jueves, 10 de diciembre de 2015

La estatua de Benalcázar



Es imposible amar una ciudad sin conocer su historia. Quito, fundada entre las cenizas, evoca siempre una cartografía inconclusa. Por sus laberínticas calles, por sus emblemáticos zaguanes, por esa opresión de tener un volcán o por las populosas calles, la urbe parece cobrar más sentido cuando se camina por sus calles del Centro Histórico. Y son, precisamente estas, más allá de su nomenclatura, que nos llevan a los orígenes, a los motivos de su fundación y también de su rebeldía. Por eso comparto las historias de dos de sus arterias. La primera lleva el nombre del fundador, que en realidad se llamaba Sebastián Moyano y criaba ovejas y cerdos. El cronista Juan de Castellanos relata que tras matar a un mulo en 1507 huyó hacia las Indias Occidentales por temor a un castigo y también para escapar de la pobreza en que vivía.

Cuando Sebastián de Benalcázar llegó a Quito, en 1534, había aún un olor a ceniza en el aire de la ciudad destruida. No importaba porque ya la había fundado a lo lejos, donde después sería la antigua Riobamba, para ganarle la partida a sus compatriotas que venían apurados desde el norte. Por ordenanza, se creó la Calle Real, eje del trazado de la urbe. Se llamó también Calle Angosta, y los primeros historiadores creían que era la senda prehispánica que unía el Templo del Sol (Panecillo) con el Templo de la Luna (San Juan).

Las familias quiteñas poderosas no se contentaron con sus patios de pileta y las llamaron por sus apellidos, como si al nombrarlas así las poseyeran: calle Sáenz la denominaron, por las charreteras de un general, más tarde calle del Correo.

En la vía está la Casa del Toro, con una escultura que recuerda el séptimo trabajo de Hércules, con el toro de Creta. Al frente, la estatua de Benalcázar mira hacia lo que fue su antiguo solar. No tuvo tiempo para levantar su morada ni mirar la ciudad, que crecía en donde antes caminaban otros dueños. Andaba con un sueño insaciable y para sus encuentros con los nativos tenía un traductor para una sola palabra: oro.

Ahora, la calle Venezuela: De plata fueron hechas las lunas menguantes para los pies de las Vírgenes de madera. Los devotos iban a la calle de la Platería para pedir favores a sus santos a cambio de joyas o indulgencias que solicitaban los conquistadores cuando se hacían viejos, como perdón de sus pecados. Estos hombres de antiguas corazas acaso querían olvidar sus sangrientas masacres contra los indígenas.

Iban a las capellanías a pagar misas para toda la eternidad porque sabían que las imágenes de madera eran benévolas con las almas atormentadas.

En 1613, el Alguacil Mayor de Quito, don Diego Sánchez de la Carrera había llegado de allende el mar para decidir sobre la vida de los quiteños. Acaso, quisieron halagarlo y la calle se llamó De la Carrera.

En la misma calzada, Antonio José de Sucre, patriota venezolano, construyó su casa, con indicaciones que llegaban en cartas escritas en el fragor de las batallas de independencia. Unas balas de la infamia lo asesinaron en Berruecos, pero nadie olvida que de Venezuela también llegó el ejército libertario de llaneros.


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