En
el poema “Inventario”, Jorge Luis Borges se pregunta: “¿Qué podemos buscar en
el altillo / sino lo que amontona el desorden?”. Después de sortear la hamaca
paraguaya con borlas, deshilachadas; una piel gastada, que fue de tigre; un
reloj detenido, con el péndulo roto; una llave que ha perdido su puerta; se
encuentra con “una fotografía que puede ser de cualquiera”.
Al
final acota: “Al olvido, a las cosas del olvido, acabo de erigir este
monumento, / sin duda menos perdurable que el bronce y que se confunde con
ellas”. Al parecer, en este mundo de vértigo donde todos “capturamos” imágenes
para el olvido, quedarán aquellas memorables producto de años de pasión por ese
juego de la luz y la sombra que es el misterio de este invento del siglo XIX.
El
libro Sobre la fotografía, de Walter Benjamin, habla de los orígenes. Así
cuenta que un periódico chauvinista alemán, Der Leipziger Anzeiger, consideró
oportuno enfrentar al “diabólico” invento francés: “Querer fijar fugaces
reflejos no es solo una cosa imposible, tal como ha quedado probado después de
una concienzuda investigación alemana, sino que el mero hecho de desearlo es de
por sí una blasfemia. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y
ninguna máquina humana puede fijar la imagen divina”.
En
La mirada opulenta, de Román Gubern,
tras pasar por la voracidad voyeur de quienes visitan tierras remotas o hablar
de un cierto culto religioso con la imagen, retoma las palabras de Benjamin y
dice: “El primer medio de reproducción de veras revolucionario”.
En
el libro también llamado Sobre la
fotografía, Susan Sontag da una clave: “La humanidad persiste
irremediablemente en la caverna platónica, aún deleitada, por costumbre
ancestral, con meras imágenes de la verdad”. “Fotografiar es colocar la cabeza,
el ojo y el corazón en un mismo eje”, dijo Hersson Piratoba. Al final, miramos
una fotografía como si estuviéramos frente a una hoguera. (O)
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