La celebración del
carnaval, como el mundo, es diversa. Tras los famosos de Río de Janeiro (por
cierto para quien puede acceder al Sambódromo) o de Venecia, se esconden las
máscaras. También, aunque en menor grado, en nuestro país que vive un momento
de transición entre el juego con agua, al que erróneamente se ha realizado una
cruzada para ‘culturizarlo’ hacia un turismo que, como buena invención de la
época industrial, a veces está vaciado de contenido.
Debe ser por eso que
en los antiguos carnavales -los que eran con mojada- permitían la oportunidad
para acercarse entre vecinos. Todo estaba permitido, como arrastrar a la más
quejumbrosa hasta un tanque de agua y después acudir a lo que se llamaba la ‘secada’,
que no era otra cosa que el ‘canelazo’ y, si era posible, algún baile. Porque
de eso se trata precisamente los orígenes de estas festividades, hace más de
cinco milenios, cuando los sumerios no distinguían entre amos y esclavos y en
sus bacanales, como se llamaban, todo estaba permitido, hasta que llegó la
Iglesia para poner su huella y adaptarla a su ritualidad, previamente al ayuno
de la Cuaresma. Entonces la fiesta de la carne tuvo su límite, el Miércoles de
Ceniza, donde recuerdan -a quienes se ponen la cruz- que polvo eres y en polvo
te convertirás.
Al inicio, cuentan
los abuelos, el carnaval era con globitos perfumados antes de que aparecieran
las temibles bombas marca Zaruma, que dejaban moretones. Ahora la época de
carnaval, hará diez años, está enfocado más en el turismo. Y, claro, aparecen
las máscaras como sustento, por ejemplo, de algunas festividades indígenas que
son como un adelanto de la fiesta de solsticio de junio. Es curioso, la casi
extinción del juego con agua ha renovado una serie de estrategias étnicas que
no tienen ni dos décadas, como el ya consolidado carnaval de Coangue, en el
Valle del Chota, promovido por sus propios habitantes, y también la reciente
Fiesta del Florecimiento o Pawkar Raymi, que algunas élites indígenas reivindican
como milenaria, aunque se trata de ‘préstamos’ proincásicos. Pero de esto
también se trata la cultura, de un movimiento y de una construcción constantes.
Por eso el propio país se está reinventando para ofrecer a sus visitantes -más
que sus paisajes- lo que somos.
Acaso, con el tiempo,
es posible que se adopten las máscaras para esta época, aunque tenemos gran
tradición para el fin de año. Por eso, aquí un acercamiento a su significado.
En los antiguos griegos -en su fastuosa simbología- la palabra máscara
significa persona. En su teatro, donde lo dramático era uno de los ejes, la
persona se ocultaba tras la máscara. Era, de cierta manera, otro. De allí que
la máscara tiene una carga simbólica que representa el mundo mágico-mítico. En
ella, el chamán reproduce los poderes; allí están, también, los papeles que
colocan al mundo al revés.
Lévi Strauss dice que una máscara no es únicamente lo que representa sino
básicamente lo que transforma, lo que elige no representar. Igual que un mito,
la máscara niega tanto como afirma; no está hecha solamente de lo que dice o
cree decir, sino de lo que excluye. (O)
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