domingo, 26 de octubre de 2014

La Señora Muerte en Esmeraldas



La semana pasada publiqué sobre la Tunda de Esmeraldas. Un lector escribe desde Guayaquil para contarme de los ‘comecaras’, unos bandoleros que asolaban el sector de La Tolita y que -literalmente- desfiguraban a sus víctimas. Eso me lleva a los Pucho Remaches, que merodeaban el camino de la laguna de Mojanda, en Imbabura, y hacían, según decían, fritanga de los viajeros desprevenidos quienes se dirigían al tambo de Malchinguí. Sin olvidarme, además, del bandido Moreira, en la tierra de la sal prieta o del mítico Naún Briones, recreado en Polvo y ceniza, de Eliécer Cárdenas.

Precisamente en la mitología de un país encontramos esas voces de voces, para seguir a Eduardo Galeano, que nos colocan en un espejo de lo que somos. Esmeraldas, provincia entrañable, tiene tanto que contarnos.

Como el tema está candela, diga, como dice el historiador Bing Nevárez, comparto otro mito de Esmeraldas, que recogí hace algún tiempo, denominado ‘La piedra de Eufrasia’, para el libro Jugando con el abuelo, del Ministerio de Cultura:
Hace tiempo Eufrasia había olvidado los cantos que hablaban de amores contrariados. Era la época de buscar sustento para ella y también para su hijo, así que acudió, como muchos, a lavar oro a orillas del río. Se internaron por la espesura de Playa de Oro y cuando a los varios días salieron, su pequeño tenía fiebre. Esa noche la situación empeoró. No bastaron los cuidados ni los ungüentos que le prodigaron en el pueblo.

Al poco tiempo murió.

Eufrasia trató de  recordar una elegía: / La muerte es para todos / de ella no hay separación / ella no halla personas / sino el que manda el Señor. Eran los cantos de su pueblo que decían: Mata padre, mata obispo / mata al que tiene corona / mata a los santos ministros / y al Papa Santo de Roma.

Pero la mujer no hallaba consuelo. Entonces llegaron las cantoras para el ritual de los ‘alabaos’, propios de los velatorios: Qué triste que está la casa / y el puesto donde dormía / los gallos que menudeaban  / y yo que me despedía.

Al día siguiente era el entierro. Todos se dirigían con tristeza hacia el camposanto. Sin embargo, Eufrasia se detuvo fuera de sí. Levantó los brazos y exclamó al cielo: ¡Como era tuyo, te lo llevaste!

Tras su quejido se produjo un temblor de tierra. Los árboles se movían airosos, los pájaros aleteaban sin rumbo, el río levantaba sus aguas, los animales del monte huían despavoridos y la gente se abrazaba. El temblor no duró mucho. Después prosiguieron hasta el mínimo cementerio y encontraron abierta la sepultura. Allí depositaron el cuerpo del niño.

Cuando al poco tiempo, los hombres y mujeres salieron a sus labores, encontraron que el río había cambiado de cauce. En donde antes se encontraban unos platanales estaba una enorme piedra llegada desde el monte. Todos estuvieron de acuerdo en llamarla la Piedra de Eufrasia. La roca es enorme y aunque algunos han intentado subir a la cima no han podido. Las abuelas dicen que allí fue colocada por quien manda a la Muerte, que no distingue ni el rostro.





La Tunda de Esmeraldas



De voz en voz anda el mito. Cuando uno de los abuelos muere, se extingue una biblioteca. La tradición oral requiere andadores de caminos. Esta mitología, que la comparto, la recogí en Esmeraldas:

Lo primero que descubrieron los cazadores, entre el lodo del manglar, eran dos huellas dispares. La una llevaba impregnada la pisada de un pie normal, pero la otra era como si una estaca se hubiera hundido en el fango.
-¡No hay duda es la Tunda!- dijo Emiliano mientras con la mano izquierda se rascaba la hirsuta barbilla.

Los perros de caza, que se habían adelantado por los vericuetos del manglar, aullaron a distancia. Los otros hombres y mujeres se acercaron con sus cununos, tambores, guazás, maracas, güiros y si no trajeron una marimba era por su peso. Hacían una bulla descomunal que retumbaba más allá del monte.
La Tunda, escondida detrás del manglar recio, miró esa procesión delirante y se rió de buena gana. Apuró su paso descontinuado y se escabulló sin prisa. Llegó hasta una cueva y haló levemente el brazo de una niña de ojos enormes. Tenía un vestido de colores y sus pies eran frágiles, pero no le impidieron ir al paso de la Tunda. La pequeña Amaranta no recordaba que su madre le había advertido de la presencia de la Tunda, la mujer que tiene una pata de molinillo de batir chocolate, cada ocasión que los chicos se portan mal.

La Tunda rememoró la persecución y al atrevido viejo Emiliano. Bien sabía él que la aparecida puede transformarse en la persona que quiera y, como fue su caso, dejar entundado a cualquier niño, en medio del monte.

Al otro lado del manglar, los cazadores de la Tunda descansaban. Encendieron una hoguera y fue el mismo viejo Emiliano que contó todo lo referente a esa visión del otro mundo. Dijo que la Tunda, mediante engaños, lleva a los niños desobedientes hasta las profundidades del monte; allí los alimentaba con camarones que salían de su mismísimo trasero, y para darles una buena sazón no dudaba en ventilarlos desde su interior.

-¡O sea que la Tunda sí que es mala. ¿Diga? - exclamó una mujer con su acento esmeraldeño.
-¡Claro, Remedios! ¡Esa mujer sí que hace unos buenos camarones! Alcanzó a replicar Clarita, mientras todos festejaron la ocurrencia, pero con risas nerviosas.
-Hablando de camarones, increpó el viejo Emiliano, ¿no recuerdan cómo vine hecho una lástima? ¿Diga?
-Ay, sí-  Emiliano, usted llegó con la espalda llena de ronchas, como camarón asado, exclamó Remedios.

Tuvimos que curarle con estopa de coco, sahumerio, palo santo y romero, además de las oraciones de las ‘cantadoras’. Tuvo suerte, terminó de decir Remedios, que usted se escapó a los pocos días... cuando era aún niño. Esta conversación y los sucesos posteriores ocurrieron poco después de la década del cuarenta, del siglo pasado.

Hace pocos meses, como emergiendo de los manglares, apareció una mujer con los cabellos desaliñados.

Su cabellera era blanca y su piel estaba arrugada. Llevaba un vestido de colores, algo deshecho. La mirada era turbia, como si volviera del pasado.
Por fotografías antiguas, la gente descubrió que era la niña Amaranta.

 

martes, 14 de octubre de 2014

Batalla de Ibarra, ponencia a Pasto



El Libertador enfrenta al realista Agualongo
ENSAYO DE LA BATALLA DE IBARRA
(Premio Parlamento Andino)
Juan Carlos Morales Mejía
Academia Nacional de Historia de Ecuador
PONENCIA

 
Batalla de Ibarra, ponencia a Pasto


Con la ponencia El Libertador enfrenta al realista Agualongo, el historiador Juan Carlos Morales Mejía representará a Ibarra y a la Academia Nacional de Historia en el Simposio Binacional: Colombia y Ecuador. Nariño 110 Años. Historias del Sur, que ser realizará del 15 al 17 de octubre de 2014, en Pasto. Colombia.

El evento, organizado por la Academia Nariñense de Historia, por los 110 años de creación jurídica de Nariño, podrá tener una visión global de la Batalla de Ibarra, del ensayo de Morales, galardonado por el Parlamento Andino, cuya sinopsis dice:
El 17 de julio de 1823, las tropas patriotas, lideradas por Simón Bolívar –en la única batalla que dirigió en el futuro Ecuador- enfrenta a las huestes realistas, dirigidas por Agustín Agualongo, quien defiende en último enclave monárquico de Pasto. Al igual que Ayacucho, Pichincha, Junín o Carabobo, la Batalla de Ibarra se inscribe en una disputa entre la idea republicana frente al antiguo régimen, que había colapsado. Pero Agualongo no era cualquier combatiente, además de pintor, defendía una visión del mundo que había colapsado.

Para Morales, autor del proyecto de Mitologías de Ecuador, la Batalla de Ibarra –donde perecieron 800 realistas pastusos frente a 13 patriotas- hay que entenderla en un contexto más amplio. Por ejemplo, señala citando a Bolívar, esta disputa fue clave porque si se perdía significaba demorar la Independencia, con todos los sacrificios incluidos, por lo menos una década. De allí que el Libertador exclamara: Yo pienso defender este país (el futuro Ecuador) con las uñas. Por su parte en la proclama de Agustín Augalongo y Estanislao Merchancanos se puede leer: ¿Qué esperáis fieles pastusos? Armaos de una santa intrepidez para defender una santa causa y consolaos que el cielo está de nuestra parte.

Lo que ocurre, refiere Morales, es que desde los púlpitos se creó un clima nefasto a las ideas nefastas en contra de los patriotas, confundiendo la religión con el poder colonial. Lo propio ocurrió con los ataques al liberalismo, encabezado por Eloy Alfaro y sus montoneros. No hay que olvidar que la Iglesia tenía un poder terrenal impresionante aliada con la Corona española.

Algunas de las ponencias son: "Una Frontera Caliente: La Ecuatoriano-Colombiana en el Período de La Revolución Liberal", del director de la Academia Nacional de Historia de Ecuador, Jorge Núñez Sánchez ; La Incursión Incaica y Tramos del Qhapaq Ñan en el Área Septentrional Andina Norte, de José Echeverría Almeida; Los Geodésicos Franceses y Españoles en el Pueblo de Mira, Jurisdicción de La Villa de Ibarra (1742-1744), Bayardo Ulloa Enríquez


RESEÑA

Juan Carlos Morales Mejía (Ibarra, 1967) es un escritor, con más de 30 publicaciones, especializado en Mitologías de Ecuador. Entre sus libros se destacan Fabulario del dragón, cuentos de literatura fantástica, El poeta y la luna, o la serie sobre mitos. Pertenece a la Academia Nacional de Historia y es Magíster en Cultura, además de una especialización en Historia del Arte y Fotografía. Su libro Graffiti: en clave azul, un recorrido por América Latina, fue su tesis de pregrado como periodista. Fue becario de la UNESCO, en Buenos Aires, Argentina.

Su tesis de maestría, en el tema de historia, se titula: Estrategias de etnicidad: el caso de Don Leandro Sepla y Oro, cacique del siglo XVIII, en Licán.

Es articulista del diario público El Telégrafo y miembro del Comité Editorial de Ecuador TV y la Radio Pública de Ecuador.


lunes, 13 de octubre de 2014

Poemas a Guayaquil



El abuelo Juan José nació en 1897. A los 20 años, junto a su hermano menor Eduardo, emprendió un viaje a mula hacia Guayaquil, desde su pueblo de Bolívar en Carchi. Ya viejo, contaba que la ciudad olía a cacao, en el sector del antiguo malecón. También, entre risas, hablaba sobre un recuerdo que llevó hasta su pueblo para que sus paisanos le creyeran que miró el río Guayas y los barcos mercantes. Era una caja de habanos. Sí, un puro, porque en sus tierras no faltaban los tabacos artesanales. Así que pudo presumir durante largo tiempo. Esa es la primera imagen que tengo de Guayaquil.
.
Muchas ocasiones fui a Guayaquil, pero no fue hasta que sentí su literatura que pude desentrañar esta ciudad, donde un día dejé -junto a Segundo Rosero- unas flores en la tumba de Julio Jaramillo. Fue merced a un encuentro con el poeta Ángel Emilio Hidalgo. Entonces, los dos, éramos jóvenes y creíamos que eso de ser poetas era para toda la vida (es curioso, lo seguimos creyendo). Parados en el entonces destartalado barrio Las Peñas, nos propusimos que cada uno haría un poema a esta urbe. “¿En dónde habitas? / espejo de lumbre, / río…”, fue un verso que hasta ahora recuerdo de Hidalgo (el sí con nombre de poeta). El mío comenzaba así: “Sosegados. Casi a hurtadillas, / los líquenes / avanzan en los meandros del Guayas. / Río descoyuntado sobre un sol de plomo, / y río viejo bajo las caracolas nómadas”.
.
Con el tiempo, tras un proyecto de mitologías de Guayaquil, auspiciado por el Cabildo porteño, realicé una antología de sus poetas. Solange Rodríguez dice: “Ciudad desdibujada, cara y cruz de suerte / Cuerda y delirante, según sea descrita…”. Fernando Cazón Vera clama: “Cuando llegué a la redonda floración del naranjo / y un río de anchas voces me devolvió el trimestre, / recogieron mi amor tus manos de madera / y hallé en tu nueva altura de líneas levantadas / el recuerdo apacible de una infancia de caña”. El irreverente Fernando Nieto Cadena escribe: “Deambulando nomás sobre este puerto / esta ciudad donde mi amigo, mi bróder, mi compañero / quiso vender tarjetas en la iglesia y le dijeron que no…”.
Augusto Rodríguez, quien realizó parte de la selección poética, canta: “Hablo de aquella edad que nos otorga / la sensación de verse en un mundo inmediato, / la ciudad que nos llama / en los mismos lugares, / en las mismas penumbras…”. En Guía turística para Guayaquil, Miguel Antonio Chávez exclama: “Guayaquil es una galleta con olor a mangle que vive entre las fauces de su golfo homónimo”. Y la voz viva de Carolina Patiño: “Mi estero y sus sirenas me saludan / y se entrelazan entre los manglares, / me guiñan el ojo en un coqueteo sutil”.
.
Y, claro, también la voz de Rafael Díaz Icaza: “Cuando te conocí / corrías persiguiendo al carricoche / de Chile para el sur / con trenzas y con faldas. Doncellita / no te vi más así / pero tú eras la misma, Guayaquil, chiquilla vieja”. Eduardo Morán: “Guayaquil frenética corre, vuela, estalla. / ¿Habrá quien le ponga un hasta aquí?”. Esto quería decirte ciudad bruja y te dejo un micropoema: “Guayaquil: / por el manso río / viaja sin rumbo / el último pirata”.