miércoles, 14 de septiembre de 2016

sábado, 3 de septiembre de 2016

Fotografía: historia y promesa

Este mes se celebra a la fotografía. El pasado 19 de agosto se conmemoraron los 175 años de su nacimiento cuando en 1839 el Gobierno francés liberó la patente del daguerrotipo, el proceso fotográfico que Louis Daguerre ‘pulió’ tomando como referencia el trabajo de Joseph Nicéphore Niépce.

El aparecimiento de la fotografía, en el siglo XIX, fue parte de una larga tradición que inició en el Renacimiento con la camare obscura. Sin embargo, su llegada no podría ser más oportuna, en un momento en que, como sugiere Walter Benjamin, este invento “es el primer medio de reproducción de veras revolucionario”, nacido en la misma época del socialismo.

“No se trata de una casualidad, sino de una coherencia sincrónica entre una propuesta ideológica para un proyecto democrático de masas y una tecnología radicalmente nueva para la democratización de la cultura de masas”, como se lee en el libro La mirada opulenta, de Román Gubern.

Tampoco es casual que nazca en Francia, en medio del positivismo de Comte, pero también con la arrolladora burguesía que propugna una descripción más científica y exacta del mundo. Así, la fotografía logra algo que después se repetirá en nuestro país: que, al inicio, la clase media pueda tener acceso a un documento visual que antes era literalmente impensable. Lo propio ocurrió en Europa cuando los retratos -únicamente para hablar de uno de los estilos- eran onerosos para las clases populares.

De allí que el surgimiento de este prodigioso invento no solo que revolucionó los conceptos en torno al arte, sino que permitió -y sigue en su vértigo- hacer visible lo invisible. Y es que a inicios del siglo XX, la fotografía en el país había iniciado una básica democratización. La naciente burguesía había encontrado en la reproducción fotográfica la manera de perennizarse y ascender socialmente, debido a que la pintura al óleo resultaba onerosa.

Si bien esto constituyó el inicio, posteriormente el abaratamiento de costos de la fotografía pudo llegar a otros estratos sociales, lo cual produjo un  cambio: sectores sociales excluidos pudieron legitimar, por primera ocasión, la manera de verse, es decir lo simbólico que tiene la imagen. Al ser visibles, pudieron dejar a la posteridad un mundo que -de otra manera- se habría esfumado en el tiempo.

Aunque en la actualidad, especialmente en Quito, el arte de la fotografía llega a los museos o centros culturales, en el resto del país aún se cree que la fotografía es la de bodas, del día del abanderado o un selfie. De allí la importancia del Fondo Nacional de Fotografía (http://www.fotografianacional.gob.ec), cuya labor como parte del INPC es reconocida. Así, la colección fotográfica ‘En la mirada del Otro, Acervo documental del Vicariato Apostólico Salesiano en la Amazonía Ecuatoriana, 1890-1930’ fue registrada en la ‘Memoria del mundo’, por parte de Naciones Unidas.

Existen, obviamente, múltiples iniciativas en torno a la fotografía, pero la tarea primordial es situarle, como lo pensaron en sus inicios, como un arte. Y el otro tema es preservar ese legado que, en la actualidad, se deshace entre las manos. (O)

Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/fotografia-historia-y-promesa

Walt Whitman, el otro Estados Unidos

Casi siempre, los medios construyen una realidad ajena, porque siguen su esencia de creación: el amarillismo (hay que mirar el filme Ciudadano Kane). Absortos vemos a Donald Trump -que cierto que representa a una minoría blanca y racista- vapulear a los migrantes o a Hillary Clinton, con mucho que decir sobre el Medio Oriente. Pero Estados Unidos, como todos los países, no es solo su política.

Esa ‘atlética democracia’ fue en sus inicios adalid de cambios profundos en el orbe. ¿Qué país, si no, iba a entrar en una profunda guerra civil por defender la igualdad de los seres humanos, frente a los esclavistas sureños? Está el mensaje vigoroso de Martin Luther King, el jazz, la novela policial inventada por Edgar Allan Poe o el maravilloso Tom Sawyer, la generación Beat, el vértigo de Andy Warhol o el mismísimo hip hop y la salsa nacida en Nueva York. Y del siglo XIX está Walt Whitman y sus Hojas de hierba.

Jorge Luis Borges reseña el momento. “Whitman se impuso la escritura de una epopeya de ese acontecimiento histórico: la democracia americana. No olvidemos que la primera de las revoluciones de nuestro tiempo, la que inspiró a la Revolución Francesa y a las nuestras, fue la de América y que la democracia fue su doctrina”. Eligió, dice Borges, un nuevo método. Como uno de los experimentos singulares de la literatura, Whitman se convirtió en su propio protagonista. “Necesitaba, como Byron, un héroe, pero el suyo, símbolo de la populosa democracia, tenía que ser innumerable y ubicuo, como el disperso dios de los panteístas”. Así, lo encontramos, aunque nunca estuvo, en Texas o en la ejecución del abolicionista John Brown. Whitman, entonces, fue el modesto periodista y el hombre universal.

“Whitman ya era plural; el autor resolvió que fuera infinito. Hizo de su héroe una trinidad; le sumó un tercer personaje, el lector, el cambiante y sucesivo lector”. Borges reconoce que, para su traducción, consultó con provecho la de Francisco Alexander (Quito, 1956) “que sigue pareciéndome la mejor, aunque suele incurrir en excesos de literalidad, que podemos atribuir a las reverencias o tal vez a un abuso del diccionario inglés-español”.

Para entender esto, un ejemplo del canto 32. Whitman dice: “And a mouse is miracle enough to stagger sextillions of infidels”; Alexander traduce: “Y que una miosota es milagro suficiente para hacer vacilar a sixtillones de incrédulos”; Borges lo hace así: “Y que un ratón es un milagro capaz de confundir a millones de incrédulos”. Más allá de eso, y recordando a Paul Valéry, quien dijo que nadie como el ejecutor de una obra conoce a fondo sus deficiencias, está la voz poderosa de Whitman.

Lin Yutang, en 1939, se lamentaba que el norteamericano común estuviera más preocupado en tener un coche mejor que del vecino o un departamento en Manhattan precisamente habiendo tenido un poeta como Whitman. “Creo que una vaca paciendo con la cabeza baja supera a todas las estatuas”, diría el viejo poeta, tan poco leído en estos tiempos de pokémones. (O)


Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: http://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/walt-whitman-el-otro-estados-unidos

Prometeo y el 'Tiburón de Baltimore'

Corría el año 164 antes de Nuestra Era cuando el griego Leónidas de Rodas se coronó campeón en las pruebas de stadion (carrera de unos 180 metros), diaulos (cerca del doble que stadion) y en la carrera del hoplitódromo, en la que los participantes debían llevar casco, armadura y escudo. En 154 a.C, y con 36 años, logró 12 títulos. Ese récord duró 2.168 años de antigüedad hasta que el estadounidense Michael Phelps lo superó con 13 preseas doradas. Ahora, el ‘Tiburón de Baltimore’, como se lo conoce, tiene 23 de oro, amén del resto.

Pero no fue fácil para este extraordinario nadador. Dos años antes había estado en un centro de rehabilitación de drogadicción y alcoholismo, se había reconciliado con su padre Fred y, por si fuera poco, se había casado y ahora tenía, además, otra motivación, su pequeño hijo. Aunque ese es el lado humano, el verdadero espíritu olímpico lo mostró Phelps cuando felicitó a su rival, quien le ganó en los 100 metros mariposa, hace una semana. Fue Joseph Schooling, un singapurense que, curiosamente, cuando tenía 13 años se tomó una fotografía con su ídolo (la imagen circula ampliamente por las redes).

El lado negativo lo protagonizó el judoca egipcio El Shehaby cuando se negó a darle la mano al deportista israelí Or Sasson, quien poco antes le había ganado. Recibió un abucheo general porque -se supone- las Olimpiadas son para unir a los pueblos (la saudí Joad Fahmy habría fingido una lección con similar propósito antideportivo). Hay que ser claros: una cosa es la posición política de un país y otra sus deportistas.

Para entenderlos, hay que volver a los orígenes. En el libro El mundo de los griegos, Edith Hamilton señala que los helenos fueron el primer pueblo del mundo que jugó y lo hizo en grande, en medio de concursos de música y de danza. “Los grandes juegos -había cuatro, en temporadas fijas- eran tan importantes que al celebrarse uno se proclamaba una tregua de Dios para que toda Grecia pudiera acudir sin temor”. Competían por un honor tan codiciado como ningún otro: una rama de olivo (eso era burla para los persas o egipcios).

“Un triunfador olímpico… los generales victoriosos le cederían el lugar. Su corona de olivo era colocada al lado del premio al mejor autor trágico”, en medio de banquetes y los versos de poetas como Píndaro. Del otro lado del mundo no se jugaba. Un sacerdote egipcio le dijo al gran ateniense: “Solón, Solón, todos los griegos sois como niños”.

Y cuando el esplendor de esa cultura pereció también lo hizo esa filosofía de vida, en torno a lo lúdico. Habría que esperar 2.000 años, bajo la tenacidad del barón Pierre de Coubertin -inspirado a su vez en Evangelos Zappas, un rico filántropo griego- cuando se creó en 1894 el Comité Olímpico Internacional.


Grecia sigue viva cuando miramos encender el pebetero en Río. De hecho, se trata de una simbología que recuerda el mito de Prometeo cuando hurta el fuego a Vulcano para entregarlo a los humanos. Fue Roma la que corrompió el espíritu heleno. Sus coronas de laurel, algunas de oro, comenzaron a recibir también los militares por sus hazañas heroicas: matar a los enemigos. (O)

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