La calle Galápagos también es conocida como de la Guaragua. En verdad, era
la antigua calle Vargas, entre Esmeraldas y Oriente, y para el primer cuarto
del siglo XX era el sitio de bohemios y pintores. En la calle también ocurrió
un horrendo crimen, que tal vez inspiró a Pablo Palacios para escribir el texto
Un hombre muerto a puntapiés.
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El sitio es famoso y se lo menciona en la canción de ‘El chulla quiteño’.
Aparece en la película Qué tan lejos, de Tania Hermida, justo cuando el actor y
músico Fausto Miño se pregunta qué mismo es la Guaragua.
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Tal vez para encontrar el nombre hay que mirar su arquitectura, porque es
de estilo colonial y republicano, con balcones tallados. Esos balcones, con
esos tallados a veces excesivos, pueden darnos pistas de la designación que le
puso la invención popular: guaragua. El vocablo viene del quechua, pero también
del quichua. En Bolivia, por ejemplo, significa: adorno exagerado,
probablemente, como dicen los estudios lingüísticos, con referencias del
aimara. Guaragua, de warawa, estrella, estrellado; aunque en Bolivia, así como
en Ecuador, se refiere a un adorno exagerado.
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Hay otros significados: requiebro o contoneo airoso al andar o bailar,
según algunos países andinos, aunque otros definen la guaragua como adornos,
líneas sinuosas a modo de arabescos. Contoneo, movimiento del cuerpo; rodeo
para contar o decir algo, son otras acepciones que incluyen a Chile. Por eso
hay quienes aseguran que guaragua significa lugar pintoresco tachonado de
estrellas.
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Esta manera sinuosa, tanto en lo arquitectónico como en el lenguaje o en el
baile, nos lleva inevitablemente al barroco (el miedo al vacío). Digo yo, la
guaragua es entonces lo que somos, esas máscaras que se ocultan en nuestra
identidad. Esos adornos excesivos que a veces nos ponemos. Hay que volver a los
textos de Bolívar Echeverría, en el ethos barroco.
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De allí que las abuelitas, al mirar un vestido excesivamente adornado,
exclamaban: ¡Ve, con tanta guaragua! Estas son las calles profundas de un Quito
que festeja la llegada de los conquistadores. Mejor dicho, la quema del antiguo
Quito. Es curioso, las fiestas no tienen más de 60 años, cuando un diario
capitalino con la complicidad de un expendedor de licores armaron la
farra, tras una serenata a las reinas. En fin, así también se construyen los
imaginarios de una ciudad.
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Siempre me pareció gracioso, por ejemplo, las banderas españolas
desplegadas en el sector de la Jipijapa, y los quiteños -algunos quiteños-
comiendo paella, cantando cante jondo sin saber las letras, fumando habanos y
comprando los abonos para los toros. Viva Quito, olé. Ya lo decía José Martí:
“Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisién, el
chaquetón de Norteamérica y la montera de España”.
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Qué sabia la cultura popular al colocar el nombre de
guaragua, porque eso también somos, aunque cuando nos quitemos la máscara y nos
miremos al espejo descubriremos a un Quito milenario, que comerciaba, cuando
eran quitus, con los cayambis y caranquis, durante más de 1.000 años, el doble
de los 480 años que andan por otras calles de guaraguas y centros comerciales.
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