Nací
en el siglo de la defunción de la rosa / cuando el motor ya había ahuyentado a
los ángeles”, escribía en “Biografía para uso de los pájaros” el poeta Jorge
Carrera Andrade. Y en “Cuerpo de la amante” exclamaba: “Pródigo cuerpo: / dios,
animal dorado, / fiera de seda y sueño, / planta y astro”.
Pero
el vate tuvo la desgracia de nacer en Quito, ciudad franciscana que asombró a
los viajeros como Jorge Juan y Antonio de Ulloa, en sus Noticias secretas de América: “La mayor parte de los desórdenes, o
todos los que se comenten en los fandangos disolutos (…) no parece que son
invenciones del mismo maligno espíritu que lo sugiere para tener esclavizadas
aquellas gentes”. Esto se lee en el libro Amor y sexo en la historia de Quito, de Javier Gomezjurado Zevallos, que hará
ruborizar a más de uno. Aquí la desventura del poeta:
En
1927 se produjo un escándalo mayúsculo, protagonizado por Lola Vinueza Salazar,
nacida en Puéllaro en 1884, a la sazón de 43 años, y nuestro bardo de 24. “Esta
hermosa, exótica e impulsiva mujer había residido algún tiempo en París, desde
donde trajo algunas novedades licenciosas poco conocidas en la aparente
apacible, pero mojigata, ciudad de Quito”. Para no aburrirse, solía azotar a
sus amantes desnudos y disfrazarlos de mujer. En fin, una noche, en su local La
Capilla Ardiente, “flageló diabólicamente”, al joven poeta, quien, para acaso
exorcizarse, escribió: “Mademoiselle Satán, rara orquídea de vicio: / ¿Por qué
me hiciste, di, de tu cuerpo regalo? / la señal de tus dientes llevo como
cilicio / en mi carne posesa del enemigo malo”.
Allí
nomás ardió Troya, porque encima el poema se publicó con un retrato parecido a
una estampa de la Virgen María, que unió por primera vez a liberales y
conservadores contra el “blasfemo”. Fue expulsado de la casa paterna hasta que
se disculpó con una “Retractación pública” (el poema está liberado en Ciudad Seva). El libro es altamente
recomendado, justo en estos días donde aparecen los fundamentalismos
teocráticos frente al Estado laico. Bien se sabe, desde los albores de nuestros
tiempos, la culpa no ha recaído nunca en la serpiente.
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