Ibarra,
tierra del Taita Imbabura, vivió un fin de semana que -como toda ruptura-
requiere de una pedagogía urgente sobre el machismo y la xenofobia, como el
país mismo. Desde 2014, en Imbabura, 10 mujeres han sido asesinadas. 90% en
manos de machos ecuatorianos, pero pocos salieron a denunciarlo.
El
femicidio de Diana derivó en una turba bárbara que agredió a los refugiados
venezolanos, quemó sus pertenencias, en una cacería que nos recuerda a los
nazis persiguiendo judíos, los encapuchados del Ku Klux Klan, genocidas en la
ex-Yugoslavia, ultraderechistas europeos y, para no ir tan lejos, el populacho
de Posorja mal informada. Así, Ibarra pasó de la noche del cuchillo largo a la
noche de los cristales rotos.
Pero
estas hordas nunca están solas, son solamente la punta de lanza de los
cómplices que, en este caso, se escudan en mensajes en las redes sociales o
abiertamente como un irresponsable candidato del pasado insuflando por poco a
encender hogueras o el propio Estado, quienes entre todos alientan miradas
patriarcales, reflejo de la misma sociedad machista y xenófoba.
Todo
fue vertiginoso. Ese día una radio local experta en farándula decidió
transmitir en vivo el asesinato (¿existirá un llamado de atención por eso?), la
posterior llegada de los curiosos, la inacción policial urbana durante 90
minutos (la Policía especializada rescataba cinco excursionistas perdidos en
Puruhanta), los usuarios de redes que contribuyeron -con sus mensajes- a
colaborar con la gasolina, todo eso produjo una muchedumbre que el mismo
domingo ya agredió a las activistas contra el machismo, que tenían previsto
realizar una marcha por Martha y Diana.
Algo
hemos aprendido, la intolerancia está en casa, escondida y mirando desde la
oscuridad, que precisa ser combatida con educación (#JusticiaParaTodas). La
esperanza está en las mujeres, en este país de tanto macho y de tanto
despistado que cree que la migración nació ayer, como si los abuelos nunca
pasaron por el estrecho de Bering. Ojo por ojo y el mundo acabará ciego, decía
Gandhi.
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