miércoles, 10 de febrero de 2016

Las Tres Marías



Entre las hendiduras de los barcos negreros se colaron las evocaciones de atabales y tambores. Del África no desembarcaron los instrumentos, pero vino la memoria. En medio de grilletes y cadenas perduraron los antiguos cantos, en un contrabando de murmullos.

Hablaban del cambio de las estaciones, de los rituales de paso, de la vida y la muerte, de la piedad y el heroísmo, del sueño y el sexo, de la siembra y la cosecha, en la tierra de los leones.

Los primeros negros africanos, como se decía en la colonia, fueron traídos como esclavos al valle del Chota merced a su adaptación al clima, porque los indígenas morían agobiados por el calor y el paludismo.

En 1586 trabajaban en los algodonales, frutales y viñedos, estos últimos erradicados y llevados a Ica y Callao. Sin embargo, serían los curas jesuitas, en 1610, quienes introdujeron a estos pobladores arrancados directamente de las sabanas donde pacen los elefantes.

Los jesuitas, como señala Rocío Rueda Novoa, “pasaron a formar parte de las redes de comercio de esclavos de las compañías negreras, a fin de importar esclavos negros directamente de África”.

Afirma que en 1690 compraron a los primeros carabalíes provenientes del golfo de Biafra; más tarde, en 1695, llegaron los primeros congos de África Central: “Hacia 1850, el 34% de los esclavos existentes en Imbabura aún mantenían los nombres de origen africano, tales como carabalí, congo, mina y mondongo”.

A muchos les adjudicaron el apellido del amo, más para reconocerlos —como una suerte de marca que no recibía herencia—. Los negros de Esmeraldas tuvieron mejor suerte: un barco encalló y se escaparon como náufragos fugitivos hasta que, como siempre, se toparon con el hombre blanco.

Entre las 132 haciendas y propiedades de los jesuitas, en el actual Ecuador, 9 se encontraban en el sector del antiguo valle de Coangue: Caldera, Carpuela, Chalguayaco, Chamanal, Concepción, Cuajara, Pisquer, Santa Lucía y Tumbabiro, donde 8 estaban destinadas para la siembra de caña de azúcar y tráfico de aguardiente, como bien señalaba el Obispo de Ibarra e historiador ético —por su defensa de la verdad histórica— Federico González Suárez. Aquiles Pérez investigó que, en la época, existían 1.760 esclavos traídos del continente del ébano.

No les fue mejor a los esclavos afros con la expulsión de los jesuitas, en 1767, porque pasaron —como si fueran bienes muebles— a la administración de la Junta de Temporalidades de la corona española y, años después, a la venta de particulares que eran peores que los jesuitas, porque —con el fin de ganar más dinero— aumentaron la presión sobre los esclavos. Se produjeron alzamientos. Los hacendados, ya a finales del XX, entregaron pequeñas parcelas, a lado del río, por lo que los negros se convirtieron en huasipungueros. Con la reforma agraria, de 1964, se entregaron lotes de 2 hectáreas, que fueron insuficientes para el reparto de una familia.

Después, vinieron las casas de bahareque y paja, donde los domingos por la tarde se escuchaba la banda mocha, llamada así porque tiene canutos de pencos cortados.

Tres niñas de Chalguayacu, Rosa Elena, Gloria y María Magdalena Pavón, oían a este prodigio de la banda mocha que nació imitando a las bandas populares mestizas de viento, pero como no tenían instrumentos propios tuvieron que inventarse con lo que había.

Así los trombones, tubas y fiscornos —estos últimos que nacieron a inicios del XIX como una suerte de trompeta para la cacería de la aristocracia alemana— fueron remplazados por los puros, esas sencillas calabazas; saxofones, barítonos y trompetas mudaron a pencos, esos canutos que en los labios de los negros parecían de metal; clarinetes, flautas y piccolos pasaron a convertirse en sonidos salidos de la aromática hoja de naranjo que, según el ejecutante, lograba sonidos indescriptibles.

Además de bombos y, cuando no había, hasta tapas de ollas y, por si fuera poco, incluían níveas cumbambas de burro. Pero las niñas tampoco podían ser parte de la banda, porque sus integrantes eran únicamente hombres. Así que, a su condición de hijas de antiguos esclavos ahora se sumaba que eran mujeres.

Pero ellas otra vez le dieron vuelta a la tuerca de la historia, porque de sus voces salieron los instrumentos que les faltaban y se convirtieron en trompetas, en bajos, en coros, de ecos y contrapuntos, mientras una llevaba la melodía, esas mismas que habían escuchado en las voces de sus abuelas, que un día fueron arrastradas a una tierra ajena. Las Tres Marías, como se las conoce, han sido declaradas Patrimonio Vivo del Ecuador y son parte del proyecto Taitas y Mamas, que reúne a íconos de la música ecuatoriana como los esmeraldeños Don Naza y Papa Roncón, entre otros, quienes se presentaron en una gala en el Teatro Sucre; recientemente el proyecto fue nominado al Grammy Latino, por el diseño del empaque de su producto.

Pero eso no les quita el sueño a estas septuagenarias mujeres que caminan por las polvorientas calles de su pueblo con los pies descalzos, porque saben que en su música generaciones de negras también están cantando ante el olvido: “Allí arriba en el solar/ donde vive mi morena/ está saliendo un bandido/ que le sigue a Filomena…/ no te dejes agarrar…”.

Gloria, en la actualidad, vende las escasas frutas de su chacra en el mercado de Otavalo; María Magdalena es partera, mientras que Rosa Elena, como si los jesuitas jamás se hubieran ido, tiene las llaves de la iglesia donde está el santo de la Compañía de Jesús, Francisco Xavier, y prepara los bautismos.

Sin embargo, esta mujer de ojos de miel y sonrisa amplia, también es curandera, como si la sangre de los mandingas aún corriera por sus venas. Eso evoca el tiempo en que uno de los chivos se convertía en el Diablo de los mil cachos y se paraba al frente del río Chota, para desbordarlo… Mas, mientras estas mujeres recias canten por los áridos parajes no hay de qué preocuparse. (I)

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