Desde sus inicios, los curas trapenses, orden
nacida en la abadía de la Trapa en 1664 (Francia), tuvieron una historia de
persecuciones. Mal vistos por los otros clérigos, aquellos de la mitra y el
oro, son auténticos seguidores de aquel hombre que repartía el pan y los peces,
más que el de las estampas del crucificado.
Con el tiempo, esa vida monástica –ese
silencio de la oración y los votos de silencio– no fue suficiente para el poeta
Ernesto Cardenal, quien era novicio en Kentucky, EE.UU. Al igual que sus
hermanos o como acaso algunos milinaristas jesuitas que fundaron las misiones
en América, especialmente en Paraguay, el poeta decide establecerse en la isla
de Solentiname, en el gran lago de Nicaragua, para fundar una sociedad utópica.
La dictadura de los Somoza la destruye, en
medio de los muertos y torturados. Cardenal abandona su país para volver junto
a las campañas sandinistas hasta convertirse en Ministro de Cultura, vinculado
a esa fuerza que es la Teología de la Liberación, y, por lo tanto, suspendido
por el Vaticano. Incluso el papa Juan Pablo II lo recriminó en público, aunque
recientemente le concedieron un indulto.
El domingo anterior falleció en Nicaragua.
Cardenal, con El Evangelio en Solentiname, sus salmos, epigramas… se configura
en esa voz poderosa que necesitamos en estas tierras nuestras tan llenas de
injusticia.
Nos dice en Salmo 5: “Escucha mis palabras,
oh Señor / Oye mis gemidos / Escucha mi protesta / Porque no eres tú un dios
amigo de los dictadores / ni partidario de su política / ni te influencia la
propaganda / ni estás en sociedad con el gánster… Al que no cree en la mentira
de sus anuncios comerciales / ni en sus campañas publicitarias, ni en sus
campañas políticas / tú lo bendices / lo rodeas con tu amor / como con tanques
blindados”.
Un clásico trasciende el tiempo, Cardenal
está en ese camino.
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