De
los ritos humanos hay uno singular: el develamiento de un retrato al
óleo. Más aún si esa pintura estará colgada junto a personajes
memorables. Hay lienzos solemnes, como los pintados por Rafael Troya o
los Salas, para hablar de los ecuatorianos.
Pero
están también los cuadros que no existen, porque son una promesa, como
evoca Borges en el poema ‘El regalo
interminable’: “Un pintor nos prometió un cuadro. Ahora, en New
England, sé que ha muerto. Sentí, como otras veces, la tristeza de
comprender que somos como un sueño. Pensé en el hombre y en el cuadro
perdidos. (Solo los dioses pueden prometer, porque son inmortales.)”.
El
pasado miércoles, en la Academia Nacional de Historia, se mostró al
público la pintura de fray Agustín Moreno Proaño, realizada por el
pintor cotopaxense Angeloni Tapia. En el acto -mientras otros cuadros
nos miraban desde el pasado-, el director de la Academia, Jorge Núñez,
realizó una semblanza de quien ha trabajado incansablemente por el arte
religioso ecuatoriano, preservándolo en sus doctos libros.
Fue la oportunidad, además, para rendir un homenaje a este historiador, nacido en Cotacachi, pero ciudadano del mundoFue
la oportunidad, además, para rendir un homenaje a este historiador,
nacido en Cotacachi, pero ciudadano del mundo, que nos ha devuelto el
amor por el Quito eterno, como titula uno de sus libros. Acaso su
empresa de toda una vida sea el libro sobre los frailes Jodoco Rique y
Pedro Gocial, quienes en el siglo XVI
construyeron el magnífico convento de San Francisco, donde -en una de
sus celdas- habita este hombre que se atrevió a salir del scriptorium.
A
sus 93 años, Moreno conserva la jovialidad de toda una vida, no exenta
de una fina ironía que, en su caso, no es un lugar común. En su
intervención, habló de una obra que lo marcó de niño: las singulares
aventuras de Don Quijote. Habló de su padre muerto a los 29 años y de su
amor por la palabra. Rememoró a los antiguos historiadores, enumeró,
como en el poema borgiano, los cuadros que faltan, y dijo sentirse un
vínculo con las nuevas generaciones.
Contó
sobre
sus diálogos con el también historiador de arte religioso padre José
María Vargas, allá en el convento de Santo Domingo. Y, claro, escucharlo
fue como estar en una tertulia donde el esplendor del barroco inundaba
el ambiente.
Debemos
tanto a la sapiencia de este historiador que no queda más que acudir a
Virgilio: “Mientras el río corra, los montes hagan sombra y en el cielo
haya estrellas, debe durar la memoria del beneficio recibido en la mente
del hombre agradecido”. Gracias, fray Agustín, también los hombres que
cuentan las historias pueden ser inmortales, como los lienzos que burlan
al tiempo.
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