viernes, 27 de junio de 2014

Creo en las piedras del río



Creo en la futura muchacha que estará levantando un lecho con maderas vistas mientras un jazz insufla la tristeza de esta ciudad arrugada, creo en los tules de la bruma que no permitirán que ascienda a los cielos como Remedios la bella, en la novela de Gabriel García Márquez. Aunque las dos están henchidas de amor yo necesito bailar una danza de tules en la eternidad mientras el sol se entierra en el Sur.
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Creo en mi abuelo Juan José que tenía como brújula a una flor y en mi padre, César, que me enseñó cómo atrapar imágenes en el alba; creo en las manos de mi madre, Rosa, cuando hace mínimos panes de yuca y me envía a Quito, para que esta  ciudad de luciérnagas de neón se deslumbre por su aroma.
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Creo en mis hermanos porque una noche de invierno vinieron hasta mis manos y las llenaron de caracolas. Creo en las piedras de río que he coleccionado en lugar de amontonar oro. Creo en las hadas y las musas que descubrí mientras jugaba en un estanque cuando era niño. Creo en las horas que dediqué a la música porque sé que en ellas están los ángeles que ahora duermen en mis sábanas, y creo en la dulce poesía de encontrar una manos, como en un tiempo posible. Creo en la muchacha que recibe mis cartas mientras yo añoro un tiempo indeleble, creo en sus anillos que son talismanes contra la bruma. 
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Creo en una novicia que sale por su torno de palomas y en el amor imposible bajo el signo del azar: creo que los dioses no pueden ser tan malditos. Creo, además, en una hamaca meciéndose con el rumor del mar... y dos viejos recordando una noche donde la isla de Isabela los convocó a la vida.

Fiesta del solsticio en Imbabura



En junio hay fiesta en el aire. El 21 es la hora del solsticio (sol quieto, en latín). Nuestros antepasados empezaron a leer la inmensa cartografía de las estrellas antes de escribir en la arena. Desde todos los confines, subidos en montes y atalayas, los antiguos astrónomos, quienes también eran magos, descubrieron la ruta de las constelaciones y calcularon, con sorprendente exactitud, el calendario de los solsticios y equinoccios.

Estas destrezas se tradujeron a la hora de la siembra y la cosecha, cuando, después de ser nómadas, pasaron a aprovechar la agricultura. Una época importante fue el solsticio de junio -a Imbabura, por estar en el hemisferio norte, le corresponde el solsticio de verano- donde el agradecimiento a la Madre Tierra por los dones recibidos aún pervive en una fiesta que, aunque tiene muchos nombres, posee un símbolo: la fecundidad.

Esta celebración solar no es exclusiva de los incas, como parece que creen quienes alientan esas reminiscencias olvidando que los caranquis, señorío étnico que construyó más de 5.000 tolas desde el Valle del Chota a Guayllabamba, poblaron estas tierras del 500 al 1500 de N.E., antes de las sucesivas invasiones de los cusqueños y españoles, en el siglo XVI. De allí que el término Inti Raymi, por lo demás declarado patrimonio en Perú, acaso no sea el mejor nombre para estas festividades que, para Imbabura, implican las deidades del tutelar monte Imbabura, dador de agua, así como cascadas, vertientes, ríos y árboles.

Obviamente, una fiesta no es estática y con la llegada de los nuevos dioses católicos, estos se incorporaron incluso con sus propios santos. Los así llamados sanjuanes han enriquecido con sus particularidades. La fiesta del solsticio, además, es un ritual donde se evidencia la transformación de estas sociedades microrregionales, no exentas de principios de reciprocidad y redistribución.

Sin embargo, en lo profundo del Jatun Puncha, como también se llama, sobrevive uno de los elementos que modificaron la historia de la humanidad: el fuego. No es descabellado dar un nombre: Nina Raymi, Fiesta del Fuego, después de todo aún las hogueras se encienden, entre el olor de la pólvora de los castillos mientras los danzantes suben y bajan colinas. Para volver a los orígenes no hay que olvidar que los antiquísimos pueblos encendían hogueras interminables para pedir al Sol que no se alejara del firmamento y, como todos los años, volviera para que germine la vida, en el eterno ciclo que va de las cenizas, con la quema de los rastrojos, a la semilla que, para el caso de los caranquis, era y sigue siendo el maíz.





lunes, 16 de junio de 2014

Los retos de Imbabura



Imbabura, como muchas provincias de un país que aún no existía, fue creada por el Libertador Simón Bolívar el 25 de junio de 1824. De hecho, recién en 1830 se consolidó Ecuador, en los territorios -al menos en la mitad- de lo que era el antiguo régimen, es decir la Audiencia de Quito. Apenas había pasado un año de la denominada Batalla de Ibarra, el 17 de julio de 1823, y esto significa que los patriotas requerían consolidar rápidamente la configuración de nuevos territorios.

Ahora, el reto de los imbabureños es, primero, olvidarse de sus diferencias entre ciudades -que lamentablemente aún existen- y construir una provincia de oportunidades, aprovechando precisamente sus diversidades. El otro tema es mirar el futuro. No hay que olvidar que la distancia entre Ibarra y Otavalo es de apenas 21 kilómetros, que es más o menos como decir desde El Inca al parque de la Alameda, en Quito, ciudad que tiene 57 kilómetros de largo.

Esta megaciudad que está construyéndose requiere una planificación entre todos, para proteger las laderas del Taita Imbabura, pero también para entender la región de manera global. En el futuro Ibarra estará unida inevitablemente a Atuntaqui, como sucede ahora mismo en ciudades ecuatorianas cada vez más cerca, como Portoviejo y Manta, y eso hará que las políticas deban construirse en conjunto.

De otro lado, el promedio de edad de los imbabureños es de 29 años, así que por allí está la clave de su desarrollo, es decir en la educación. Y esto porque el país está en el andarivel del cambio de matriz productiva y esto, para el caso que nos ocupa, no se conseguirá únicamente desde la nueva Ciudad del Conocimiento Yachay, sino que dependerá de los imbabureños, de sus emprendimientos, pero de manera especial en el cambio de la matriz cultural, y eso únicamente se logra con el tema educativo y con los referentes que están en las ideas (más bibliotecas y no solamente canchas deportivas).

A esto hay que añadir que los imbabureños debemos mirar no únicamente de manera vertical -es decir norte-sur-, sino también este-oeste. Quiero decir con esto que -con la nueva cartografía territorial- debería unirnos más lo horizontal, que es Esmeraldas, Carchi, Imbabura y Sucumbíos. De allí que una prioridad sea la construcción urgente de la vía hacia la Amazonía, por Pimampiro, donde faltan menos de 50 kilómetros.

Con Cañar, Imbabura es de las pocas provincias de la serranía que no tiene salida hacia el Oriente. Acaso, nuestro destino de mar sea encontrar la ruta San-Lorenzo-Ibarra u Otavalo- y Manaos, vía fluvial. En eso, Manta y Puyo ya han tomado la delantera. La palabra la tiene Imbabura.

 

domingo, 8 de junio de 2014

San Francisco y el fútbol



Lo mejor que le puede pasar a un equipo -como a San Lorenzo de Almagro- es que el mejor hincha sea el mismísimo Papa. Sí, Francisco alienta a su equipo, por lo que el club –el ‘Ciclón’, como lo llaman al ‘azulgrana’- le envió una camiseta que dice: “Papa Francisco. Rezamos por vos, rezá por nosotros”.

Todos creíamos que a los papas no les gustaba el fútbol, aunque el nuevo santo ‘súbito’ Karol Wojtyla jugaba como delantero, pero acabó siendo portero en un equipo local de Wadowice. Debe ser por eso que Juan Pablo II atajó tanto al comunismo.

A propósito de religión y fútbol, calza perfecto un microcuento de Jairo Aníbal Niño: “Dicen que cuando san Francisco -en su humildad y en su sabiduría- inventó la pelota de trapo, la chutó con toda la fuerza de su pie, y la bola entonces fue una paloma negra y gorda que pasó de manera inatajable por el extremo izquierdo del arco iris. Dios, conmovido con la exaltada alegría de su siervo, decidió que algún día crearía el fútbol”.

Esto debió saber nuestro cura Juan Manuel Basurco, el de los ‘botines benditos’, cuando jugaba en Barcelona, y, con los años, fue titular de una cátedra de filosofía. “Como parte de las misiones diocesanas fui destinado a Ecuador, a los 26 años”, contaba Basurco, a los 69 años, retirado de todo. “Por despuntar el gusto comencé a jugar en la parroquia, en San Camilo. Hacía goles, sí. Muchos, pero al principio me dejaban chutar por ser el cura, hasta que se dieron cuenta de que seguía haciendo goles también cuando me marcaban”. Al final, el sacerdote dejó la Iglesia, se casó, tuvo dos hijos y se jubiló en la docencia.

Es una de las historias que trae el fútbol, ahora que estamos a punto de entrar en la Copa del Mundo en Brasil, a propósito bajo el signo del Cristo Redentor, de Río de Janeiro. Esa tierra del ‘Rey Pelé’, a quien Horacio Ferrer hizo un poema:
 “A Edson Arantes do Nascimiento
 Pelé
 le hicieron pobre en la cuna
 con un grano de café bajo la luna…”.

Ya que estamos en tema religioso y sin ofensa transcribo el Padrenuestro a la bendita pelota:
 “Fútbol nuestro que estás en la cancha,
  santificado sea tu cuero.
  Vengas a nosotros justo al pecho.
  Hágase tu voluntad en penales como en tiros libres.
  Danos hoy nuestro pase de cada día.
  Perdona nuestros puntazos,
  como también nosotros perdonamos a quienes
  te tiran sobre el travesaño.
  No nos dejes caer en la tentación
  de mandarte a la tribuna,
 y líbranos del mal fútbol… ¡Amén!”. 

Para terminar, debo comentar que Maradona tiene su propia iglesia y feligreses, pero esa es otra historia de la ‘Mano de Dios’.





Un mito siona



El país construye, casi en silencio, una nueva universidad: Ikiam, que significa ‘selva’ en shuar. Aunque su enfoque está en la ciencia, su propuesta también es acercarse a la sabiduría de los pueblos ancestrales, como es su mitología. Aquí un relato de los ‘sionas’ para las futuras aulas.
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Hace mucho tiempo, en la tierra de los sionas, existía un hombre que había dedicado su vida a la cacería de todo sapo que encontrara a su paso. Era tanta su saña contra los anfibios que llegó un día parecía que los había exterminado a todos porque ya no se escuchó a ningún sapo croar.
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Un día el cielo se oscureció de manera inusitada. El lóbrego ambiente solo fue el preludio para que un ventarrón -salido de la nada- se posesionara en el centro del poblado. Y fue como si del infinito descendiera una forma que cuando se acercó a la tierra todos miraron absortos que se trataba de la Madre de los Sapos.
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Mientras tanto, el antiguo cazador de sapos se encontraba tranquilo en su morada cuando sorpresivamente llegó la Madre de los Sapos, que se sentó en su hombro derecho y fue como si en sus patas arrugadas tuviera raíces porque ya no se desprendió.
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El hostigador de los sapos tuvo que aprender a vivir con esa enorme alimaña, cada vez más aferrada a su hombro. Pero eso no era todo, porque la rana expulsaba sus líquidos en el cuerpo del cazador, que mantenían sus ropajes amarillos y fétidos. Todos sabían que el siona olía mal porque era el único que no asistía a las fiestas y pasaba ensimismado con la rana en su hombro.
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Tenía mucho tiempo el siona llevando al desproporcionado animal por todos los lugares y meditaba en silencio de cómo deshacerse de semejante intruso. Un día pidió al animal que se bajara un momento para poder cosechar los frutos de un árbol, cercano a un río caudaloso. El animal accedió. Cuando estaba en la cima el siona se lanzó al agua y así pudo desaparecer.
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Al llegar donde sus parientes les contó lo sucedido y pareció que todo iba a ser normal, cuando nuevamente la tarde se volvió oscura. Otra vez un viento fortísimo llegó desde la selva y encima venía la Madre de los Sapos, para hacer una propuesta:
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“Vengo a llevarlo, porque quiero que sea mi esposo”, le dijo mientras se le sentaba en el hombro. La oscuridad cedió al alba y cuando el resto de sionas quiso encontrar al exterminador de los animales no pudo hacerlo. Los abuelos sionas cuentan que nunca se supo sobre aquel atroz devastador de los batracios. Pero desde entonces, cientos -qué digo-, millones de sapitos volvieron a cantar por la Amazonía, que no sabe de fronteras.