Es imposible amar una ciudad sin conocer su
historia. Quito, fundada entre las cenizas, evoca siempre una cartografía
inconclusa. Por sus laberínticas calles, por sus emblemáticos zaguanes, por esa
opresión de tener un volcán o por las populosas calles, la urbe parece cobrar
más sentido cuando se camina por sus calles del Centro Histórico. Y son,
precisamente estas, más allá de su nomenclatura, que nos llevan a los orígenes,
a los motivos de su fundación y también de su rebeldía. Por eso comparto las
historias de dos de sus arterias. La primera lleva el nombre del fundador, que
en realidad se llamaba Sebastián Moyano y criaba ovejas y cerdos. El cronista
Juan de Castellanos relata que tras matar a un mulo en 1507 huyó hacia las
Indias Occidentales por temor a un castigo y también para escapar de la pobreza
en que vivía.
Cuando Sebastián de Benalcázar llegó a Quito, en
1534, había aún un olor a ceniza en el aire de la ciudad destruida. No
importaba porque ya la había fundado a lo lejos, donde después sería la antigua
Riobamba, para ganarle la partida a sus compatriotas que venían apurados desde
el norte. Por ordenanza, se creó la Calle Real, eje del trazado de la urbe. Se
llamó también Calle Angosta, y los primeros historiadores creían que era la
senda prehispánica que unía el Templo del Sol (Panecillo) con el Templo de la
Luna (San Juan).
Las familias quiteñas poderosas no se contentaron
con sus patios de pileta y las llamaron por sus apellidos, como si al
nombrarlas así las poseyeran: calle Sáenz la denominaron, por las charreteras
de un general, más tarde calle del Correo.
En la vía está la Casa del Toro, con una escultura
que recuerda el séptimo trabajo de Hércules, con el toro de Creta. Al frente,
la estatua de Benalcázar mira hacia lo que fue su antiguo solar. No tuvo tiempo
para levantar su morada ni mirar la ciudad, que crecía en donde antes caminaban
otros dueños. Andaba con un sueño insaciable y para sus encuentros con los
nativos tenía un traductor para una sola palabra: oro.
Ahora, la calle Venezuela: De plata fueron hechas
las lunas menguantes para los pies de las Vírgenes de madera. Los devotos iban a
la calle de la Platería para pedir favores a sus santos a cambio de joyas o
indulgencias que solicitaban los conquistadores cuando se hacían viejos, como
perdón de sus pecados. Estos hombres de antiguas corazas acaso querían olvidar
sus sangrientas masacres contra los indígenas.
Iban a las capellanías a pagar misas para toda la
eternidad porque sabían que las imágenes de madera eran benévolas con las almas
atormentadas.
En 1613, el Alguacil Mayor de Quito, don Diego
Sánchez de la Carrera había llegado de allende el mar para decidir sobre la
vida de los quiteños. Acaso, quisieron halagarlo y la calle se llamó De la
Carrera.
En la misma calzada, Antonio José de Sucre,
patriota venezolano, construyó su casa, con indicaciones que llegaban en cartas
escritas en el fragor de las batallas de independencia. Unas balas de la
infamia lo asesinaron en Berruecos, pero nadie olvida que de Venezuela también
llegó el ejército libertario de llaneros.
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