jueves, 18 de marzo de 2021

El Titanic frente a Samborondón, 2021/03/18

 


Es fama que la llamada orquesta del Titanic, dirigida por Wallace Hartley, demostró una humanidad sin límites porque prefirió no abandonar el barco, mientras algunos escapaban incluso solos en los botes. Se lee que “durante el hundimiento, los ocho miembros de la banda se situaron en el salón de primera clase en un intento por hacer que los pasajeros no perdieran la calma ni la esperanza. Más tarde continuaron tocando en la parte de popa de la cubierta de botes. La banda no dejó de tocar incluso cuando ya era seguro que el buque se hundiría”.

 

Por las películas, se conoce que la canción que interpretaban era Nearer, my God, to Thee o Cerca de ti, Señor, un himno cristiano del siglo XIX escrito por Sarah Flower Adams, basado en el pasaje del Génesis 28:11-19, del sueño que tiene Jacob de una escalera que llega a los Cielos y hasta a los ángeles. “¡Más cerca, oh Dios, de Ti, más cerca sí! / Aunque sea una cruz que me lleve a ti”, dice al inicio.

Los ochos músicos no sobrevivieron esa trágica noche del 14 de abril de 1912 y únicamente tres de sus cuerpos fueron rescatados, tras el choque con un iceberg del barco de lujo, donde viajaban millonarios como Benjamin Guggenheim o John Jacob Astor IV. El cuerpo de Hartley fue hallado y recibió honores de héroe, pero la naviera White Star Line le cobró a su familia por el coste de la pérdida de su uniforme.

Como si fuera la otra cara de Jano sin buenos augurios, me llegó ese momento del declive de fastuoso navío, mirando el video filtrado de los músicos instalados junto a una piscina privada del Club Rotario de  Samborondón tocando “Closet to you”, de The Carpenters, para insuflar serenidad a los 560 socios quienes se adelantaron para recibir su vacuna de la Covid 19.

El tema en su primera parte dice: “Why do birds suddenly appear / every time you are near?” Curioso, al igual que la canción del Titanic en el segundo párrafo habla de ángeles. Sabemos que la frase de los rotarios es “Dar de sí, antes de pensar en sí”, lo que desconocemos es si –recordando a la banda del infortunado Hartley- a los músicos criollos también los vacunaron, antes de su regreso en bus.

 

https://www.eltelegrafo.com.ec/contenido/autor/15/juan-carlos-morales

Revise la publicación en RutaKritica.org

 


 

 

Te hablo desde la prisión, 2021/03/11

 


Ante un evento, de cualquier índole, es preciso acudir a las voces de quienes ya los vivieron, para saber de qué estaban hechos. Aunque las circunstancias varían, las mismas preocupaciones existían para aquellos que –hace miles de años- se recogían en torno a la hoguera, ante el horror de la noche y de la muerte, y para quienes, como nosotros, deslizamos la pantalla del celular mientras una pandemia nos acosa reviviendo iguales miedos.

No hay, al parecer, ninguna diferencia de un médico medieval, con su imponente máscara de estilo cuervo, a la enfermera que, vestida como astronauta, se enfrenta a una similar peste, provocada también por un “homo sapiens” que devasta las regiones naturales y, en el pasado, por la intolerancia de sacrificar a millares de gatos por creerles satánicos y que dejó vía libre para la proliferación de las ratas.

No es descabellado pensar que el mismo sentimiento tenía aquella mujer que perdía a su hijo en una batalla que aquel desconsuelo de saber, en este caso por la televisión, de una madre que comprueba un naufragio frente a las costas de África. Cualquier acontecimiento que le ocurre a un humano es de nuestra incumbencia y por ende la sociedad es como un pabellón de espejos que refleja sus fragmentos.

Está, por ejemplo, el tema carcelario en nuestro país, más allá de las disputas de mafias. Pienso en este caso en un ser humano en específico, de aquel que está encerrado, a veces por injusto motivo (tal vez un día despenalicen las drogas). Está el hecho de alguien de mi misma especie rodeado de barrotes: “Condenado para siempre / en esta horrible celda”, canta el salsero Wilson Manyoma.

Nelson Mandela, tras 27 años de encierro por un “apartheid” que era legal, escribió: “Suele decirse que nadie conoce realmente cómo es una nación hasta haber estado en sus cárceles. Una nación no debe juzgarse como trata a sus ciudadanos con mejor posición, sino por cómo trata a los que tienen poco o nada”. “El grado de civilización de una sociedad se mide por el trato a sus presos”, dejó como sentencia el ruso Fiódor Dostoyevski, quien también estuvo cautivo en un gulag de Siberia, por cuatro largos años. (O)

 

https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/15/te-hablo-desde-la-prision

 

jueves, 4 de marzo de 2021

El diablo en Imbacocha, 2021/03/04

El mundo natural, en la cosmogonía de los pueblos originarios como es el caso de los Caranquis, al norte del país, no son meros elementos del paisaje sino están conectados a su mitología.

Tal es el caso de las lagunas, que son deidades del agua, que son parte de un panteón mítico bajo la tutela de los montes, como el Taita Imbabura y la Mama Cotacachi, a diferencia de las deidades del sol, que trajeron los incas pero que apenas se introdujo y, esa sí determinante, la cruz llegada de la mano de los conquistadores y sus cristos agónicos y sangrantes.

Este sincretismo está presente en este mito que comparto: Manuel Santillán no tenía consuelo. Su longuito, su sobrino querido se había ahogado en el lago San Pablo. Habían pasado varios días pero su cuerpo permanecía en las aguas. Con los ojos colorados acudió donde un yachac.

El brujo le dijo que construyera una cruz enorme y que le cubriera de flores. En el centro debía poder un cuy, también llamado conejillo de Indias, y unos huevos. La cruz debía ser clavada en el sitio donde pereció el muchacho. Además una advertencia: quienes hundieran la cruz debían ser hombres valientes porque es posible que vieran el Infierno.

El yachac habló y Manuel Santillán pensó que cualquier sacrificio valía la pena si los restos del joven surgían del lago, después de tantos días. Por eso, con la enorme cruz a cuestas y con la ayuda de otros indios valientes, Santillán llegó hasta el Imbacocha, como se lo conoce también al lago San Pablo.

Entraron a sus aguas cristalinas, rodeadas de totoras. Mientras arrastraba la cruz cubierta de flores, Manuel Santillán pudo ver el infierno: era un diablo que estaba acostado de espaldas dentro del agua. Los pies estaban en dirección a Reyloma y la cabeza hacia Camuendo.

Al otro día, el cuerpo del joven emergió de su prisión de agua: los símbolos del brujo indígena se confundieron entre las flores que flotaban en el lago, de aguas mansas y totoras. Acaso Manuel Santillán miró al supay, la fuerza del mundo andino, más que el diablo que hace mucho tiempo perseguía al brujo con su fétido aliento. (O)

 

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martes, 2 de marzo de 2021

Caminando con Eugenio Espejo, 2021/02/25

El imaginario de las calles no solamente está en su nomenclatura. A diferencia de otros países, donde se fijan por números, en el nuestro llevan el nombre de destacados personajes. Sin embargo, en la mayoría de ocasiones, desconocemos de quiénes se tratan.

Refiero esto porque hace algunos años, con editorial Trama publiqué un libro Quito: las calles de su historia. Al conmemorarse en esta semana el día de los bibliotecarios por el nacimiento el 21 de febrero de 1747 del ilustre Eugenio Espejo, me sumo a su homenaje. Quisiera mencionar además el libro de Cartas y lecturas, editado por el Banco Central del Ecuador, 2008, que hace del personaje Carlos E. Freile, para conocer qué se leía en esa época, considerando precisamente que Espejo era bibliotecario y además en sus escritos se puede comprobar la cantidad de autores que citó, que según Freile son 795 (pag. 301), de los cuales 79 son filósofos. Aquí el micro relato anunciado:

Eugenio de Santa Cruz y Espejo caminaba por esta senda, meditando sobre las ideas independentistas, con influjo de la Ilustración. Venía visitando enfermos del Hospital de la Misericordia de Nuestro Señor Jesucristo, donde investigó la viruela para combatirla o los beneficios de la quinina, mientras algunos le increpaban su ascendencia indígena de Cajamarca o el recuerdo de su madre, una mulata quiteña. Su apodo era Chusig que en kichwa significa búho. Espejo iluminó a los próceres de la Real Audiencia con el periódico “Primicias de la Cultura de Quito”.

Cuando el doctor Espejo, de veinte años, pasaba por esta senda aún se llamaba calle del Chorro. Poco después de escribir su libro “La ciencia blancardina” se llamó calle del Cuartel. Fue una ironía porque allí fue encerrado el patriota más prominente del siglo XVIII. Murió a los 48 años poco después de ser liberado. El primer periodista del futuro Ecuador había encendido con sus palabras la antorcha de la Libertad.

El Telégrafo - Caminando con Eugenio Espejo (eltelegrafo.com.ec)

 

Villalba, cronista de San Antonio, 2021/02/18

Desde la colina, San Antonio de Ibarra –deslizándose por las faldas del Taita Imbabura- parece un pueblo modelado por la arcilla. Aún conserva el verdor pero ya no están los árboles de nogal ni los hábiles tejedores de sombreros de paja toquilla (monseñor Leónidas Proaño, uno de sus ilustres hijos, los fabricaba de niño). Ahora la población es distinta: elegido recientemente Pueblo Mágico –una estrategia del marketing turístico que ya se aplicó en México, con buenos resultados- y su talla de madera es patrimonio cultural. Las dos designaciones, si los propios sanantonenses no se apropian, serán meras declaraciones.

Desde que en 1880, por iniciativa de prominentes clérigos de Ibarra, se crearan los efímeros talleres artísticos, hasta el entusiasmo de los hermanos Reyes, las fiestas populares y la chamiza, la maestría de los imagineros y la diversidad de sus pintores, la huella de Galecio y las propuestas artísticas incomprendidas, los artesanos y sus intentos infructuosos de encontrar un rumbo común hasta la desaparición del nogal que amparaba en la infancia, han pasado mucho agua bajo el molino.

Contar esa historia no es fácil, porque San Antonio tiene una particularidad, como es el caso de Chordeleg, en el austro dedicado a la joyería; Montecristi, famosa por los sombreros de paja toquilla que andan por el mundo o Zaruma, el pueblo más encantador del país, en medio de cafetales y minas que carcomen sus entrañas. Tenía que ser un hijo de estas tierras quien relatara sus venturas y desdichas, como es el caso de Oswaldo Villalba, quien acaba de publicar el libro Bajo la sombra del nogal.

La obra es un acercamiento a la memoria para que no triunfe la indiferencia, porque al desentrañar el pasado se hallan las pistas del futuro. Los libros son, además, esa brújula que deberían tener cada una de las ciudades del país, que se inventa cada cuatro años, pero olvidan sus orígenes.

San Antonio de Ibarra solo tiene un destino: olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades, antes de que la última imaginería sea engullida por la megaciudad que sigue dando sus pasos inclementes.

 

El Telégrafo - Villalba, cronista de San Antonio (eltelegrafo.com.ec)