Construimos
los países, también, desde su literatura. Así, nos imaginamos a una Argentina
de Pampa y bravura como leemos en el Martín Fierro de José Hernández. Una
disputa entre el centro y la periferia donde, al final, el gaucho condesciende
a su coraje. Nos imaginamos, antes, a una Colombia del Romanticismo y los
viajeros como esa bucólica novela María, de Jorge Isaacs.
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Hemos
construido, además, a un país donde la estirpe de los Buendía es leída desde
los pergaminos de Melquiades. Para el caso de Ecuador, se encuentran las
novelas canónicas, como Cumandá, de Juan León Mera, que evoca la civilización y
la barbarie; y Huasipungo, de Jorge Icaza, la mirada mestiza sobre lo indígena,
algo que Juan Montalvo prometió relatar y nunca lo hizo.
Así
parecía México construido por fantasmas que pueblan esa Comala de Juan Rulfo.
Pero no, México no es tan solo su literatura. Basta recorrer las calles de
Cuetzalan para hablar con Juanita, una mujer náhuatl de colorido traje, para
entrever un país de una profunda identidad que, curiosamente, no sabe que la
tiene.
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Al igual
que ocurrió con Colombia, en lo que se llamó la colombianización de la noticia,
México -sin desconocer los conflictos internos que padece- vive también la
perversidad de los mass media. Los violentos aparecen en las pantallas opacando
a un país que, como en todos los casos, se difunde como una construcción que no
representa su totalidad. Jesús Martín Barbero, en sus ensayos sobre los medios
y las mediaciones, nos recuerda que observamos una caricatura de los
acontecimientos.
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En
antiguos artículos de la revista National Geographic miramos cómo aún se sigue
haciendo a un México poblado de mariachis y de nopales. No es casual que las
series de dibujos animados como Speedy González, el ratón más veloz de México,
fueran acusadas de estereotipos étnicos, aunque incluían al lento Rodríguez que
se defendía con una pistola. Una de las claves de la colonización consiste,
precisamente, en desvirtuar al oponente.
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Otra vez,
hay que caminar por ese México profundo, de saberes y de olores, para entender
a un pueblo que, como todos, es fragmentado. Mezcla de una profunda religión,
acaso, por su recuerdo próximo del mundo agrario pero, además, de una
modernidad anclada en jugosos contratos de minorías. Este pueblo de la
serpiente emplumada tiene mucho que contarnos. Tal vez ya no sea ese Laberinto
de la soledad visto por Octavio Paz.
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Tenía
otra imagen de México, como el filme La Ley de Herodes, de Luis Estrada, pero es
más que eso. En Querétaro, en sus populosas calles, mientras jóvenes comparten
las leyendas coloniales, logro entender que hay esperanza.
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México también puede ser visto en los ojos de
una muchacha.
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