La ciudad de Ibarra ahora se precia de
exhibir la obra de uno de sus más insignes hijos: Rafael Troya Jaramillo
(1845-1920). En el remodelado Centro Cultural El Cuartel se encuentra el
denominado Salón de los Clásicos, donde el visitante podrá admirar en gran
formato icónicos lienzos, como la fundación histórica y mítica de la urbe,
erigida en la tierra de los caranquis con el propósito de buscar una salida al
mar en 1606, empresa que se tardó 400 años por la insidia del centralismo
porteño (hasta cartas enviaban al rey para que no se abriera el camino
argumentando la llegada de piratas). Veamos el contexto.
Los cristos sangrantes de la época colonial
debían quedar atrás. El nacimiento de las repúblicas clamaba nuevos temas para
el arte. Había que inaugurar todo. Dejar la oscuridad y las cadenas. Una nueva
luz -siguiendo a la Ilustración- debía bañar a estas tierras aún inhóspitas.
Dos corrientes se mezclaron a finales del siglo XIX: neoclasicismo, presente en
la pintura histórica, y romanticismo, donde la naturaleza adquiere un sentido
sacro. Estas tendencias del arte a finales del XIX se remiten a lo bello
(orden, forma y color), lo sublime (elevación del espíritu) y lo pintoresco
(placer de lo singular).
“Alexander von Humboldt descubrió en 3 años
lo que los españoles no lograron en tres siglos”, dijo Simón Bolívar. Así, los
nuevos naturalistas llegaron al recién creado Ecuador y precisaban capturar el
paisaje para fines científicos. La misión alemana de Alphons Stübel y Wilhelm
Reiss contrata al joven Troya para documentar en 160 lienzos a este país de
volcanes, que tenía subyugados a los viajeros del XIX, pero que a ojos de los
lugareños pasaban desapercibidos. Ese es el mérito de Troya: lograr que -por
primera vez- el paisaje de Ecuador se convierta en un símbolo. Lo otro fue
encontrar un lenguaje propio para mostrarnos una geografía que, después de un
siglo, no terminamos de conocer.
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