A inicios del siglo XX, el abuelo Juan José decidió viajar para mirar el
mar de sus mayores. Pero antes, había que pasar por Atuntaqui, donde eran
famosos los arrieros, quienes, durante la época colonial, emprendían largar
caravanas que se tardaban un mes y debido a la peligrosidad de los caminos se
debía partir dejando el testamento.
Los arrieros eran gente honorable, decía el abuelo. En las largas jornadas
estos hombres le contaban al abuelo muchas historias que incluían las desventuras
del hermano rico y el hermano pobre o la temible caja ronca, que es un mito de
la serranía ecuatoriana. Los arrieros ya no existen, pero quedan aún esas voces
que se han transmitido para contarnos una historia que no está en los libros
oficiales. Y no solamente ellos, también los abuelos y abuelas quichuas de San
Roque nos relatan sus visiones del mundo: los aya humas, el cuichi, los
chuzalongos, son parte de una identidad viva en el cantón Antonio Ante, en la
provincia de Imbabura. Precisamente de esa vertiente indígena consta la leyenda
de la pastora de ovejas y el cóndor, que ahora comparto:
Los abuelos cuentan que hace mucho tiempo había una niña que se dedicaba al
pastoreo de ovejas. Al nacer el sol, la pastorcilla iba -junto a su fiel perro-
llevando al rebaño hacia la montaña. Con el tiempo, se convirtió en una
espigada muchacha de ojos nítidos.
Eso fue lo que atrajo al cóndor, que la esperó en una quebrada para
cortejarla, mientras miraba pasar a las ovejas, con sus pelambres de algodón.
-¿Ya estás pastando las ovejas, hermanita?, preguntó el emplumado.
-Sí, aquí estoy pastando mis ovejitas, dijo la joven sin ruborizarse.
-¿Debes tener el mismo peso de las ovejas?, exclamó el cóndor, en tono zalamero.
-No te burles de mí, respondió y lo miró de reojo.
-Sí, aquí estoy pastando mis ovejitas, dijo la joven sin ruborizarse.
-¿Debes tener el mismo peso de las ovejas?, exclamó el cóndor, en tono zalamero.
-No te burles de mí, respondió y lo miró de reojo.
El cóndor se acercó para intentar levantar por los aires a la mozuela,
asiéndose de su chalina. Aunque al inicio hubo resistencia, al fin la inmensa
ave la alzó con sus garras. Una vez que la colocó a su espalda se levantó en un
vuelo rápido. Sus enormes alas se desplegaron. Desde abajo, el compañero de la
pastorcilla, su perro, miró un punto en el cielo y comenzó a aullar.
Aullando recogió al rebaño, aullando llegó hasta la casa de los padres de
la raptada y aullando los dirigió por las montañas para buscar en los
impenetrables riscos el refugio de los cóndores. Pasó algún tiempo. Una mañana,
el perro se acercó a un despeñadero. Abajo se encontraba su ama que lo
reconoció. Los aullidos fueron más lastimeros y acudieron sus parientes,
quienes soltaron sogas para que pudiera salvarse. Por fortuna, el cóndor había
volado en busca de alimentos.
La majestuosa ave retornó a sus dominios y no encontró
a la cautiva. Llamó desesperadamente a sus hermanos cóndores para que le
ayudaran a recuperarla. Con el tiempo, a la muchacha le habían crecido plumas
que sus familiares limpiaron con esmero. Cuando el cóndor llegó para reclamarla
no era la misma. Había vuelto a su antiguo estado: una joven de ojos
cristalinos.
Los cóndores se alejaron volando. Uno iba triste.
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