sábado, 22 de diciembre de 2012

Fin del mundo a lo Marx


Escribo estas líneas mientras espero el fin del mundo, según dicen las supuestas lecturas de los códices mayas. Pienso en las cosas que pudieron ser y no fueron, parafraseando a Borges. Solo he visitado una de las siete maravillas del mundo y he viajado por el extenso río Amazonas.
Si la ventura nos acompaña quemaremos a los monigotes de finde año, en un ritual ecuatoriano que incluye viudas carishinas(como hombres, sería en quichua) y testamentos. Si el tiempo nos alcanza para presenciar el ritual del fuego, el cambio de ciclo, que no es otra cosa que el año viejo, podemos reírnos de nuestros propios fracasos.
Mientras tanto busco algo de humor, algo que también al amable lector le arrebate -por un momento- de esa construcción cansina que son las malas noticias, pasadas todos los días en horario estelar. Nada mejor que volver a los textos de Groucho Marx, el más serio de los Marx, no aquel que profetizaba la muerte de los centros comerciales, aunque no los había visto nunca.
Este Marx que me refiero también tenía sangre judía. Hijo de un modesto sastre, se dedicó a dejarnos frases memorables. Pienso en las inocentadas, que curiosamente nos recuerdan las atrocidades de Herodes, pero que en nuestro país sirven para burlarse del prójimo.
Aquí alguna de sus frases para ser recitadas mientras los alienígenas, como algunos aseguran, nos invadirán en estos días:
“Hay tantas cosas en la vida más importantes que el dinero, ¡pero cuestan tanto!”.
“Disculpen si les llamo caballeros, pero es que no les conozco muy bien”.
“El matrimonio es una gran institución. Sobre todo si te gusta vivir en una institución”.
“Él puede parecer un idiota y actuar como un idiota. Pero no se deje engañar: es realmente un idiota”.
“Es mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente”.
“Humor es posiblemente una palabra; la uso constantemente y estoy loco por ella. Algún día averiguaré su significado”.
“Jamás aceptaría pertenecer a un club que admitiera como socio a alguien como yo”.
“La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”.
“La televisión ha hecho maravillas por mi cultura. En cuanto alguien la enciende, me voy a la biblioteca y leo un buen libro”.
“Nunca olvido una cara. Pero en su caso, haré gustoso una excepción”.
“Partiendo de la nada alcancé las más altas cimas de la miseria”.
“Solo hay una forma de saber si un hombre es honesto: preguntárselo. Si responde sí, ya sabemos que está corrupto”.
Lápida de Groucho: “Disculpe señora que no me levante”.



domingo, 16 de diciembre de 2012

La sirena de Cuabungo


Las vertientes o pogyos, en quichua, son sitios sagrados para el mundo andino, porque allí se encuentra el agua, que llega de los montes considerados como deidades. En la mitología, las quebradas son sitios de sirenas, como el relato que comparto.
En el pueblo de San Roque, en Imbabura, no había otro como Antuco Mantilla. Lo de Antuco obviamente, le venía de Antonio y -como si se tratara del santo que ponen las solteronas de cabeza- poseía un magnetismo que la gente entendida dice que es tener  ángel o duende. ¿Cómo es eso? Bueno lo que ocurre es que Antuco era músico, pero no cualquiera.
Ese carisma para los tablados era un don envidiado por los otros mozuelos. Una tarde, decidió vagabundear por las estribaciones del cerro. Como el aire estaba fresco, decidió dirigirse a la quebrada de Cuabungo. Por el camino se retrasó, ora mirando el paisaje ora observando a alguna muchacha que pasaba hasta perderse por la fila de pencos.
Como sea, llegó en ese tiempo en que el Sol es devorado por las montañas, que se tornan azules a la distancia. Encontró un sendero. Lidió con unos espinos y escuchó el rumor del agua. Al colocar el pie en el estanque, una presencia le dejó fascinado: era una mujer que estaba dentro del agua. Su cabellera espléndida le caía en sus hombros desnudos. Sus labios eran altivos. Tenía la mirada penetrante, como la garúa que comenzaba a caer. El sonido del agua parecía escurrirse por su cuerpo. El agua golpeó sus caderas con un chorro bravío, que dejó una estela espumosa y blanquísima.
Antuco se imaginó que era una sirena, como decían las historias de quienes habitan en el mar. No tuvo tiempo de comprobarlo porque la mujer le habló:
-Trae una guitarra destemplada durante siete noches- le dijo.
Antuco perdió el aliento. Algo en el agua, como si fuera una extremidad de pez, se sacudió en la alberca de Cuabungo. No es preciso decir que Antuco volvió cada noche donde esta extraña mujer que le entregó el don de la música, en medio de las vertientes que bajan del Imbabura.
Guardó por mucho tiempo el secreto de la mujer-pez, que se parecía a la historia griega de las sirenas que cantaban a la distancia mientras el valiente Ulises escuchaba delirante sus cantos, aun cuando permanecía amarrado al mascarón de proa.
Pero Antuco más bien le debía sus dones a la mujer fantástica. Con el tiempo, integró la prestigiosa banda de San Roque. Dejó la guitarra y optó por la trompeta. A veces, cuando la fiesta estaba en su apogeo, el músico lanzaba un solo musical como si las melodías que salieran de la corneta pudieran llegar hasta la quebrada de Cuabungo.




sábado, 8 de diciembre de 2012

Calles de Quito

Las calles de Quito son una cartografía para entender la ciudad. Por ejemplo, la calle Benalcázar, de la cual describo: Cuando Sebastián de Benalcázar llegó a Quito, en 1534, había aún un olor a ceniza en el aire de la ciudad destruida. No importaba porque ya la había fundado a lo lejos. Por ordenanza, se creó la Calle Real, eje del trazado de la urbe.
Se llamó también Calle Angosta, y los primeros historiadores creían que era la senda prehispánica que unía el Templo del Sol (Panecillo) con el Templo de la Luna (San Juan). Las familias quiteñas poderosas no se contentaron con sus patios de pileta y las llamaron por sus apellidos, como si al nombrarlas así las poseyeran: calle Sáenz la denominaron, por las charreteras de un general, más tarde calle del Correo.
En la vía está la Casa del Toro, con una escultura que recuerda el séptimo trabajo de Hércules, con el toro de Creta. Al frente, la estatua de Benalcázar mira hacia lo que fue su antiguo solar. No tuvo tiempo para levantar su morada ni mirar la ciudad, que crecía en donde antes caminaban otros dueños. Andaba con un sueño insaciable y para sus encuentros con los nativos tenía un traductor para una sola palabra: oro.
Otra calle emblemática es la Venezuela: De plata fueron hechas las lunas menguantes para los pies de las vírgenes de madera. Los devotos iban a la calle de la Platería para pedir favores a sus santos a cambio de joyas o indulgencias que solicitaban los conquistadores cuando se hacían viejos, como perdón de sus pecados. Estos hombres de antiguas corazas acaso querían olvidar sus sangrientas masacres contra los indígenas.
Iban a las capellanías a pagar misas para toda la eternidad porque sabían que las imágenes de madera eran benévolas con las almas atormentadas. En 1613, el Alguacil Mayor de Quito, don Diego Sánchez de la Carrera, había llegado de allende el mar para decidir sobre la vida de los quiteños. Acaso quisieron halagarlo y la calle se llamó De la Carrera.
En la misma calzada, Antonio José de Sucre, patriota venezolano, construyó su casa, con indicaciones que llegaban en cartas escritas en el fragor de las batallas de Independencia. Unas balas de la infamia lo asesinaron en Berruecos, pero nadie olvida que de Venezuela también llegó el ejército libertario de llaneros.
En las calles está no solamente la nomenclatura, sino la construcción de un imaginario de siglos. Siempre regreso a la misma calle, la Pereira, a una cuadra de Santo Domingo, en una época cuando llegaba con los libros envuelto un talego de imágenes gastadas, como diría Arreola.




Tomada de la edición impresa del Sábado 08 de Diciembre del 2012


sábado, 1 de diciembre de 2012

Evocación de Quito, sin luna


Desde el cuarto de estudiante, en un tercer piso de la calle Pereira, se podía escuchar las campanas de la iglesia de Santo Domingo. Abajo, estaba una suerte de peña, con el olor inconfundible de guayusa. Si nos atrevíamos, en la plaza nos esperaban los famosos “agachaditos” de guatita y, con más aliento, los secos de gallina de la Mama Miche donde, según dicen, iba el mismísimo Fakir, César Dávila Andrade, a comer fiado.
A veces, salíamos con los otros estudiantes a rondar el barrio y, en la calle Rocafuerte, se podía escuchar unos pasillos: “Todo lo que quise yo / tuve que dejarlo lejos / siempre tengo que escaparme y abandonar lo que quiero”. Había un tema recurrente: “Yo soy paisano / me voy a Quito / me han comentado / que hay lindas guambras / y que a los chagras nos quieren mucho / porque toditos somos alhajas”. Seguía la tradición, como mi tío Simón Arturo, quien migró a esa capital donde en alguna ocasión llevó serenos con los mismísimos músicos ciegos quienes, una vez borrachos y con sus acordeones a cuestas, los persiguieron en una noche inolvidable.
Quito es una ciudad también de provincianos, aunque exista la Asociación de Quiteños Residentes en Quito, como una mofa al chauvinismo. Por allí apareció un grafiti: “Fuera chagras de Quito”, pero abajo había un añadido: “Quiteños: hijos de chagras”.
Con el tiempo, escribí el libro “Quito: las calles de su historia”. Para ello tengo cédula de ciudadanía: haber vivido en la Mama Cuchara, en una casa enorme, una suerte de conventillo para ser sinceros, donde el dueño de la morada tenía a su santa madre en una urna, en el último de los patios. De esas historias del Quito profundo comparto el texto de la calle Bolívar. Fue hecho cuando Quito fue declarada Ciudad Iberoamericana de la Cultura, en 2004.
“A San Francisco llegan las palomas, atraídas por la algarabía de la plaza, que una vez fue un mercado precolombino. Antes se llamaba de los Agachados de San Guillermo o de San Antonio: tiendas con panela y velas de sebo; molinillos de harina de Castilla; cafés con humitas; colaciones en los portales de Santo Domingo. Ahora, cuando la calle Bolívar llega a la plaza parece esperar la estatua de Sucre, que mira al Pichincha, el sitio de su máximo triunfo contra las colonias del antiguo régimen español y su legado: espada, cruz, castellano y cadenas.
Los héroes, dicen, solo mueren cuando son olvidados. La memoria de esta América no solo está en los nombres de sus calles, porque no se cree que Bolívar haya arado en el mar”.  Siempre me resuena un grafiti: “Quito: patrimonio de la soledad”.


Tomada de la edición impresa del Sábado 01 de Diciembre del 2012