El
lago San Pablo, conocido también como Imbacucha (Laguna de las
preñadillas, en quichua), es el espejo de agua más grande del país.
Ahora, acosado por edificaciones de 3 pisos, muchas sin terminar, tiene
un estado lamentable porque las construcciones impiden la vista de este
lugar privilegiado. Fue allí, en San Rafael de la laguna, donde los
antiguos habitantes, los caranquis, construyeron sus moradas.
¿Quién
permitió que esos edificios de bloque emergieran? ¿Cuáles autoridades
indolentes no preservaron el entorno natural?
¿Por qué no existe ley ni orden? Esas preguntas tienen que resolverse.
Mientras tanto, nos queda la mitología. Aquí un relato de la creación
del lago San Pablo:
Hasta
el viento, cuando rozaba su cara, se detenía. Nina Paccha, que
significa ‘Cascada de luz’, era una espigada joven que corría por los
campos acariciándolos con sus ojos grandes.
Pero
los maizales estaban deshechos. Una sequía no había dejado ni rastrojos
de las sementeras. Los venados habían huido a otras tierras y los
pájaros no cantaban al alba. Los abuelos se reunieron y llegaron a una
conclusión: Taita Imbabura estaba
enojado.
Era
preciso sacrificar la más hermosa flor, a este dios colérico. Al menos
eso era lo que creían los sabios que deliberaron en torno a una hoguera.
Nina Paccha, de pies ágiles, fue la elegida. Pero además del viento,
otro se había prendado de su belleza: Guatalquí, que tenía tanto amor
como valentía. Decidieron desafiar los designios del dios y de su
pueblo.
Supieron que en la huida también está el coraje, cuando se enfilaron hasta Rey Loma. Por las laderas iban, mirándose a los ojos.
Su
pueblo, temeroso de más venganza del Taita Imbabura, los siguió en una
cacería de cuerpos, dispuestos al sacrificio. Fue un vértigo. Una fuga
entre los campos de soles ardientes. Estuvieron a punto de atraparlos,
pero ante sus ojos hubo un prodigio: Nina Paccha desapareció.
En
su lugar se formó una laguna. Taita Imbabura había aceptado la ofrenda,
pero no estaba conforme: un destello cayó sobre Guatalquí,
convirtiéndolo en lechero, para que sea vigía de su amada. Hay quienes
dicen que de esta forma el Taita protegió a esta pareja que huía del
pueblo embravecido.
Después, una intensa lluvia comenzó a regar los campos de los sarances, es decir la tierra del maíz.
Hasta ahora, el lechero mira amorosamente con dirección al agua. Hasta allí llegan los antiguos sarances para ofrecerle sus cosechas en estos santuarios naturales. A veces, también, sus hojas se mecen en dirección al Imbacucha, como se conoce al lago San Pablo, que se vuelve más azul por un instante.
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