domingo, 4 de enero de 2015

Guanajuato y el otro México




Afuera del museo de las momias de Guanajuato se expenden dulces, son representaciones –tan propias de los mexicanos- de una ritualidad con la muerte (recordemos a las calaveras de José Guadalupe Posada). 
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Las momias azucaradas compiten con una fila de dos cuadras para mirar a estos cuerpos, en verdad, deshidratados que cumplen el extraño propósito loable de objetos turísticos, desde que el Santo los incluyó en una película.
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El guía explica varias teorías para esta conservación de los cadáveres: clima, minerales y hasta el agua de esta población que tiene intrincados túneles y casas de colores que suben por las colinas, y donde en un mirador está levantado un monumento al Pípila, un minero de nombre Juan José Martínez, considerado héroe por prender y llevar una antorcha, y protegiéndose con un mármol de los disparos del enemigo, allá en la nebulosa época independentista.
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Sin embargo, después de recorrer sus plazas y sus iglesias, de intenso amarillo, o su teatro Benito Juárez (donde lo único mexicano que permitieron fueron dos leones de metal porque el resto llegó de Estados Unidos y Francia), llega la hora de las callejoneadas. Con este nombre se conoce a varios grupos de estudiantinas, vestidos a la usanza española y con panderetas y bandurrias, que llevan a los turistas por los callejones de esta ciudad declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad y sede de los famosos encuentros cervantinos de octubre.
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Mientras casi un centenar de viajeros entona canciones populares, la ciudad luce una magia especial, en medio de pequeños restaurantes que prodigan de esa diversidad gastronómica del país. Guanajuato es absolutamente turístico y por eso un bien preciado es la seguridad. Se precian de no tener la violencia que se vive, en todos lados, en otras partes.
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Guanajuato, que en idioma purépecha significaría Cerro de las ranas, tiene un pasado colonial de minas y explotación, pero también –como la cercana población de Dolores Hidalgo- un legado de sublevación de la futura república. Por eso es preciso acudir al museo de la minería, cerca de la iglesia de la Valenciana o un adecuado recinto para observar los instrumentos de tortura de la época inquisitorial.
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Pero, después de caminar por sus laberínticas callejas, está también un deslumbramiento dentro del Museo del Pueblo. Es un lienzo hiperrealista de Rocío Caballero, parte de su exposición De crimen y sin castigo, que ha incluido performances, como el realizado en Querétaro donde la artista aparece con una máscara de cerdo (notará el lector esa representación como una alusión a cierta clase política nefasta instalada en tan bello país).
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En esta serie, que trae a colación al libro del escritor ruso Dostoievski, hay un cuadro que destaca. Es un hombre, un empresario acaso, que fuma su cigarro despreocupado ante una carnicería de cuerpos de animales colgados en el matadero. Hay algunas cabezas de cerdos y, como huella de artistas, unos figurines de hombres de papel diminuto. Esa mascarada, lamentablemente, también es México, más allá de las momias de Guanajuato que están tan conservadas desde el siglo XIX. Por suerte, México no está petrificado. Algo ha pasado desde la masacre en Ayotzinapa.





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