En la primera mitad del siglo XX, tres niñas de Chalguayacu, Rosa
Elena, Gloria y María Magdalena Pavón, oían a este prodigio de la banda
mocha que nació imitando a las bandas populares mestizas de viento, pero
como no tenían instrumentos propios tuvieron que inventarse con lo que
había. Así los trombones, tubas y fiscornos -estos últimos que nacieron a
inicios del XIX como una suerte de trompeta para la cacería de la
aristocracia alemana- fueron reemplazados por los puros, esas sencillas
calabazas; saxofones, barítonos y trompetas mudaron a pencos, esos
canutos que en los labios de los negros parecían de metal; clarinetes,
flautas y piccolos pasaron a convertirse en sonidos salidos de la
aromática hoja de naranjo que, según el ejecutante, lograba sonidos
indescriptibles. Además de bombos y, cuando no había, hasta tapas de
ollas y, por si fuera poco, incluían níveas cumbambas de burro.
Las Tres
Marías han sido declaradas Patrimonio Vivo del Ecuador y son parte del
proyecto Taitas y Mamas, que reúne a íconos de la música ecuatoriana.
Pero
las niñas tampoco podían acceder a ser parte de la banda, porque sus
integrantes eran únicamente hombres. Así que, además de su condición de
antiguas hijas de esclavos ahora se sumaba que eran mujeres. Pero ellas,
otra vez le dieron vuelta a la tuerca de la historia, porque de sus
voces salieron los instrumentos que les faltaban y se convirtieron en
trompetas, en bajos, en coros, de ecos y contrapuntos, mientras una
llevaba la melodía, esas mismas que habían escuchado en las voces de sus
abuelas, que un día fueron arrastradas a una tierra ajena.
Las Tres Marías, como se las conoce, han sido declaradas Patrimonio
Vivo del Ecuador y son parte del proyecto Taitas y Mamas, que reúne a
íconos de la música ecuatoriana. Estas mujeres de más de setenta años
caminan por las polvorientas calles de su pueblo con los pies descalzos y
muestran una historia del pueblo afro. De hecho, una de ellas conserva
las huellas de la enfermedad de la pobreza: tiene bocio por falta de sal
yodada.
Gloria, en la actualidad, vende las escasas frutas de su chacra en el
mercado de Otavalo, María Magdalena es partera, mientras Rosa Elena,
como si los jesuitas jamás se hubieran ido, tiene las llaves de la
iglesia donde está el santo de la Compañía de Loyola, Francisco Xavier, y
prepara los bautismos. Sin embargo, esta mujer de ojos de miel y
sonrisa amplia, también es curandera, como si la sangre de los mandingas
aún corriera por sus venas. Y eso nos evoca al tiempo en que uno de los
chivos se convertía en el Diablo de los Mil Cachos y se paraba al
frente del río Chota, para desbordarlo… Mas, mientras estas mujeres
recias canten por los áridos parajes, no hay de qué preocuparse.
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