domingo, 20 de noviembre de 2016

Cartografía mítica de Ibarra

En estos días se celebra en Ibarra el II Simposio Binacional de Historia Ecuador-Colombia, en una cita convocada por la Academia Nacional de Historia de Ecuador y la Academia Nariñense de Historia, de Colombia, con el aval del Municipio de la ciudad fundada en 1606, como puerto de tierra entre el comercio de Bogotá y Quito. El encuentro, que inició ayer, se extenderá hasta el viernes, en la Casa de la Ibarreñidad.

Hay múltiples temas que van desde el pensamiento de Juan Montalvo (puesto que vivió en Ipiales), las implicaciones del terremoto de Imbabura de 1868, los intercambios humanos binacionales, historia de los pueblos indígenas de Ecuador, relaciones entre las etnias de los caranquis y pastos… en definitiva, la oportunidad de encontrar los vasos comunicantes para superar las fronteras.

El autor de estas líneas -dentro del trabajo de mitología- presenta justamente la ponencia ‘Cartografía mítica de Ibarra’, un trabajo que aborda a los seres fantásticos, situaciones inverosímiles, fronteras entre el centro y la periferia, para indagar esta parte de la historia que, desde las investigaciones de Lévy-Strauss y antes dan cuenta de la importancia del mito.

Uno de esos eventos es el relato sobre la Caja Ronca, que no es otra cosa que una construcción para varios fines, como la cohesión social, pero además los argumentos contra la avaricia y la codicia, puesto que los mitos buscan preservar el orden moral. ¿En qué parte de la ciudad se sitúa? Los hechos acontecen en la periferia, en los extramuros, para decirlo en términos antiguos.

Pero esta leyenda -con sus variantes- se localiza en casi toda la Sierra ecuatoriana, desde la vertiente de la cultura mestiza, y tenía aterrorizados a los abuelos, aún más cuando se enteraban de que uno de esos penitentes había encargado sendas veladoras verdes que después se transformaban en canillas de muerto. El recorrido del siniestro cortejo fúnebre era, para el caso de Ibarra, por el denominado Quiche Callejón, en las actuales calles Maldonado y Colón (el límite de la urbe hace medio siglo).

El sector se llamaba antiguamente el barrio de San Felipe y, antes del terremoto de 1868, que devastó la urbe, se sabe que estaba colocada una cruz, que no es otra cosa que el indicio de una probable pacarina, es decir, un sitio sagrado para la cultura prehispánica. Como se sabe, los curas doctrineros tenían como costumbre poner los símbolos cristianos -grutas o cruces- para disuadir a los antiguos habitantes de sus sitios sagrados. Como sea, la Caja Ronca también recorría el tradicional barrio de San Juan Calle, donde se encuentra el actual cementerio y donde el actual barrio El Carmen es el sitio en el que se expenden ataúdes y, además, existen dos amplios salones de velaciones.


Todo lo que sucedía fuera del perímetro de la urbe, es decir hasta la calle Colón, se convertía enseguida en extramuro, como si con esta idea se mencionara un ámbito insano, precisamente donde residía parte de los seres fantásticos de la cultura prehispánica, alejada del centro donde vivía la Viuda o la Vergonzante del Pretil. 

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La Ciudad de los Muertos

El feriado de finados ha terminado. Las flores se marchitarán en estos días, pero la historia de los cementerios -los que se construyen cada día- continúa. A propósito del artículo, de la semana pasada, sobre el mausoleo de la ‘Mama Lucha’ y la olvidada tumba de Velasco Ibarra recibí varios comentarios.

Germán Ferro Medina, el profesor que nos llevó a San Diego, también me contó en estos días que continúa sus investigaciones y comparativas entre los museos de Medellín y Buenos Aires. Obviamente, el tema es abundante. Entonces, más aún cuando recién en el país se mira a estos lugares también como sitios -¿por qué no decirlo?- como destino turístico, como sucede en otros lares. De la poesía, ni qué hablar. Están los versos de Quevedo: “Su cuerpo dejarán, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrán sentido / Polvo serán, mas polvo enamorado”. Y, por supuesto Virgilio: Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.

Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo de una ciudad, nos dice Ítalo Calvino en Ciudades Invisibles. Pero qué le acomete a quien visita la Ciudad de los Muertos, los cementerios que, como la sociedad misma, reflejan geografías, clases sociales, desigualdades, encuentros, memorias y olvidos. Frente a los nichos, lápidas, monumentos de mármoles de Carrara o tierra pisoteada, el espectador acaso se cuestiona con la metáfora de ser y estar.

En el famoso verso virgiliano, donde relata la escena de Eneas y la Sibila quienes bajaban al infierno, e “iban oscuros bajo la noche solitaria por entre la sombra”, la transposición del lenguaje no es otra cosa que la precariedad de la existencia.

Al igual que el arte, estos lugares que los humanos hemos levantado para honrar la memoria a la espera de, según la tradición católica, la resurrección, todo parece efímero, como la última ofrenda colocada para suplantar al recuerdo. De hecho, la palabra cementerio proviene del griego koimetérion que significa dormitorio; el vocablo camposanto nos recuerda la tierra de Jerusalén traída por los cruzados para el remodelado cementerio de Pisa, así que hay un profundo significado de ocultamiento, como una promesa de la perdurabilidad a través del Paraíso, aunque en la callada tierra sucedan otros hechos biológicos. Es, entonces, un no lugar para el olvido, el sitio que es y no es, como algo que se evapora.

Estas necrópolis, que nos ofrecen la vida de ultratumba, también muestran la hechura de barro, como cita Quevedo. Lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, nos dice Borges, quien habla de sus mayores, muchos de ellos soldados “ahora espectros en desvanecidos caballos”, en el sentido de que los muertos son fotografías que pueden ser de cualquiera.


Epicuro de Samos sentenciaba: “La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo”. Una clave: todo está en transformación, como el cambiante río de Heráclito, o la moneda en la boca del muerto, para pagar a Caronte. Es más que una disputa entre Eros y Tánatos.

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viernes, 4 de noviembre de 2016

El mausoleo de la mama Lucha

Lo primero que nos contó, en las clases de Arte, Germán Ferro Medina fue el proceso de convencer a la mitad de un pueblo colombiano la importancia de sus difuntos. El hecho parecía inaudito: hace poco habían descubierto a cadáveres bien conservados por efectos del clima y ahora se requería que los deudos aceptaran que los cuerpos amados se convirtieran en una suerte de destino turístico, tal como las famosas momias de Guanajuato.

Como sea, tras un proceso de “socialización”, como ahora se dice, el “experimento” surtió efecto. Lo segundo, fue llevarnos al cementerio de San Diego porque, como decía, las necrópolis también son parte de las rutas artísticas. Pensé en el cementerio de La Recoleta o el lugar donde reposan los restos del poeta chileno Vicente Huidobro, donde en su lápida está una de las inscripciones más célebres: “Levanten está tumba, debajo de esta tumba está el mar”. Pero en Valparaíso no me atreví siquiera a sugerir acudir a ese lugar, porque teníamos pocas horas y además el enorme reloj de flores era un atractivo más adecuado para la comitiva.

Ya en el camposanto quiteño, los entonces estudiantes llegamos a una tumba humilde con una geranio marchito. Se trataba del lugar de entierro del 5 veces presidente del Ecuador, José María Velasco Ibarra, que un mes antes de su deceso pidió morir ante la partida de su amada Corina.

Tras visitar los mausoleos portentosos y deshechos, algunos con mármol de Carrara, de los prohombres de la Patria, el profesor Ferro nos llevó directamente a un lugar especial. Con fotografía incluida y numerosas flores, nos hallamos frente a frente con el suntuoso aposento donde reposan los restos de Luz María Endara, más conocida como ‘mama Lucha’, en los bajos fondos quiteños. ¡Qué diferencia con la tumba olvidada de Velasco Ibarra!

Además, el panteonero nos contó que por estos días, al son de mariachis, colada morada y guaguas de pan para todos, los deudos de esta matrona de los submundos es recordada como si ya mismo estuviera en camino de un inminente viaje al Vaticano. Fue inevitable recordar el cuento ‘La Santa’, en el que Gabriel García Márquez relata las tribulaciones de un padre que llega hasta la mismísima Roma con el ataúd de su hija incorrupta, en medio de olores de azahares, para que la reciba el papa de turno y la lleve a los altares.

Es de esas clases, pero creo que desde antes, que me entró el gusto de visitar los cementerios. He mirado el de Salango, frente al mar, y también los sitios olvidados. He caminado por los cementerios indígenas de San Roque, donde llevan la comida que le agradaba al difunto. En Tulcán, en medio de árboles esculpidos, la muerte parece mentira.


El año pasado, acudí a Cuambo, parte de las antiguas haciendas cañeras jesuitas en la época colonial. Las calaveras todas blancas son, dice la canción. De a poco, los descendientes de los esclavizados iniciaron su lento peregrinaje. Fue allí donde entendí el poema de Jorge Manrique, del siglo XV: 

“Recuerde el alma dormida,/
avive el seso e despierte/
contemplando/
cómo se pasa la vida,/
cómo se viene la muerte/
tan callando…”. (O)

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Troya, el pintor del paisaje

Rafael Troya es el pintor del paisaje. En una época, a finales del siglo XIX, donde el ideal del romanticismo -también presente en una disputa entre la civilización y la barbarie, que arreciaría en tensas disputas durante todo el siguiente siglo- está en boga. Es pintor ibarreño, es un hijo de su tiempo, una especie de demiurgo.

Si por un lado -siguiendo la estética de lo sublime, de lo bello, de lo pintoresco- realizaría cerca de 160 pinturas, por pedido del naturalista alemán Adolph Stübel, quien incluso le ‘sugería’ temáticas- tenemos a un Troya enmarcado en el retrato, pero también de ‘fundar’, por primera vez, una mirada idealizada de los orígenes de su tierra. Como por ejemplo, el lienzo de la Fundación de Ibarra, donde aparecen los ‘fundadores’ de 1606 con una vestimenta de estilo napoleónico. Siguiendo la tradición ‘trágica’ de ese movimiento, también se encuentra el lienzo sobre el Terremoto de Ibarra que, a diferencia del primero, no fue adquirido por el Cabildo porque, según reza en actas de 1907, era demasiado pronto y el dolor aún no había menguado.

Troya, por suerte, ha sido estudiado en el país y quien más ha propuesto esas visiones ha sido precisamente su nieta, Alexandra Kennedy Troya, en su libro Rafael Troya, el pintor de los Andes ecuatorianos, donde realiza un viaje pormenorizado. Ahora, una nueva publicación sale a la luz: Rafael Troya: estética y pintura de paisaje, de Xavier Puig Peñalosa, publicado por la Universidad Técnica Particular de Loja, quien alienta estas investigaciones con sus pares de España.

Lo propio ha realizado la Municipalidad de Ibarra con una amplia sala en el Centro Cultural El Cuartel, donde existe una síntesis de este maestro, con cuadros esenciales como la urbe pintada a inicios del XX, algunos de sus paisajes y, obviamente, las figuras históricas.

El libro de Puig, en su primera parte, realiza un análisis pormenorizado de la idea de lo sublime, tomando como referencia los trabajos de Joseph Addison, el tema de la imaginación o un énfasis en lo sublime, a la luz de Edmund Burke, para desarrollar el romanticismo alemán, sin olvidarse de los orígenes aristotélicos del arte y ‘lo bello’.

En la segunda parte, porque es fundamental en el análisis, inicia con una contextualización de la presidencia de Gabriel García Moreno que, curiosamente, trajo jesuitas alemanes para fundar la Politécnica Nacional, pero a su vez construyó el panóptico (ese vigilar y castigar) e igual realizaba excursiones en su afición por la vulcanología. Esa es la época en que vivió Troya.

La obra se presentará este viernes, por la tarde, como parte del Congreso Internacional de Historia, en la escuela de Sociología, de la Universidad Central del Ecuador. El autor señala: “Sus paisajes son únicos en lo que tienen de estilo propio, de neta creación, de profundo sentimiento. Una obra que -en definitiva- trasciende los localismos y a la propia geografía (a pesar de que toma inicialmente a estos como motivos) para erigirse de pleno derecho, en un arte de resonancias y alcances universales”. (O)

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Del pasillo cuchillero al desarraigo

Este mes está destinado a uno de los mayores géneros musicales del país. El pasillo pervive y se proyecta gracias a elementos como el texto, la memoria, el fonograma y la radiodifusión. En el primer caso, la bibliografía acumulada, sin ser excesiva, ha constituido un canon discursivo de apreciable interés para estudiosos y seguidores: desde unas primeras notas rastreables en ya extintas publicaciones periódicas de la primera mitad del siglo XX, pasando por un libro con carácter de hito: Florilegio del pasillo ecuatoriano, de Alberto Morlás, hasta aproximaciones más metódicas, como las de Pablo Guerrero, Julio Bueno, Mario Godoy, Juan Mullo… sin olvidar compilaciones de letras, cancioneros y otros trabajos que hacen parte del canon antes aludido. Así se desprende de la investigación en torno a este género, para su declaratoria como Patrimonio Inmaterial de Ecuador.

A los testimonios textuales algún momento habrá que incorporar materiales inéditos de apreciable interés, tal el caso de material que Morlás Gutiérrez compiló en vida con miras a nuevos tomos de su Florilegio u otro cuerpo muy singular: el Álbum de pasillos, de Gonzalo Benítez, en el que pacientemente agrupó, mecanografiadas, las letras de decenas de canciones que cantó en solitario o en dúos con Luis Alberto Valencia. Mientras los materiales de Morlás se encuentran en archivos particulares, desconocemos el destino que haya tenido el llamativo álbum de Benítez.

En la memoria de las gentes indudablemente el pasillo está presente: frente a géneros como el sanjuanito o el yaraví, de proyección regional, el pasillo vive en la mentalidad del pueblo mestizo de las cuatro regiones de Ecuador, sin olvidar la presencia en la memoria del migrante, para el que, hace años, fue pensado un trabajo fonográfico de José Parra que comprendía varios pasillos cantados en inglés. Y hay, en este sentido, pasillos que muestran una variedad de sentimientos: el desarraigo (Romance de mi destino); el romance (Arias íntimas); el fracaso existencial (Carnaval de la vida); la ilusión (Ensueño); la tierra (Manabí, Guayaquil de mis amores, Alma lojana), la soledad (Sentirse solo); la madre (Ojos maternales)…


El fonograma, qué duda cabe, ha actuado como un poderoso motor de pervivencia y proyección del pasillo: desde las añejas grabaciones de extranjeros, como Margarita Cueto, Juan Arvizu a las primeras grabaciones con artistas nacionales: las promovidas por Antenor Encalada o las hechas por Ibáñez y Safadi al presente, que gracias a la tecnología digital permite seguir apreciando de estos y otros intérpretes: Benítez y Valencia, Miño Naranjo, Mendoza Suasti, Carlota Jaramillo, Pepe y Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Patricia González… Si de estilos interpretativos se trata, baste citar instrumentistas y diversos tipos de ensamble que le dieron y le dan nuevas sonoridades al pasillo: orquestas, bandas, pianistas, violinistas, tecladistas… Ahora, tras pasar la ‘época de oro’ en los años 50, el pasillo precisa recrearse, reinventarse para que sea contemporáneo. (O)

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Al pasillo le faltó cinematografía

Cristóbal Ojeda Dávila fue el adalid de la transformación del pasillo en canción romántica, intimista e intelectual; él fijó el tempo lento acorde al mensaje del texto romántico, dándole al pasillo un carácter ‘nacional’, símbolo cultural que unificó las regiones de la Costa y la Sierra. A la vez, con sus composiciones aportó a la “universalización” del pasillo para que sea valorado fuera del territorio nacional, gracias a que le quitó aspectos de la localidad regional pero sin borrar la huella de lo nacional, dice Manuel Espinosa Apolo, en la investigación para su declaratoria como Patrimonio Inmaterial del Ecuador, base de este texto.

A partir de las décadas de 1930 y 1940, las primeras emisoras del Ecuador jugaron un rol crucial en la difusión del pasillo y otros ritmos de la llamada ‘Música Nacional’. En dicha época y de manera frecuente, las emisoras contrataban artistas para realizar programas en vivo o realizaban concursos para encontrar nuevos exponentes de la música ecuatoriana, de ahí que en las radiodifusoras pioneras del país como: El Prado de Riobamba (1930), HCJB La Voz de los Andes (1931), HCK (1932), Radio El Palomar (1934), Radio Bolívar (1936) o Radio Quito (1940), nacieron artísticamente algunos de los grandes intérpretes del pasillo como las Hermanas Mendoza Suasti, la Orquesta de Luis Aníbal Granja, Rafael y José Jervis, etc.

Aquellos programas fueron los más escuchados por entonces, razón por la cual, las emisoras radiales crearon una audiencia para el pasillo; radioyentes que en gran parte pertenecían a las capas medias prósperas y en proceso de ascenso social: artesanos dueños de taller, empleados públicos, estudiantes, pequeños comerciantes, etc. Sujetos que estaban en capacidad de comprar por entonces un radio, cuyo precio era significativo.

Gracias a la industria discográfica que empezó a grabar pasillos y, más tarde, debido al auge la banda corta y la labor de las radiodifusoras pioneras, el pasillo ecuatoriano se difundió ampliamente por Latinoamérica.

Entre 1915 y 1935,  en La Habana, Sao Paulo y Nueva York los grandes intérpretes de la época como Conchita Piquer, Pilar Arcos, Margarita Cueto, José Mujica, Juan Arvizu, Tito Guizar, José Moriche y Guty Cárdenas, grabaron pasillos, compuestos por músicos ecuatorianos como Francisco Paredes Herrera, José Ignacio Canelos, Nicasio Safadi, Víctor Valencia, etc.

A partir de estas constataciones, el gran coleccionista de pasillos ecuatorianos Alejandro Pro Meneses consideraba que el pasillo llegó a ser la canción de América Latina, superado más tarde por el tango argentino, la ranchera y el bolero mexicano, debido al desarrollo de la industria cinematográfica y el deslumbramiento de figuras como Carlos Gardel, Pedro Infante o Jorge Negrete.


Sin duda, el desarrollo del cine permitió que Argentina y México difundieran con éxito arrollador sus géneros musicales. Como siempre, nos faltó creer en nuestros músicos y apostar por su difusión. Casi como ahora con la música independiente. (O)

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jueves, 3 de noviembre de 2016

Los orígenes del pasillo

Este es el mes del pasillo, en homenaje a Julio Jaramillo. Mucho se ha escrito sobre el tema y está la investigación realizada para su declaratoria como patrimonio de Ecuador. Allí se destaca una primera pregunta planteada sobre el pasillo, es decir su génesis, abordado por Manuel Espinosa Apolo, en esta parte, además de los estudios de Franklin Cepeda Astudillo y quien suscribe este artículo.

Mucho se ha discutido la paternidad del pasillo, a veces visto como una reivindicación del sentido de patria, pero es indiscutible que este género musical es producto, como todas las músicas, de profundas influencias. La investigación lo sitúa en el último cuarto del siglo XIX, en la época de Ignacio de Veintimilla, exactamente en 1877, procedente de Colombia, lo que no quiere decir que en el país tuviera sus características propias, como es el caso de Aparicio Córdova, quien compuso el pasillo ‘Los Bandidos’.

El origen del nombre ‘pasillo’ ha sido objeto de muchas conjeturas, como aquellas que lo derivan de la tradición de los ‘pases del Niño’ y el folclore de Navidad, razón por la cual habría derivado en ‘pasillo’. Hay investigadores que en cambio sostienen que el nombre viene de la palabra francesa ‘passepied’ o ‘paspiés’ ya que tal ritmo de origen francés invadió España y llegó a América dispersándose desde las Antillas rumbo al sur. Sin embargo, la hipótesis más plausible la ha dado el investigador colombiano Octavio Marulanda, quien señala que el nombre de ‘pasillo’ es una derivación de la palabra española ‘paseíllo’ que designaba a un aire festivo popular, en la investigación de Wilma Granda.

Si se tiene en cuenta la casi inexistencia en el español hablado en América del uso de la declinación ‘-illo’ como diminutivización, es muy probable que el término ‘pasillo’ sea una pronunciación abreviada de ‘paseíllo’. Esto significa que dicho término no puede ser un diminutivo de ‘paso’, es decir, equivalente a ‘pasito’, como se ha creído comúnmente, sino más bien de ‘paseo’.

El término ‘pasillo’ está por tanto vinculado a las representaciones dancísticas relacionadas con la tauromaquia. En la colonia fue frecuente este tipo de danzas criollas tanto en los territorios que hoy corresponden a la actual Colombia como en Ecuador. Basta recordar que en los siglos XVIII y XIX se volvieron frecuentes algunas danzas que rememoraban las corridas de toros. Este fue el caso del ‘toro rabón’, una especie de sátira del acto de torear, por la cual las parejas se colocaban en sentido diagonal, cada uno de los integrantes en una esquina del salón. Otro tipo de esta danza en boga por aquella época fue la llamada ‘cuadrillas’; danzas de salón que los sectores altos escenificaban en las festividades de Inocentes.

El pasillo originalmente fue un baile de ‘pareja agarrada’ que incluía un paseo en el preludio de rigor y dando vueltas en compás de ¾. Precisamente aquel acto de pasear, que rememoraba al paseíllo de los toreros en el ruedo, fue el que dio origen al término pasillo. Como sea, este ritmo es parte sustancial de la identidad de un país. (O)

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Los seguidores de Salomón

En estos días, en estos aciagos días, las redes están inundadas de improperios. Cuando eso sucede, nada mejor que volver a las palabras antiguas, escritas desde las diversas visiones, para buscar algo de aliento. Y esto, porque algunos parecen haberse convertido en notarios de la desesperanza.

Mas, como se sabe, a lo largo de la historia han existido prodigios de sabiduría. Fue proverbial Salomón. Su historia es harto conocida. Dos mujeres comparecieron ante el rey Salomón con dos bebés, uno muerto y otro vivo. Ambas afirmaban que el niño vivo les pertenecía, y decían que el muerto era de la otra. Así inicia uno de los relatos más admirables de este rey sabio, que al final -después de proponer partir al niño- la madre verdadera está dispuesta a entregarlo a la otra, lo que prueba su desprendimiento.

Aquí alguno de sus proverbios: “Mejor es un mendrugo de pan a secas, pero con tranquilidad, que casa llena de sacrificios de discordia”. Otra de sus sentencias fue: “El malo está atento a los labios inicuos, el mentiroso presta oído a la lengua perversa”, además nos dejó estas palabras que -como toda cosa dicha por los antiguos- perdura en estos días: “Quien se burla de un pobre, ultraja a su Hacedor, quien se ríe de la desgracia no quedará impune”.

Bien se sabe que los humanos que acumulan objetos no siempre acumulan sabiduría. Así se deduce de este mundo donde tener es mejor que saber, donde la ostentación es el fetiche de una sociedad que premia a quienes considera prósperos, por el hecho de tener dinero. Y ese es un tema recurrente desde aquel famoso poema de Quevedo llamado ‘Poderoso caballero es don Dinero’. Porque se requiere, al parecer, de sensatez para distinguir la paja del trigo.

De allí que Amiel decía: “La sabiduría consiste en juzgar el buen sentido y la locura, y en prestarse a la ilusión universal sin dejarse engañar por ella”. “La sabiduría es un adorno en la prosperidad y un refugio en la adversidad”, era una de las frases de Aristóteles, quien, por cierto, también es uno de los pilares de lo que es Occidente.

Un personaje singular fue Diógenes. Despreciaba el poder y, cuenta la leyenda, vivía en un simple tonel. “La sabiduría sirve de freno a la juventud, de consuelo a los viejos, de riqueza a los pobres y de ornato a los ricos”, decía este hombre que llevaba una linterna en pleno día. Cuando le preguntaban qué buscaba, respondía simplemente: “Busco la verdad”.

“Pensar y obrar, obrar y pensar es la suma de toda sabiduría”, dijo Goethe, quien antes de morir -casi gritando- pronunció la palabra luz, acaso refiriéndose a la necesidad que tenía ese momento el mundo de encontrar algo de iluminación.


Para Milton, en cambio: “La principal sabiduría no es el profundo conocimiento de las cosas remotas, desusadas, obscuras y sutiles, sino el de aquellas que en la vida cotidiana están ante nuestros ojos”, que nos evoca lo que en el siglo III antes de Nuestra Era dijo el filósofo chino Mencio cuando nos recordó que dejamos de ser algo humanos el día en que perdemos el asombro de los niños. “Los sabios son los que buscan la sabiduría; los necios piensan ya haberla encontrado”, fue la sentencia de Napoleón. (O)

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Ibarra: 400 años de espera por el mar

El próximo 28 de septiembre Ibarra cumplirá 410 años de fundación. Fue levantada en la antigua heredad de los caranquis, el señorío étnico que floreció de 1250 a 1550 y que fue casi exterminado durante la invasión incásica en la laguna de Yahuarcocha (antes tenía el nombre de Caranqui cocha, según Espinoza Soriano).

Como parte de su historia está el relato de su fundador. Porque largo fue el camino recorrido por el capitán Cristóbal de Troya -al año siguiente de levantar la villa- buscando el mar por Esmeraldas, motivo de la nueva Villa de Ibarra. Al mando de 20 arcabuceros llega hasta el añorado mar y escribe en su diario:

“Al anochecer nos juntamos todos los compañeros, pusimos las balsas y canoas en tierra. Aquella noche estuvieron más de 340 indios en tierra. Nos parecía que harían amistad.  A ellos, por medio de un intérprete que llevaba, les ordené que ninguno echara ni canoa ni balsa en el puerto, porque al que no cumpliere lo mataríamos con un arcabuz. Al efecto, se pusieron guardias. Los indios, con todo cuidado, cumplieron la orden (...). Por la mañana de aquel día me quedé en la playa, a la ribera del mar...”.

Pero esta vía -soñada por las élites quiteñas que desean exportar sus productos- tiene más obstáculos que las selvas tropicales. Guayaquil, con su puerto, y Callao, se oponen tenazmente para defender sus intereses mercantiles. Rocío Rueda Navas devela una realidad:

“Los ricos españoles y encomenderos asentados en las que ahora son las provincias de Carchi, Imbabura, Pichincha, Cotopaxi, se habían dedicado, principalmente, a la creación de obrajes dedicados a la producción de textiles de buena calidad como bayetas, jergas, frazadas y paños que se vendían muy bien en el exterior. Ellos vieron en la apertura del camino, que incluyera un puerto, “… la posibilidad de incrementar sus beneficios”, pues los obrajes se encontraban localizados “en el eje económico longitudinal, en el circuito hacia Nueva Granada, por Quito, Pasto Popayán, Santa Fe, Cartagena”.

Nada pueden hacer, sucesivamente, los presidentes Ibarra, Morga, Lizarazu, De Alcedo y hasta Carondelet, a inicios del siglo XIX, contra la voluntad de los Virreyes de Lima y el monopolio de Guayaquil, con el argumento de que abrir una vía de Ibarra a Esmeraldas habría de afectar el comercio con Panamá, Centroamérica, e incluso México. No encontraron mejor aliado que el virrey, Francisco de Borja y Aragón, quien imaginaba que por la senda entrarían los piratas y hasta se tomarían las costas. Sí, corsarios como Francis Drake, que asolaron los farallones del Guayas, según los comentarios e intrigas de los comerciantes porteños, apoyados por el Cabildo de Guayaquil.

Y no solamente Borja, gentil hombre de la Cámara del rey Felipe III, tenía esta opinión. Su juicio contagió al presidente Montúfar y al virrey Eslaba, quienes creían que “lo inculto y poco traficable de los caminos de esta América es su mayor resguardo”. Ibarra tuvo que esperar 400 años para encontrar el mar y, obviamente, aún no tiene un buen puerto. Ni hablar del eje San Lorenzo-Ibarra-Manaos-Belén do Pará. (O)

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La diosa Oshún anda por Ibarra

En la época colonial, un cura de Ibarra se quejaba de las prácticas demoníacas de los negros. Habían llegado traídos como esclavos por los jesuitas que, como refiere Federico González Suárez, traficaban hasta trago. Los 1.760 esclavos trabajaban en los trapiches y eran parte de las 131 haciendas que los clérigos tenían antes de su expulsión a finales del siglo XVIII.

Los mandingas estaban en la mira. No eran otros que los brujos negros que continuaban sus prácticas ancestrales traídas de África, especialmente con el sacrificio de chivos. Sus ritos no tenían nada de satánicos, porque sus deidades no se parecían en nada a esos diablos con cola y olor azufre, que llegaron subidos en las carabelas. Las prácticas de los brujos causaban estragos en los vientres que se hinchaban, como en el capataz de Cuajará. “Cosas del demonio contra la buena fe”, escribía el cura Urrantia, mientras enviaba esas palabras de denuncia que iban entre las otras misivas que hablaban de los milagros de la Virgen de la Caridad.

Los diablos y sus mandingas eran una suerte de energías. Y, claro, había que esconderlos porque los curas doctrineros andaban sueltos destruyendo también los ídolos de los indígenas, en lo que se llamó la extirpación de idolatrías (uno de los capítulos más vergonzantes de la humanidad). Para entender esto, para el mundo católico, es como si tras una invasión de una fuerza enemiga, los conquistadores cercenaran a la Virgen del Quinche.

Pero los negros fueron astutos. A lo largo de América Latina, donde fueron traídos con cadenas, sus dioses sobrevivieron. Eduardo Galeano lo explica:

“Oxalá, a la vez hombre y mujer, se disfrazará de San Jerónimo y Santa Bárbara. Obatalá será Jesucristo; y Oshún, espíritu de la sensualidad y las aguas frescas, se convertirá en la Virgen de La Candelaria, La Concepción, La Caridad o los Placeres... Por detrás de San Jorge, San Antonio o San Miguel, asomarán los hierros de Ogum, dios de la guerra; y dentro de San Lázaro cantará Babalú. Los truenos y los fuegos del temible Shangó transfigurarán a San Juan Bautista y a Santa Bárbara. En otras tierras, los dioses tendrán dos caras, la Vida y la Muerte, y hasta dos cabezas, Dios y el Diablo, para ofrecer a sus fieles consuelo y venganza...”.

Pero también sus mitos se escondían en los instrumentos, como la bomba. Para los africanos, los tambores crearon el mundo y sus cuatro elementos: la piel mojada, corresponde al agua; puesta a secar, el fuego; su caja hecha de madera, la tierra; y cuando se escucha el tronar de los tambores es cuando llega el aire.

También se hablaba de la tribu de los carabalí y su rito del Abajua. En la ceremonia del Emori, el chivo revivía el misterio y el poder místico de la princesa Sikán, para consagrar al tambor Ekué. En su tremolar traía la voz de Abasí Bomé, máximo secreto ñáñigo durante el funeral oficiado por Anamanki o ‘diablito’, sin la cola europea, que salía a danzar con los negros lejos de las miradas del amo, en una tierra que había recibido tantas y tan diversas aldeas de África, unidas por la poderosa percusión de sus tambores. ¡Suena Marabú y Carlitos Gonzalón! (O)

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Velasco, el primer historiador

Nuestro continente, Latinoamérica, como dice Eduardo Galeano, no solamente ha sufrido la usurpación del oro, sino también de la memoria. Con Juan de Velasco la historia comienza a ser contada por nosotros mismos, lejos de los relatos que hacían los conquistadores, quienes escribían la historia según sus intereses y visiones. Obviamente, como espíritu de su tiempo, su historia también está llena de mitos, desde los gigantes de Santa Elena hasta Cantuña. ¿Pero no es la mitología también parte de un pueblo?

Por este motivo, la labor de Juan de Velasco es pionera. Obviamente, hay que entender el trabajo de este riobambeño nacido en 1727 como el producto de una época. Pero hay algo que es importante: la visión del ‘otro’. Antes de este jesuita, la historia de los indios únicamente servía como número de un obraje. Con una nodriza indígena, él gustaba de conversar con los más ancianos para conocer sus costumbres. De él, por ejemplo, quedan para la posteridad los relatos que le contara Jacinto Collahuazo, sobre el antiguo Reino de Quito, cuyo legado escrito fue extraviado, como era la costumbre de los conquistadores que no entendían que pudieran existir otras visiones. Pero también hay que decirlo, la nueva historiografía ya ha puesto distancia -con nuevos datos e interpretaciones- acerca del Reino de Quito para poner énfasis en los señoríos étnicos, como el caso de los caranquis o puruhaes.

Sin embargo, no hay duda de que Velasco cimentó la incipiente identidad ecuatoriana, aunque sus detractores lo han calificado de fabulador. Pero hay un dato: la Historia Natural, Historia Antigua e Historia Moderna, que terminó en el exilio de Faenza en 1789, poco antes de morir; recién pudieron ser publicadas en 1840 y en algunas ediciones posteriores fueron suprimidas partes importantes de sus escritos.

Y hay una explicación: la visión de Juan de Velasco se enmarca en un sentido profundamente criollista -que produce un cambio ideológico- en contra de la posición oficial de los españoles. Bernard Lavalle, historiador contemporáneo, dice que estas obras criollistas participaban activamente de la reivindicación americana de su tiempo. Y esa reivindicación tiene una palabra: identidad. Y en el caso de nuestro país, Agustín Cueva lo señala: “Es la primera obra de esta índole en donde lo que hoy es el Ecuador aparece como identidad histórica definida”.

Velasco también publicó El Ocioso de Faenza, poesías que hablan de la vida en el exilio de los jesuitas y otras obras no exentas de humor, pese a sus graves enfermedades que, al final, lo dejaron ciego, cuando murió en 1792. Por él podemos acercarnos a un legado de ecuatorianidad, rico en descripciones y datos históricos que nos revelan a un hombre profundamente comprometido con su patria, que se estaba gestando. Además de su diccionario quichua-español, Velasco nos legó poesías. Después vendría -con otra visión- el obispo de Ibarra, Federico González Suárez, que -defendiendo la verdad histórica- hizo incluso una profunda crítica a la propia Iglesia católica. (O)

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