viernes, 27 de diciembre de 2019

Jempe hurta el fuego, 2019/12/26



Los primeros relatos –conocida como cosmogonía- nos develan una sabiduría para interrogar al mundo, después del caos. Los pueblos ancestrales de Ecuador, al igual que todos las culturas del orbe, encontraron explicaciones de sus orígenes desde el nacimiento del fuego, hasta los gigantes soberbios (presentes en muchos mitos antiguos) o en los dioses como Chiga y las lagartijas, según cuentan los abuelos cofanes.

En estos días, la revista Ñan en su número 39, de las pocas del país que rastrea los caminos ocultos, acaba de publicar un compendio del trabajo del autor de estas líneas, en formato de microleyenda, ilustradas por José Villarreal Miranda. Allí se destaca el Gigante y las lagunas pero también el relato del sapo Kuartam que se transforma en jaguar, los monos del Tereré o la época en que las lagartijas sostenían al mundo, que nos llega de las culturas amazónicas, tan poco conocidas.

Basta leer Arqueología Amazónica, las civilizaciones ocultas del bosque tropical, compilado por Francisco Valdez, del Instituto Francés de Estudios Andinos, Quito, 2013, para tener otra visión. Aquí comparto el mito, recreado de la investigación de 60 mitos shuar, de Marco Vinicio Rueda, Abya Yala, Quito, 1987:

Hacía frío en la selva. Los shuar miraban a la distancia la morada de Takea, que era el único que poseía el fuego. Takea era un monstruo. Cada vez que alguien se atrevía a hurtar la lumbre era devorado. Por eso, en las noches heladas, los shuar se la pasaban tiritando y con miedo.

Un día, Jempe –el picaflor- llegó a la caverna de Takea, después de una lluvia torrencial. Los hijos del dios del inframundo lo encontraron empapadas las pluma y, a hurtadillas, lo metieron a la cueva. Jempe, una vez recuperado, alzó vuelo. Fue directo al lugar donde Takea protegía el fuego y, ante su asombro, prendió sus alas y escapó. Los shuar, de los antiguos tiempos, lo recibieron con alborozo. Ahora, cuando los shuar encienden una hoguera siempre recuerdan a Jempe y, a veces, cuando crepitan los leños una silueta de ave se dibuja en las lenguas del fuego. (O)

Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/15/jempe-cosmovision-indigena


viernes, 20 de diciembre de 2019

La leyenda del Becerro de Oro, 2019/12/19



Que es cosa del infierno, dice una beata. Que no se puede creer, masculla un vecino de la Calle Larga. En la Ibarra colonial hay miedo. Anda suelto un becerro con ojos de carbones encendidos. Por la noche, en feroz combate enfrenta a un jabalí fantasmagórico y sus siete cachorros. Ni rastros de sangre, al otro día.

Felipe Quiñónez se llena de coraje. Hiere levemente con un cuchillo al atrevido animal. Solo le creen del enfrentamiento cuando contento muestra tres monedas, que aparecieron adheridas a sus ropas al azar. El ser del averno pasa a llamarse pomposamente el Becerro de Oro.

Quien sí lo toma en serio es el sagaz Alfonso Hernández, llegado de Quito. Pactan enfrentar al engendro maligno. Antes de la justa, el diestro hace bendecir su estoque de toreo y un largo rejón con su cuchilla de acero, por si acaso.

La noche aciaga llega. El torete aparece echando fuego por el hocico, en una embestida que parece que sus pezuñas se adhirieran a la tierra. El bizarro Hernández salta de su caballo para situarse en el lomo del animal y acometerle una certera estocada en el pescuezo, aferrándose como un jinete del infortunio aún con su penacho de colores vistosos en su cabeza.

Es un solo golpe. El torete cae en un bramido trágico y se estrella contra las piedras. Al hundir la espada descubre el prodigio. El simulacro de toro tiene la piel curtida porque está embalsamado, pero rebosante de monedas de oro, como si en lugar de pellejo tuviera una manta brillante. Su propietario debió haber sido un avaricioso, pero al fin su alma puede descansar.

Para no caer en ese embrujo de la codicia, Hernández comparte con Quiñónez y tras los funestos sucesos muda de vida para, en algunas ocasiones, dedicarse a las obras pías porque frecuentemente se pregunta sobre el infortunado dueño del Becerro de Oro que pensó llevarse su tesoro más allá de la sepultura. (O)  


Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección:

Obra: José Villarreal Miranda

El aquelarre de las brujas norandinas, 2019/12/12


En las rodillas del abuelo Juan José Mejía oíamos los relatos de Pedro de Urdemalas que, luego supe, era una obra de Miguel de Cervantes llegada oralmente a la sierra norte de Ecuador. Nos narraba ese otro prodigio que es Las Mil y una Noches, lleno de caballos voladores, de genios encerrados en botellas, de Sherezade.

Pero las leyendas favoritas giraban en torno a las brujas voladoras del triángulo de Mira-Pimampiro-Urcuquí, que vestían trajes blanquísimos y eran hermosas como las nacientes aguas del Paraíso. Además, volaban sin escoba y con una fórmula mágica. De esas voces de mis mayores comparto en formato de microleyenda:

Las brujas norandinas se encontraban en la profundidad del bosque, cantando en torno a una inmensa hoguera: ¡Lunes y martes y miércoles tres!, mientras levantaban las enaguas y repetían el estribillo. Un jorobado, que andaba perdido, dio con ese aquelarre. Se quedó atónito, hipnotizado por el baile en círculo de las mujeres de voces de plata. Esa magia lo subyugó y con voz potente, siguiendo el ritmo, cantó: ¡Jueves y viernes y sábado seis!, repitiendo entre palmadas sonoras.

Las brujas se detuvieron en el aire, con sus cabelleras lustrosas. ¿Quién dijo eso?, exclamó una. En un instante, el jorobado estaba rodeado con antorchas. Ante su asombro escuchó: “Por haber mejorado nuestra canción te quitamos tu giba y te entregamos esta bolsa de oro”. Después, con un giro ascendente, desaparecieron.

El ahora espigado joven apareció en su pueblo y no tardó en contar lo sucedido. El avaro del poblado escuchó el relato y se procuró indagar sobre el sitio. Tras varios días arduos llegó y se puso en el mismo lugar a escuchar la envolvente melodía. En el clímax del coro hechizado reventó la noche con voz grave: ¡Domingo siete! ¡Domingo siete!, sin saber que es un número de mal agüero. Al punto, se encontró en un desierto con la joroba de su antecesor, su ropa en harapos y los bolsillos vacíos. (O)


Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección:



viernes, 6 de diciembre de 2019

La Caja ronca en micro leyenda, 2019/12/05



En las noches, los niños escuchábamos el relato de la Caja ronca, una leyenda que con sus variantes es contada en la Sierra centro y norte. Pertenece a ese barroco penitencial propio de la Colonia para, como estrategia, infundir el miedo. Sí, una de las formas de acceder al Paraíso según los designios tan propios de esa cultura que llegó en carabela.

A lo lejos, nos decían, aparece un carromato del infierno presidido por penitentes con trajes de cucuruchos que arrastran cadenas. Casi al último, varios personajes tocan tambores y flautas de sonidos tétricos. Varias versiones se han escrito de este mito que, para el caso de Ibarra, sucede en el antiguo barrio San Felipe, destruido por el terremoto de 1868. Para la primera mitad del siglo XX, la historia se ubicó en el llamado Quiche callejón, los extramuros de la urbe que ahora pertenecen a las calles Colón y Maldonado. Ahora, después de varios intentos, puedo compartir este relato convertido en micro leyenda:

Hace mucho tiempo, en San Juan Calle, vivían dos chiquillos tan curiosos que se preguntaban en qué sueñan los fantasmas. Sí, fantasmas esos que atraviesan las paredes. Escucharon de una procesión tenebrosa de penitentes quienes escondieron sus tesoros como si pudieran disfrutarlos en ultratumba.

La Caja ronca era una andanza de cucuruchos del averno con sonidos de cadenas, tambores y flautas. Mateo y Juan Alfonso no podían perderse. Fueron al Quiche callejón a medianoche. Y lo vieron todo: subido en una carroza estaba el mismo Lucifer, a juzgar por su tridente y enormes cuernos, mientras avanzaba un tumulto de pies descarnados llevando un ataúd. Un espectro entregó a los muchachos dos veladoras verdes, después todo se esfumó en la niebla. Al otro día, los muchachos amanecieron echando espuma por la boca y asidos a dos canillas de muerto en lugar de las velas. Al fin habían hallado espíritus pero con un ronco bramido del infierno. (O)

Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección: https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/15/caja-ronca-micro-leyenda-cultura
Si va a hacer uso de la misma, por favor, cite nuestra fuente y coloque un enlace hacia la nota original. www.eltelegrafo.com.ec


Ilustración Caja Ronca: José Villarreal


miércoles, 4 de diciembre de 2019

XV Festival de Leyendas de Ecuador, 2019/11/28


En la entrada del plantel se encuentra Cantuña y, un poco más atrás, varias diablillas que reciben al visitante sin la prisa de la última piedra.

Se puede intuir, tal es la palabra, el vacío de la sotana del cura sin cabeza, una leyenda que nació en Alausí, de un tonsurado de la época de la relajación, tal como el famosísimo padre Almeida que se escabullía por los hombros del Cristo que le preguntaba sutilmente sobre sus fandangos. Están los duendes, como muchos de los seres mágicos que pueblan este país donde Jempe, el colibrí, entrega el fuego a los shuar, en una de las mitologías más hermosas.

El XV Festival de Leyendas de Ecuador se ideó para que los estudiantes de los colegios, por medio de la producción audiovisual y en idioma inglés, pudieran acercarse a esa otra historia, siguiendo a Herodoto, lejos de las batallas y el poder, tan caras a Tucídides.

Este año participaron nueve establecimientos, no en una competición sino en un evento fraterno para compartir las antiguas sabidurías. La artista Glenda Rosero elaboró las estatuillas inspirada en el mito del Lechero, de la provincia de Imbabura, que relata el nacimiento del lago, llamado también Imbacocha. 

Los espectadores pudieron observar mitologías de varias partes del país, que van desde las brujas blancas (son las nórdicas quienes van en escoba), hasta mineros fantasmagóricos, pasando por la infaltable Caja ronca y su procesión del averno, sin olvidar a María Angula o el árbol sagrado de la sangre de drago en Tena, con una puesta en escena destacable. 

La iniciativa es del Pensionado Universitario, con un equipo que pone pasión en este certamen que se consolida cada año, como aquel 2008 donde se consiguió que la Municipalidad capitalina, con la Resolución SG2543, declare a noviembre como el Mes de las Leyendas.

Ahora llegan nuevos retos: crear una plataforma digital donde consten los cortometrajes, difundir los mitos desde la vertiente literaria para la construcción del guion, talleres de actuación y filmación, amplia difusión… Todo eso será posible si el Cabildo capitalino también apunta a vigorizar la mitología de este país, en medio de volcanes. (O)