En
el imaginario ecuatoriano, la Amazonía -a finales del siglo XIX- era un
conjunto de árboles emergiendo del Paraíso eternizados en los lienzos
de Rafael Troya. Con el romanticismo, que trajo a los viajeros, la
noción de nación, además de las pinturas de paisajes, se construyó
también desde la literatura: “Cumandá”, de Juan León
Mera, era la encarnación del ideal de unión entre civilización y
barbarie. Algo curioso, el libro “Atala”, escrito con anterioridad por
el Vizconde de Chateaubriand, tiene una similitud a la obra del
ambateño, pero en esa época era algo usual en los argumentos de las
recientes novelas de América.
Antes
del boom del petróleo, el Oriente, como aún lo llamamos, era el sitio
de los colonos y los aucas, como eran llamados despectivamente los shuarEsa
disputa entre los dos mundos también ocurría en otros lares, como
Argentina, con obras como “Facundo”, de Domingo Faustino Sarmiento, la
disputa entre la naturaleza y el hombre; o el “Martín Fierro”, de José
Hernández, donde al final el gaucho pierde ante el embate de la urbe. La
Amazonía, desde el inicio de la hispanidad, también fue un lugar de
aventuras, que “el valiente gran Orellana”, como nos enseñaban en la
escuela, se enfrentaba a las indómitas amazonas que lo dejaron tuerto.
Después vendría el libro “Argonautas de la selva”, de Leopoldo Benites
Vinueza.
Como
se sabe, dichas
mujeres aguerridas parecían salidas de las sagas griegas de Homero y
así quedaron hasta que Steve Jobs se apropió del nombre más fácil que
comprar el Washington Post. La otra aventura que cobijó nuestra selva
fue la emprendida por parte de los geodésicos o más bien por Isabel
Grandmaison de Godín, quien siguió a uno de ellos a la sazón su esposo
y, tras 20 años de separación, pudieron al fin abrazarse, como refiere
Robert Whitaker en su libro “The Mapmaker’s Wife”.
Existe
también el viaje realizado por Alexander von Humboldt y su amigo Carlos
Montúfar, hijo del Marqués de Selva Alegre, Juan Pío Montúfar, este
último más monárquico que su vástago, quien terminó fusilado en Buga.
Antes del boom del petróleo, el Oriente, como aún lo llamamos, era el
sitio
de los colonos y los aucas, como eran llamados despectivamente los
shuar. Después fue la tragedia de la pérdida del territorio en la guerra
del 41 a manos de los vecinos peruanos (otro imaginario que se
construyó y que pronto mostrará la otra cara en el largometraje “Mono
con gallinas”, de Alfredo León).
Aún
falta la impresionante mitología de los pueblos originarios, que
referiré la próxima semana, ahora que el tema del Yasuní suele verse
como una disputa de petróleo versus pájaros, una mirada que nos recuerda
al ideal romántico del siglo XIX y sus relucientes coches de madera o
del cristal con que se mire.
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