sábado, 22 de diciembre de 2012

Fin del mundo a lo Marx


Escribo estas líneas mientras espero el fin del mundo, según dicen las supuestas lecturas de los códices mayas. Pienso en las cosas que pudieron ser y no fueron, parafraseando a Borges. Solo he visitado una de las siete maravillas del mundo y he viajado por el extenso río Amazonas.
Si la ventura nos acompaña quemaremos a los monigotes de finde año, en un ritual ecuatoriano que incluye viudas carishinas(como hombres, sería en quichua) y testamentos. Si el tiempo nos alcanza para presenciar el ritual del fuego, el cambio de ciclo, que no es otra cosa que el año viejo, podemos reírnos de nuestros propios fracasos.
Mientras tanto busco algo de humor, algo que también al amable lector le arrebate -por un momento- de esa construcción cansina que son las malas noticias, pasadas todos los días en horario estelar. Nada mejor que volver a los textos de Groucho Marx, el más serio de los Marx, no aquel que profetizaba la muerte de los centros comerciales, aunque no los había visto nunca.
Este Marx que me refiero también tenía sangre judía. Hijo de un modesto sastre, se dedicó a dejarnos frases memorables. Pienso en las inocentadas, que curiosamente nos recuerdan las atrocidades de Herodes, pero que en nuestro país sirven para burlarse del prójimo.
Aquí alguna de sus frases para ser recitadas mientras los alienígenas, como algunos aseguran, nos invadirán en estos días:
“Hay tantas cosas en la vida más importantes que el dinero, ¡pero cuestan tanto!”.
“Disculpen si les llamo caballeros, pero es que no les conozco muy bien”.
“El matrimonio es una gran institución. Sobre todo si te gusta vivir en una institución”.
“Él puede parecer un idiota y actuar como un idiota. Pero no se deje engañar: es realmente un idiota”.
“Es mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente”.
“Humor es posiblemente una palabra; la uso constantemente y estoy loco por ella. Algún día averiguaré su significado”.
“Jamás aceptaría pertenecer a un club que admitiera como socio a alguien como yo”.
“La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”.
“La televisión ha hecho maravillas por mi cultura. En cuanto alguien la enciende, me voy a la biblioteca y leo un buen libro”.
“Nunca olvido una cara. Pero en su caso, haré gustoso una excepción”.
“Partiendo de la nada alcancé las más altas cimas de la miseria”.
“Solo hay una forma de saber si un hombre es honesto: preguntárselo. Si responde sí, ya sabemos que está corrupto”.
Lápida de Groucho: “Disculpe señora que no me levante”.



domingo, 16 de diciembre de 2012

La sirena de Cuabungo


Las vertientes o pogyos, en quichua, son sitios sagrados para el mundo andino, porque allí se encuentra el agua, que llega de los montes considerados como deidades. En la mitología, las quebradas son sitios de sirenas, como el relato que comparto.
En el pueblo de San Roque, en Imbabura, no había otro como Antuco Mantilla. Lo de Antuco obviamente, le venía de Antonio y -como si se tratara del santo que ponen las solteronas de cabeza- poseía un magnetismo que la gente entendida dice que es tener  ángel o duende. ¿Cómo es eso? Bueno lo que ocurre es que Antuco era músico, pero no cualquiera.
Ese carisma para los tablados era un don envidiado por los otros mozuelos. Una tarde, decidió vagabundear por las estribaciones del cerro. Como el aire estaba fresco, decidió dirigirse a la quebrada de Cuabungo. Por el camino se retrasó, ora mirando el paisaje ora observando a alguna muchacha que pasaba hasta perderse por la fila de pencos.
Como sea, llegó en ese tiempo en que el Sol es devorado por las montañas, que se tornan azules a la distancia. Encontró un sendero. Lidió con unos espinos y escuchó el rumor del agua. Al colocar el pie en el estanque, una presencia le dejó fascinado: era una mujer que estaba dentro del agua. Su cabellera espléndida le caía en sus hombros desnudos. Sus labios eran altivos. Tenía la mirada penetrante, como la garúa que comenzaba a caer. El sonido del agua parecía escurrirse por su cuerpo. El agua golpeó sus caderas con un chorro bravío, que dejó una estela espumosa y blanquísima.
Antuco se imaginó que era una sirena, como decían las historias de quienes habitan en el mar. No tuvo tiempo de comprobarlo porque la mujer le habló:
-Trae una guitarra destemplada durante siete noches- le dijo.
Antuco perdió el aliento. Algo en el agua, como si fuera una extremidad de pez, se sacudió en la alberca de Cuabungo. No es preciso decir que Antuco volvió cada noche donde esta extraña mujer que le entregó el don de la música, en medio de las vertientes que bajan del Imbabura.
Guardó por mucho tiempo el secreto de la mujer-pez, que se parecía a la historia griega de las sirenas que cantaban a la distancia mientras el valiente Ulises escuchaba delirante sus cantos, aun cuando permanecía amarrado al mascarón de proa.
Pero Antuco más bien le debía sus dones a la mujer fantástica. Con el tiempo, integró la prestigiosa banda de San Roque. Dejó la guitarra y optó por la trompeta. A veces, cuando la fiesta estaba en su apogeo, el músico lanzaba un solo musical como si las melodías que salieran de la corneta pudieran llegar hasta la quebrada de Cuabungo.




sábado, 8 de diciembre de 2012

Calles de Quito

Las calles de Quito son una cartografía para entender la ciudad. Por ejemplo, la calle Benalcázar, de la cual describo: Cuando Sebastián de Benalcázar llegó a Quito, en 1534, había aún un olor a ceniza en el aire de la ciudad destruida. No importaba porque ya la había fundado a lo lejos. Por ordenanza, se creó la Calle Real, eje del trazado de la urbe.
Se llamó también Calle Angosta, y los primeros historiadores creían que era la senda prehispánica que unía el Templo del Sol (Panecillo) con el Templo de la Luna (San Juan). Las familias quiteñas poderosas no se contentaron con sus patios de pileta y las llamaron por sus apellidos, como si al nombrarlas así las poseyeran: calle Sáenz la denominaron, por las charreteras de un general, más tarde calle del Correo.
En la vía está la Casa del Toro, con una escultura que recuerda el séptimo trabajo de Hércules, con el toro de Creta. Al frente, la estatua de Benalcázar mira hacia lo que fue su antiguo solar. No tuvo tiempo para levantar su morada ni mirar la ciudad, que crecía en donde antes caminaban otros dueños. Andaba con un sueño insaciable y para sus encuentros con los nativos tenía un traductor para una sola palabra: oro.
Otra calle emblemática es la Venezuela: De plata fueron hechas las lunas menguantes para los pies de las vírgenes de madera. Los devotos iban a la calle de la Platería para pedir favores a sus santos a cambio de joyas o indulgencias que solicitaban los conquistadores cuando se hacían viejos, como perdón de sus pecados. Estos hombres de antiguas corazas acaso querían olvidar sus sangrientas masacres contra los indígenas.
Iban a las capellanías a pagar misas para toda la eternidad porque sabían que las imágenes de madera eran benévolas con las almas atormentadas. En 1613, el Alguacil Mayor de Quito, don Diego Sánchez de la Carrera, había llegado de allende el mar para decidir sobre la vida de los quiteños. Acaso quisieron halagarlo y la calle se llamó De la Carrera.
En la misma calzada, Antonio José de Sucre, patriota venezolano, construyó su casa, con indicaciones que llegaban en cartas escritas en el fragor de las batallas de Independencia. Unas balas de la infamia lo asesinaron en Berruecos, pero nadie olvida que de Venezuela también llegó el ejército libertario de llaneros.
En las calles está no solamente la nomenclatura, sino la construcción de un imaginario de siglos. Siempre regreso a la misma calle, la Pereira, a una cuadra de Santo Domingo, en una época cuando llegaba con los libros envuelto un talego de imágenes gastadas, como diría Arreola.




Tomada de la edición impresa del Sábado 08 de Diciembre del 2012


sábado, 1 de diciembre de 2012

Evocación de Quito, sin luna


Desde el cuarto de estudiante, en un tercer piso de la calle Pereira, se podía escuchar las campanas de la iglesia de Santo Domingo. Abajo, estaba una suerte de peña, con el olor inconfundible de guayusa. Si nos atrevíamos, en la plaza nos esperaban los famosos “agachaditos” de guatita y, con más aliento, los secos de gallina de la Mama Miche donde, según dicen, iba el mismísimo Fakir, César Dávila Andrade, a comer fiado.
A veces, salíamos con los otros estudiantes a rondar el barrio y, en la calle Rocafuerte, se podía escuchar unos pasillos: “Todo lo que quise yo / tuve que dejarlo lejos / siempre tengo que escaparme y abandonar lo que quiero”. Había un tema recurrente: “Yo soy paisano / me voy a Quito / me han comentado / que hay lindas guambras / y que a los chagras nos quieren mucho / porque toditos somos alhajas”. Seguía la tradición, como mi tío Simón Arturo, quien migró a esa capital donde en alguna ocasión llevó serenos con los mismísimos músicos ciegos quienes, una vez borrachos y con sus acordeones a cuestas, los persiguieron en una noche inolvidable.
Quito es una ciudad también de provincianos, aunque exista la Asociación de Quiteños Residentes en Quito, como una mofa al chauvinismo. Por allí apareció un grafiti: “Fuera chagras de Quito”, pero abajo había un añadido: “Quiteños: hijos de chagras”.
Con el tiempo, escribí el libro “Quito: las calles de su historia”. Para ello tengo cédula de ciudadanía: haber vivido en la Mama Cuchara, en una casa enorme, una suerte de conventillo para ser sinceros, donde el dueño de la morada tenía a su santa madre en una urna, en el último de los patios. De esas historias del Quito profundo comparto el texto de la calle Bolívar. Fue hecho cuando Quito fue declarada Ciudad Iberoamericana de la Cultura, en 2004.
“A San Francisco llegan las palomas, atraídas por la algarabía de la plaza, que una vez fue un mercado precolombino. Antes se llamaba de los Agachados de San Guillermo o de San Antonio: tiendas con panela y velas de sebo; molinillos de harina de Castilla; cafés con humitas; colaciones en los portales de Santo Domingo. Ahora, cuando la calle Bolívar llega a la plaza parece esperar la estatua de Sucre, que mira al Pichincha, el sitio de su máximo triunfo contra las colonias del antiguo régimen español y su legado: espada, cruz, castellano y cadenas.
Los héroes, dicen, solo mueren cuando son olvidados. La memoria de esta América no solo está en los nombres de sus calles, porque no se cree que Bolívar haya arado en el mar”.  Siempre me resuena un grafiti: “Quito: patrimonio de la soledad”.


Tomada de la edición impresa del Sábado 01 de Diciembre del 2012


domingo, 25 de noviembre de 2012

Venganza de los celulares


Con la posibilidad de escribir 150 caracteres, en los celulares, también podrían retornar los micropoemas. La idea no es descabellada, como se verá más adelante. Acaso, si así lo quisieran, las empresas telefónicas podrían enviarnos, de cuando en cuando, al caer la noche, algunas de estas estructuras poéticas que son de las más difíciles de realizar porque son una suerte de intrincadas joyas del lenguaje.
Por ejemplo, estos 100 caracteres de Jorge Carrera Andrade: “Nuez: / Sabiduría comprimida / diminuta tortuga vegetal, / cerebro de duende / paralizado por la eternidad” o este otro poema: “Tortuga: La tortuga en su estuche amarillo / es el reloj de la tierra / parado desde hace siglos”.
Los micropoemas están emparentados con los haikus japoneses, como aquel escrito por Mukai Kyorai, en el siglo XVIII: “Cima de la peña: / allí hay otro huésped / de la luna”. Sería inolvidable que pudiera llegar un tanka de Borges. “Alto en la cumbre / todo el jardín es luna, / luna de oro. / Más precioso es el roce / de tu boca en la sombra”, pero también los propios haikus del maestro ciego: “¿Es un imperio esa luz que se apaga o una luciérnaga?” o “Callan las cuerdas. / La música sabía / lo que yo siento”. También se puede intentar enviando grafitis: “La sociedad construye abismos. Hay niños en la calle vendiéndolos”, ahora que los banqueros andan por el barrio. Hasta el microcuento de Monterroso podría calzar en un mensaje: “El Dinosaurio: Cuando despertó, el dinosaurio todavía está allí”.
Todo esto, porque hace algún tiempo el Ayuntamiento de Madrid, acorde con los tiempos, organizó el concurso para celulares, en torno al tema de Don Quijote y su escudero Sancho. El ganador: “El universo dejó de expandirse. Cronos cangrejeó. Don Quijote arrinconó las armas para su bisabuelo y volvió dichoso a sus libros, fénix de papel” (de David López-Serrano). Y las menciones fueron:
1. “Con el gigante sol de primavera, nunca un estrecho hízose tan ancho. Mal herido cabalga, ya sin Sancho, Don Quijote montado en su patera” (David Bernal, de Alcalá de Henares). (En las pateras llegan los inmigrantes norafricanos).
2. “Quijadillas de caballete andoso. Valentrinas orgullantes de grotesco personazco. Jadalguitis, panzanchanza” (Luis Prabilla, de Madrid).
3. “Llamas nunca vistas. ¿Ardió Esplandián? ¿Y Florismarte? Exigían un haiku de fe: la misma hoguera/alumbraba al caballero/y engulle al hombre” (Pablo Vázquez Pereira, de Orense).
4. “Un molino, dos molinos, tres molinos. Coño, ¡El Quijote!” (Ángel Carrasco, de Madrid). Parece que los celulares no son tan malos como los pintan.




Tomada de la edición impresa del Sábado 24 de Noviembre del 2012


domingo, 18 de noviembre de 2012

Mitologías de Quito


“Musa, dime del hábil varón que en su largo extravío, tras haber arrasado el alcázar sagrado de Troya, conoció las ciudades y el genio de innúmeras gentes”, dice el inicio en verso de “La Odisea”, escrita a finales del siglo VIII, a de N.E., y atribuido al divino Homero, el mismo autor de “La Ilíada”, donde se alude a los combates heroicos.
En los dos libros está Ulises. En el primero urde estratagemas contra el cíclope, huye de las sirenas, suspira por el amor de Penélope, recuerda a su perro Argos, Calipso llora, enfrenta al ignoto mar; el Ulises de la Ilíada está pendiente de las ansias de poder, de la vanidad, la guerra y la codicia. “La Odisea” es un libro de mitologías y “ La Ilíada”es la historia oficial y del poder y sus batallas.
Nuestro país, como todos, tiene sus versiones, iniciando con esa hermosa creación que es el Reino de Quito, de Juan de Velasco, continuando con la honestidad de Federico González Suárez, las nuevas propuestas históricas, cuyo editor es Enrique Ayala Mora, hasta las nuevas corrientes historiográficas. Pero también están quienes han trabajado en la mitología, como Paulo de Carvallo-Neto, las recopilaciones de Édgar Freire, las acuciosas investigaciones de Manuel Espinosa Apolo o esa creatividad de Quito Eterno.
Hay que decirlo, la historia del poder tiene más prestigio, lo otro ha sido -lo continúa siendo- tachado de superchería o cuentos de viejas, aunque las nuevas corrientes del pensamiento, como la etnohistoria encabezada por Levi-Strauss, les dieron un sustento teórico, porque no olvidemos que los dioses del Olimpo, como otras deidades, son parte de la mitología.
Esto a propósito de que el último jueves el Pensionado Universitario, de Quito, organizó el VIII Festival de las Leyendas de Ecuador en inglés, donde participan colegios capitalinos o invitados de provincia, con videos de las leyendas filmados, actuados, pensados por los jóvenes. Además, cada colegio recibe una estatuilla de Cantuña, entregada por la Municipalidad quiteña, que declaró a noviembre “Mes de la leyenda y tradición ecuatoriana”.
Para Consuelo Páez Salvador, la memoria ancestral debería llegar a los barrios, como esas antiguas tertulias donde los abuelos nos tenían en vilo con los relatos de los duendes y las cajas roncas. Los chicos y chicas hacen su trabajo, ahora tienen la palabra los cineastas ecuatorianos. No olvidemos que “Harry Potter” y “El Señor de los Anillos” son puro mito. Ojalá, algún día, nuestras brujas voladoras aparezcan en pantalla gigante. Mientras tanto, hay que volver a “La Odisea”: “Canta, oh Musa, la cólera del pélida Aquiles”.


http://www.eltelegrafo.com.ec/index.php?option=com_zoo&task=item&item_id=61714&Itemid=29


Tomada de la edición impresa del Sábado 17 de Noviembre del 2012


sábado, 10 de noviembre de 2012

Fotografías antiguas de Ibarra


Borges, en una inscripción, nos recuerda, además de los crepúsculos, “lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma... Solo podemos dar lo que ya hemos dado. Solo podemos dar lo que ya es del otro”. Esto a propósito de la presentación del libro “Imágenes de Ibarra”, del fotógrafo Miguel Ángel Rosales (1902-1994), editado por el Consejo Nacional de Cultura, del Ministerio del ramo, en la memorable colección Fotografía del Siglo XX, que no debería morir.
De memoria y olvido está hecha esta obra. Lo primero porque, al fin, podemos apreciar a una Ibarra desde los treinta a los sesenta, del siglo pasado, con un esplendor de postales panorámicas, una iniciativa de su autor que no se contentó con retratar a sus paisanos o asistir a bodas, sino que nos legó una nueva mirada.
Alex Schlenher, quien realizó su tesis sobre la obra del fotógrafo, lo dice: “Sin distinción de clase, etnia, género o edad, por el lente de Rosales pasó la gran mayoría de la población de Ibarra y sus alrededores. El fondo visual que deja el Foto Estudio Rosales de la calle Pedro Moncayo incluye por igual imágenes de mujeres y hombres -indios, negros, mestizos- de distintas edades. Medio siglo de la vida social y política de Ibarra quedó condensado en miles de imágenes de todos los formatos y tamaños habidos y reinventados. El mismo ciclo de la vida quedó plasmado en las fotografías de un hombre que, fiel a su espíritu de inventor, intervenía la mecánica de las cámaras para sacarles el máximo provecho. Una reciente investigación sobre el lenguaje fotográfico arrojó que el fotógrafo desarrolló un complejo sistema de láminas interiores para poder emplear los diferentes segmentos de la placa fotosensible en distintos momentos”.
Lo del olvido se debe a que aún en nuestras urbes miramos pasar a los sencillos fotógrafos que pulsan cada día lo que somos. Cuántas imágenes se perderán en estos años, cuántos rostros serán, con el polvo y la desidia, de cualquiera. Este libro de fotografías es como el primer álbum familiar de Ibarra, donde no se destacan los ennoblecidos sino la vida cotidiana de la urbe y sus alrededores. Aparece un flamante cuartel del parque La Merced, mientras en la actualidad una casa patrimonial es derruida por la indolencia.
La generosidad de Rosales está ahora en un libro. Pasarán los políticos locales sin pena ni gloria y, al final, una imagen de este fotógrafo valdrá más que los cuatro años en sus asientos de uno de ellos, porque no entienden el valor de preservar la memoria. Y todo lo que no se cuida se lo lleva un señor que se llama Alzheimer, quien no entra en la foto.




Tomada de la edición impresa del Sábado 10 de Noviembre del 2012


martes, 6 de noviembre de 2012

Presentación Libro Fotografías Siglo XX

El Consejo Nacional de Cultura y el Ministerio de Cultura invitan a la presentación del décimo segundo volumen de la Colección "Fotografias del Siglo XX"

Ibarra

Con Fotografias de Miguel Angel Rosales y
       Textos de Juan Carlos Morales Mejía

El jueves 8 de Noviembre de 2012, 19h00

Teatro del Ministerio de Cultura, calles Oviedo y Sucre, Ibarra



domingo, 4 de noviembre de 2012

Canto a los muertos


Según el mito griego, Caronte conducía a las sombras de los difuntos de un lado a otro del río Aqueronte hacia la morada del Hades. Pero había una condición: el recién fallecido debía tener un óbolo para pagar al temible barquero porque de lo contrario estaba condenado a vagar durante cien años hasta que este olvidara la deuda.
De allí que en la Grecia antigua era costumbre poner una moneda en la boca del muerto para que pudiera abonar el metálico a ese anciano de ropajes oscuros y antifaz. Los traidores y los suicidas no tenían esa ventura.
Esta simbología llega en esta época de colada morada y guaguas de pan, que también representan las ofrendas a los difuntos desde el legado del mundo andino y su cultura del maíz. En los cementerios indígenas aún los deudos comparten su comida y su música.
En el libro “Atala”, del Vizconde de Chateaubriand, hay una escena memorable dicha por el extranjero: “¡Infortunados indios, que he visto errar por los desiertos del Nuevo Mundo con las cenizas de vuestros abuelos! ¡Vosotros, los que me habéis dado hospitalidad a pesar de vuestras miserias, yo no puedo devolvérosla, hoy día, porque errante también, a merced de los hombres, soy menos dichoso en mi destierro, pues no traje conmigo los huesos de mis padres!”.
El poema “Coplas a la muerte de su padre”, de Jorge Manrique, desde el siglo XV, clama: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando, / cuán presto se va el placer, / cómo, después de acordado, / da dolor; / cómo, a nuestro parecer, / cualquier tiempo pasado / fue mejor”.
Siempre es doloroso enfrentarse a las tumbas de nuestros mayores, porque nos devuelven un espejo de lo que un día seremos. De allí que el tema “Vasija de barro” sea también un recordatorio de ese regreso a la tierra. La primera estrofa, de Jorge Carrera Andrade, dice: “Yo quiero que a mí me entierren / como a mis antepasados / en el vientre oscuro y fresco / de una vasija de barro”. En un antiguo documental, el pintor Oswaldo Guayasamín, cuya una de sus obras fue motivo de inspiración de la canción, muestra el libro donde fue escrito este tema emblemático.
Curiosamente las sucesivas estrofas, del mentado poeta más Hugo Alemán, Jaime Valencia y Jorge Enrique Adoum, están borroneadas en las guardas y contraguardas de la obra “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust. En esta época, vuelvo al poema “La lluvia”, de Borges: “…La mojada tarde / me trae la voz, la voz deseada, / de mi padre que vuelve y que no ha muerto”.



Tomada de la edición impresa del Sábado 03 de Noviembre del 2012


domingo, 28 de octubre de 2012

Cambalache politiquero


Al mirar en estos días la feria de los politiqueros de siempre recordé, qué descubrimiento, al viejo tango Cambalache, de Enrique Santos Discépolo, de 1934: “El mundo fue y será una porquería  / ya lo sé  / en el quinientos seis  / y en el dos mil también”. Peor aún, al conocer que tuvo que improvisarse una segunda fila para que entraran todos en la foto: “Que siempre ha habido chorros  / maquiavelos y estafaos  / contentos y amargaos  / valores y dublé”. Porque la letra del tango es un escenario de azar insolente, de confusión de valores, según refiere Pierre Vidal-Naquet.
Volviendo a los mentados políticos, si por acá se encontraba el que huyó en helicóptero por no morir en el intento haciéndole un guiño a la esposa del enviado de Dios, por acullá levantaba la cabeza el agrio de la tierra del guaytambo: “Vivimos revolcaos  / en un merengue  / y en un mismo lodo  / todos manoseaos”. Por el otro costado aparecía el antiguo banquero, el que visita todas las tiendas del barrio, y levantaba la mano otro con ropaje camuflaje. Ahí nomás siguió la canción: “Hoy resulta que es lo mismo  / ser derecho que traidor  / ignorante sabio o chorro  / generoso o estafador”.
Y claro, nuevamente la insistencia desde afuera: “Todo es igual  / nada es mejor  / lo mismo un burro  / que un gran profesor”. Como si el país tuviera que, por enésima vez, soportar a quienes ya se creía enterrados: “Si uno vive en la impostura  / y otro roba en su ambición  / da lo mismo que sea cura  / colchonero rey de bastos  / caradura o polizón”.
Porque en eso de los cambalaches, como dice el filósofo del tango, se mezcla la vida: “Qué falta de respeto / qué atropello a la razón  / cualquiera es un señor  / cualquiera es un ladrón”. Como si no recordáramos la historia de los grandes productores que, tras largos años, tuvieron sus propios bancos y después devinieron  empresarios de la comunicación. Los mismos -y sus cómplices- quienes se llevaron al país en andas hasta sus propias bodegas, “porque el que no llora no mama y el que no roba es un gil”, parecería decirnos para quienes no pagan los impuestos.
El final del tema es de antología: “Es lo mismo el que trabaja  / noche y día como un buey  / que el que vive de los otros  / que el que mata que el que cura  / o está fuera de la ley”. Como si el país tuviera más tiempo para perder el tiempo. En Quito, en sus calles que hablan, hay un grafiti: “Lasso: Alvarito tuneado”.






sábado, 20 de octubre de 2012

Un Nobel que pidió buñuelos


Cuando Mo Yan, seudónimo que quiere decir “No hables”, se enteró de que la Academia Sueca le había otorgado el Premio Nobel de Literatura comentó de manera austera que solo quería estar en el campo con su familia comiendo “baozis”, humildes buñuelos rellenos de carne, típicos de China. Se sabe que rechazó un Ferrari, anunciado por un apurado filántropo, y que el dinero del premio lo utilizará para comprarse una casa, que probablemente construirá en su actual hogar de apenas cien metros cuadrados, morada de tres generaciones.
Admirador de Faulkner y de García Márquez -con su realismo alucinatorio- su literatura y su vida tienen un sentido filosófico de vida. Su obra más famosa es “Sorgo rojo”, llevada al cine. Más allá de las críticas injustas recibidas y hasta envidias, Mo Yan nos recuerda a esos sabios taoístas despreocupados, que por medio de alegorías, de relatos orales, logra una intrincada y laberíntica obra como si se tratara de los pergaminos de Melquíades.
Su literatura no es condescendiente con la realidad de su país, aunque muchos -como en todos lados- lo han acusado de oficialista. Su obra es parte de esa gran tradición china que Occidente aún tiene que descubrir, en una tierra donde alguna ocasión levantaron una inmensa muralla y un emperador destruyó todos los libros para anular el pasado.
Creo que para entender a Mo Yan hay que volver a las antiguas fuentes, no precisamente del confucianismo, una de las estrategias del poder, sino del taoísmo, de la mano de Lao Tsé. Allí está una sabiduría de lo insensato, las ventajas del disfraz, la fuerza de la debilidad y la sencillez de los verdaderamente complicados, como nos recuerda Lin Yutang.

No se podría entender de otra manera que el laureado escritor siga aferrado al campo, en una provincia de China, al parecer, bajo el influjo del Tao: “La mayor sabiduría parece estupidez / la mayor elocuencia semeja tartamudez”.
Eso nos recuerda al poeta Tao Yuanming, 372 al 427 de N.E., quien en su juventud aceptó un cargo oficial de poca importancia. Cuando un delegado del gobierno llegó, su secretario le dijo que debía recibirlo con una túnica y debidamente arreglado. El poeta suspiró y exclamó: “No puedo doblegarme y hacer reverencias por cinco fanegas de arroz”, e inmediatamente renunció para escribir su famoso poema “¡Ah, a casa vuelvo!”, cuyos versos dicen: “¡Ah, a casa vuelvo! ¿Por qué no volver, si veo que mi campo y mi huerto de cizañas está lleno? Yo que he hecho de mi alma un esclavo de mi cuerpo: ¿por qué tener pesares y dolerme a solas?… hoy sé que estoy en lo justo, si ayer el error fue completo”.


El artículo original esta publicado en:
 

sábado, 13 de octubre de 2012

Los legítimos de Salcedo


Los pueblos crean mapas mentales de lo que son. Tratan de configurar una cartografía, unos imaginarios que los identifican, aunque a veces sean falsos.  Ecuador tiene muchos símbolos de su identidad, algunos curiosos como los famosos letreros desperdigados por todo el territorio: “Los legítimos de Salcedo”, en homenaje a los helados de tres sabores inventados, según dicen, por unas religiosas de claustro.
Al visitar esa población, en la provincia de Cotopaxi, tres cosas llaman la atención. Uno, hay un monumento de tres metros de un helado (que podría ingresar en la lista de estatuas memorables que tiene el país), un local patriota cuyo título es: Heladería Tiwinza: el helado héroe, y por último que todos se disputan la supuesta autenticidad de la elaboración, lo que lleva a pensar: cuál mismo será el “legítimo”.
Otros imaginarios están en torno a las ciudades. Así tenemos la “Sultana de los Andes”, Riobamba, que siempre se precia de ser primera en todo, desde la primera Constitución hasta “Cuna de la Nacionalidad” y estirpe Duchicela.
Pero eso de sultanato bien se sabe que viene del mundo árabe donde se ejercía un poder de facto gobernado por un califa. Así que no se sabe si alguna dinastía de los gaznauíes plantó sus reales en los páramos frente al Chimborazo.
Cuenca es la “Atenas del Ecuador”, aunque su mayor poeta, César Dávila Andrade, siempre quedaba más allá del tercer lugar en los concursos de juegos florales y fue Quito la que publicó sus libros. A propósito de esta última, está la denominación de “Carita de Dios”, vaya a saber por qué. Otro tanto le corresponde a la “Perla del Pacífico”, Guayaquil, que en estos días anda de parranda. Hay las “Centinelas del Norte y Sur”, como Tulcán y Loja, rezagos de las disputas con nuestros ávidos vecinos.
Otra designación es la “Provincia Verde”, Esmeraldas, aunque las madereras están haciendo su tanto para dejarla pelada como Santa Elena, donde -ahora sí- ha regresado San Biritute, el símbolo fálico precolombino que traerá la lluvia desde Sacachún.
Tenemos Ibarra, “Ciudad Blanca”, donde algunos despistados aseguran que, desde la época colonial, fue hecha para los “blancos”, aunque su fundación fue realizada en los terrenos comprados a la nieta de Atahualpa, Juana Atabalipa, y su fundador, Cristóbal de Troya, era criollo y encima encomendero. Pero no hay como Macas, en Morona Santiago, donde algunos de sus habitantes se dicen macabeos y se creen descendientes de las tribus perdidas de Israel, aunque los verdaderos se liberaron de Antíoco IV, en el 164 a.C. Mejor ir a Pueblo Arrecho, en Manabí.




Tomada de la edición impresa del Sábado 13 de Octubre del 2012


sábado, 6 de octubre de 2012

¿Flash memory o chupa-chupa?


Todos los cholos / comemos con cuchara / arroz con huevo frito / y viendo televisión, canta Hugo Idrovo, mientras un internauta añade: viendo el Chavo del 8 en una laptop. Aunque el tema es una ironía, lo cholo no es otra forma que restregarnos nuestro pasado prehispánico, pero como una forma de complejo al revés desde lo “blanco” y civilizado.
De hecho, la herencia indígena vive el cotidiano. “Darás pasando”, es un gerundio común en el habla popular de los ecuatorianos, que sorprende gratamente en el extranjero. Tiene su explicación: los ecuatorianismos son, en su mayoría, préstamos léxicos del quichua (que en la nueva forma se escribe también kichwa). Palabras como cancha, huaca, ñaño, arrarray, atatay, achachay, guagua, humita, pupo, tambo, carishina, ñusta, sara y hasta longo (joven, en quichua) son el legado de nuestros ancestros que se vierte en el habla común de nuestra llacta o tierra.
Claro, nosotros no prestamos atención a estos asuntos. Un día, en un taller de periodismo, alguien se acercó con una preocupación. Estaba traduciendo ecuatorianismos al inglés y tenía una dificultad, cómo quedaría en el lenguaje de Shakespeare: ¿Y vos, en qué bus te vas, ve? O el simpático: Vecina, no será malita, dará cuidando a la guagua.
Ni qué hablar de los morlaquismos: chendo, por mentira o gara por chévere. Además del lenguaje de los montubios, como bien anota Fanny Carrión de Fierro al analizar la obra de José de la Cuadra, donde encuentran varias formas de nombrar al diablo: el Patica, el Colorado o simplemente el Malo (el Maligno, dicen aún en el convento de claustro de Riobamba).
En la zona norte, en el Carchi, hay una palabra: bámbaro, que es utilizado como cobarde. Viene de la época colonial, cuando los esclavistas de las haciendas de caña cercenaban los testículos a los esclavos, traídos de África, que trataban de huir. Las palabras configuran mundos. Por ejemplo, la memoria externa o flash memory ya tiene su par en quichua: chupa-chupa, porque extrae información y después la deposita. En Tungurahua, al inicio de la dolarización, una vendedora indígena, al preguntarle cuánto valía una fruta, contestó: shuk gringo cushqui, es decir un dólar, sin olvidar a USA.
Música chicha o música chola es lo más suave que dicen de Delfín Quishpe y el fenómeno es peor en el Perú, una sociedad que aún no olvida su pasado Virreinal, como las empleadas domésticas con uniforme bien planchado en Bogotá, alistándose para preparar el ajiaco. Cosas de mi tierra, diría el indio Mariano, otro estereotipo.





Tomada de la edición impresa del Sábado 06 de Octubre del 2012


domingo, 30 de septiembre de 2012

Julio Jaramillo, el último bacán


Julio Jaramillo Laurido inició su vida musical en la mítica Lagartera de Guayaquil, donde los músicos populares ofrecen sus melodías. El primer pasillo que grabó, junto a Rosalino Quintero, fue “Mi corazón”, aunque el tema “Fatalidad” lo lanzó a la fama. Cantaba en los cines, antes de las funciones, y no se imaginó estar en la película “Mala mujer”.
El llamado “Ruiseñor de América” nació el 1 de octubre de 1935. Debido a la trascendencia de su vida artística se decretó el Día del Pasillo Ecuatoriano. ¿Cómo definir al pasillo? Este género que nació del intercambio melódico en la época de las gestas independentistas, con las obvias influencias europeas, encontró una metáfora liberadora durante el alfarismo. Más tarde se hizo urbano, se volvió pasillo-canción con poemas modernistas, pero  también cantó a la migración y a los amores náufragos. Ahora anda vestido de jazz o se lo puede hallar, a medianoche, desgarrando a la Luna.
El pasillo es, en definitiva, el regreso de uno mismo con lo que el pecho o el corazón aguante, lo define Wilma Granda en su obra “El pasillo: identidad sonora”, lamentablemente agotada. Precisamente de donde venimos, quiénes somos, qué cantamos hacen parte de nuestra identidad. Acaso lo que hace diferente a nuestro pasillo es su poética y, desde hace cien años, la intrincada estructura melódica, merced a sus inicios académicos.
Sin embargo, como siempre, han sido los pasillos nacidos de las entrañas del pueblo los que siguen tarareándose, generación tras generación. También los pasillos de influencia literaria como “El alma en los labios”, de Medardo Ángel Silva, con música de Francisco Paredes Herrera, son parte de la memoria: Cuando de nuestro amor, la llama apasionada / dentro tu pecho amante, contemples extinguida / ya que solo por ti la vida me es amada / el día en que me faltes, me arrancaré la vida.
Hay pasillos para todos los gustos, como el casi olvidado “Disección”, con letra de Julio Esaú Delgado y música de Víctor M. Valencia Nieto: Me rompieron el cráneo a golpes lentos, / y vieron los doctores admirados, / que al morir mis postreros pensamientos  / a ella sola estuvieron consagrados. De mis preferidos están “Honda pena” o “Invernal”, pero nos estamos olvidando de “Mr. Juramento”. Tras su muerte, clamó el poeta Fernando Artieda en clave de Jota Jota: Van buscando la calle estrangulada / que sienten medio enferma / como traspapelada entre las sombras / como sonámbula / como si fuera otra y no esta Guayaquil / la ciudad viuda y guáchara / que había perdido al mismo tiempo / su hijo / y su machuchín.




Tomada de la edición impresa del Sábado 29 de Septiembre del 2012