“Conseguí
vivienda. Es un
cuarto en forma de revólver de madera. El cañón es la cocina. El
gatillo el baño. El resto es dormitorio-escritorio. Lo mejor es la
ventana. Por allí entra y sale el Sol. El ruido de los trenes que
empiezan a ulular desde las tres de la mañana. Esta habitación se ubica
en el primer piso de un edificio ocupado por ancianos y se encuentra en
la orilla de la ciudad vieja. Para llegar a ella basta caminar diez
minutos, cinco de ellos a través de un puente sobre el Canal del Midi.
Me gusta este cuarto. Creo que es un buen lugar para matarme”, nos dice,
en su relato “La mudanza”, Huilo Ruales Hualca (Ibarra, 1947).
Sus
frases son ráfagas descarnadas de una realidad de espanto. Eso
parecería al inicio. Pero no. El autor pone al lector al filo de la
navaja.La obra del Huilo, como hablamos los ibarreños, es a veces
como un grafiti: una pedrada dada al descuido; otras ocasiones es como
el final perfecto de un cuento ganado por nocaut que, como nos recuerda
Julio Cortázar, deberían ser los cuentos, que a diferencia de la novela
se gana por asaltos; pero también existen los relatos trepidantes donde
el lector se queda sin aliento. Es una obra sin miramientos, como
destruir los bustos de las estatuas a plena luz del día.
Por
eso es irreverente, porque este escritor de aguda inteligencia crea sus
personajes y situaciones desde una poética de lo marginal. Es decir,
logra que la cotidianidad -las evocaciones de su infancia o su
adolescencia trasfigurada por medio de la ficción- se vuelva su orbe.
Nos
dice: “Los poetas son muertos antiguos que andan extraviados en este
mundo” o “Conseguí vivienda. Es un cuarto en forma de revólver de
madera”, más adelante señala: “Una vez que tuvo la certeza de lo
inevitable de su muerte se mató”. Sus frases son ráfagas descarnadas de
una realidad de espanto. Eso parecería al inicio. Pero no. El autor
utiliza estos recursos para poner
al lector al filo de la navaja. De eso también se trata la literatura,
porque desde esta América morena le torcimos el cuello al cisne de
engañoso plumaje, en referencia a esa literatura acartonada que se hacía
y se hace en las tierras de donde vinieron las carabelas.
Desentraña
a su tierra: “Érase una vez Ibarra, pequeña ciudad blanca como la
ceguera, en la que el tiempo se movía lentamente y sin estridencias,
algo así como si se viviera en puntillas para no despertar a Dios”. Esta
nota a propósito de que está en prensa el libro “Lo que el viento se
llevó”, por la generosidad del autor y el auspicio de la Casa de la
Cultura Ecuatoriana, núcleo de Imbabura. El hijo pródigo regresa a casa,
donde camina la loca Lupe y el sonido de los tacos de la Paca Cucalón
aún
se escucha en las noches de luna.
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