En el turístico Mercado Central, en Santiago,
la centolla mediana -un pantagruélico cangrejo- cuesta $ 100, el 25% del
salario de un obrero, que no toma vino de exportación. Según el informe OCDE,
que critica la evasión de impuestos, cuatro chilenos, incluido el presidente
Sebastián Piñera, tienen la misma cantidad de dinero que un millón de
compatriotas, el mismo número que salió a protestar en la Plaza de la Dignidad:
“Yo pisaré las calles nuevamente / de lo que fue Santiago ensangrentada…”, canturreando
a Pablo Milanés.
Circula en videos que en la Quinta Vergara,
de Viña del Mar, la gente grita y asocia a Piñera con la dictadura de Augusto
Pinochet. Durante los días de las protestas de octubre, que causaron $ 4.500
millones en pérdidas en la infraestructura, la primera dama Cecilia Morel decía
en un audio filtrado: “Es como una invasión extranjera, alienígena… vamos a
tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”.
“Chile es un verdadero oasis”, exclamaba el
mandatario dos semanas antes de comer pizza mientras la ciudad ardía. “¡Este
país es una plasta! / ¡Aquí no se respeta ni la ley de la selva!”, escribía
hace tiempo el centenario antipoeta Nicanor Parra. Alguna ocasión, en un
condominio santiaguino, leí un letrero furioso: “Prohibido que jueguen los niños
en el jardín o llamamos a los carabineros”.
Chile, tierra de mapuches y de Altazor, de
Huidobro: “Podéis creerlo, la tumba tiene más poder que los ojos de la amada”;
del Canto general de Neruda: “Patria,
mi patria, vuelvo hacia ti la sangre”; de los piecitos fríos de Gabriela
Mistral; de Violeta Parra: “Miren cómo sonríen los presidentes cuando le hacen
promesas al inocente”; de Víctor Jara y sus plegarias: “Líbranos de aquel que
nos domina / en la miseria”; de Los Prisioneros con “El baile de los que
sobran”: “Ellos pedían esfuerzo, ellos pedían dedicación / y para qué, para
terminar bailando y pateando piedras…”.
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