Cada
ocasión que leo un artículo homofóbico, escrito por los supuestos
machos alfa, recuerdo a mis homosexuales favoritos. El primero llegó
cuando era aún niño: “Soy el Príncipe Feliz. Entonces, ¿por qué
lloriqueáis de ese modo? -preguntó la golondrina-. Me habéis empapado
casi. Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la
estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio
de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor”.
El
homosexual que escribió esto se llamaba Oscar Wilde y en su época -la
victoriana donde se asustaban de los pantalones de las mujeres- fue
declarado culpable de indecencia grave y encarcelado por dos años,
obligado a realizar trabajos forzados. Nunca más fue el mismo. Como su
personaje, murió en París a los 46 años como
indigente.
Conocí
otro homosexual, a los 19 años, en una biblioteca. Se llamaba Walt
Whitman y me entregó memorables tardes, especialmente en el poema
“Cuando supe al declinar el día”. Refiere que tuvo más emoción con su
amante, en su cabaña, que cuando su nombre sonó en el Capitolio. Lo
conocí por el libro traducido por Vicente Alexander, aquel prodigio que
es “Hojas de hierba”, del siglo XIX. Ni qué hablar de Arthur Rimbaud.
El
tercer homosexual es mi héroe: el inmortal Leonardo da Vinci. Tengo
ahora en mis manos la biografía de Charles Nicholl, de aquel genio que
tuvo que esconder a su amante,
Andrea Salai, que -como dicen- acaso inspiró el cuadro más notable del
mundo, la Mona Lisa. Recuerdo haber leído la historia de otro homosexual
y genio, Miguel Ángel Buonarroti, en el libro “Agonía y éxtasis”, de
Irving Stone.
Un
homosexual famoso fue Platón. Es conmovedor el relato en torno de la
defensa de su maestro, Sócrates, acusado de pervertir a los jóvenes y
condenado a morir ingiriendo cicuta. Al filósofo, por lo demás presente
por más de dos mil años, debemos la mitad de lo que es Occidente, la
otra mitad es de Aristóteles, tutor de Alejandro Magno, quien por cierto
también era homosexual, al igual que Julio César.
Ya
que entramos en materia histórica, mi lesbiana preferida es Marguerite
Yourcenar. Mi tercer libro favorito es “Memorias de Adriano”, donde el
emperador hace un recuento de su vida, de sus batallas y pasiones, del
arte y de la efímera gloria, pero de manera especial del dolor que le
causó la muerte de su amante Antínoo.
Un día, las taras de la homofobia serán vistas, esas sí, como una desviación del espíritu humano, como aún nos sorprenden las aberraciones contra el color de piel, religión u origen. Eso bien lo sabían los nazis.
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