 sobrevivientes permanecieron en
improvisados refugios en Santa María de La Esperanza durante todo este tiempo,
mirando a la lejanía los solares y templos destruidos y, más abajo, los restos
de sus ancestros sepultados por la fuerza de la naturaleza.
Precisamente en estos días, Ibarra debía
celebrar con alborozo –como todos los años- sus festividades de El Retorno.
Algunos han colocado las banderas rojo y blanco de la urbe fundada en 1606 para
buscar la salida al mar Pacífico, una empresa que se tardó casi cuatro siglos
por la desidia pero también por los intereses del puerto principal, Guayaquil,
que se opuso desde la época colonial al progreso de otras regiones.
Ahora, la ciudad –con el toque de queda por
la pandemia- está vacía. No es la primera ocasión que la urbe sufre estragos.
Hasta la primera mitad del siglo XX, debido a su clima al estar en los 2.220
m.s.n.m., padecía del terrible paludismo hasta que un equipo de médicos
–liderados por Jaime Ribadeneira- dieron la última batalla.
En las crónicas del siglo XVIII aún se
observa que los agustinos pretendían desecar la laguna de Yahuarcocha debido a
la proliferación de mosquitos. Por suerte, las plantaciones de caña que
aspiraban colocar nunca fructificaron. Ahora, como todos, los ibarreños esperan
regresar a la vida “normal” que habrá que pensarla cómo sería. (O)
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