Afuera del museo de las momias de Guanajuato se expenden dulces, son
representaciones –tan propias de los mexicanos- de una ritualidad con la muerte
(recordemos a las calaveras de José Guadalupe Posada).
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Las momias azucaradas compiten con una fila de dos cuadras para mirar a
estos cuerpos, en verdad, deshidratados que cumplen el extraño propósito loable
de objetos turísticos, desde que el Santo los incluyó en una película.
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El guía explica varias teorías para esta conservación de los cadáveres:
clima, minerales y hasta el agua de esta población que tiene intrincados
túneles y casas de colores que suben por las colinas, y donde en un mirador
está levantado un monumento al Pípila, un minero de nombre Juan José Martínez,
considerado héroe por prender y llevar una antorcha, y protegiéndose con un
mármol de los disparos del enemigo, allá en la nebulosa época independentista.
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Sin embargo, después de recorrer sus plazas y sus iglesias, de intenso
amarillo, o su teatro Benito Juárez (donde lo único mexicano que permitieron
fueron dos leones de metal porque el resto llegó de Estados Unidos y Francia),
llega la hora de las callejoneadas. Con este nombre se conoce a varios grupos
de estudiantinas, vestidos a la usanza española y con panderetas y bandurrias,
que llevan a los turistas por los callejones de esta ciudad declarada
Patrimonio Cultural de la Humanidad y sede de los famosos encuentros
cervantinos de octubre.
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Mientras casi un centenar de viajeros entona canciones populares, la ciudad
luce una magia especial, en medio de pequeños restaurantes que prodigan de esa
diversidad gastronómica del país. Guanajuato es absolutamente turístico y por
eso un bien preciado es la seguridad. Se precian de no tener la violencia que
se vive, en todos lados, en otras partes.
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Guanajuato, que en idioma purépecha significaría Cerro de las ranas, tiene
un pasado colonial de minas y explotación, pero también –como la cercana
población de Dolores Hidalgo- un legado de sublevación de la futura república.
Por eso es preciso acudir al museo de la minería, cerca de la iglesia de la
Valenciana o un adecuado recinto para observar los instrumentos de tortura de
la época inquisitorial.
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Pero, después de caminar por sus laberínticas callejas, está también un
deslumbramiento dentro del Museo del Pueblo. Es un lienzo hiperrealista de
Rocío Caballero, parte de su exposición De crimen y sin castigo, que ha
incluido performances, como el realizado en Querétaro donde la artista aparece
con una máscara de cerdo (notará el lector esa representación como una alusión
a cierta clase política nefasta instalada en tan bello país).
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En esta serie, que trae a colación al
libro del escritor ruso Dostoievski, hay un cuadro que destaca. Es un hombre,
un empresario acaso, que fuma su cigarro despreocupado ante una carnicería de
cuerpos de animales colgados en el matadero. Hay algunas cabezas de cerdos y,
como huella de artistas, unos figurines de hombres de papel diminuto. Esa
mascarada, lamentablemente, también es México, más allá de las momias de
Guanajuato que están tan conservadas desde el siglo XIX. Por suerte, México no
está petrificado. Algo ha pasado desde la masacre en Ayotzinapa.
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