La semana
pasada publiqué sobre la Tunda de Esmeraldas. Un lector escribe desde Guayaquil
para contarme de los ‘comecaras’, unos bandoleros que asolaban el sector de La
Tolita y que -literalmente- desfiguraban a sus víctimas. Eso me lleva a los
Pucho Remaches, que merodeaban el camino de la laguna de Mojanda, en Imbabura,
y hacían, según decían, fritanga de los viajeros desprevenidos quienes se
dirigían al tambo de Malchinguí. Sin olvidarme, además, del bandido Moreira, en
la tierra de la sal prieta o del mítico Naún Briones, recreado en Polvo y
ceniza, de Eliécer Cárdenas.
Precisamente
en la mitología de un país encontramos esas voces de voces, para seguir a
Eduardo Galeano, que nos colocan en un espejo de lo que somos. Esmeraldas,
provincia entrañable, tiene tanto que contarnos.
Como el
tema está candela, diga, como dice el historiador Bing Nevárez, comparto otro
mito de Esmeraldas, que recogí hace algún tiempo, denominado ‘La piedra de
Eufrasia’, para el libro Jugando con el abuelo, del Ministerio de Cultura:
Hace
tiempo Eufrasia había olvidado los cantos que hablaban de amores contrariados.
Era la época de buscar sustento para ella y también para su hijo, así que
acudió, como muchos, a lavar oro a orillas del río. Se internaron por la
espesura de Playa de Oro y cuando a los varios días salieron, su pequeño tenía
fiebre. Esa noche la situación empeoró. No bastaron los cuidados ni los
ungüentos que le prodigaron en el pueblo.
Al poco tiempo
murió.
Eufrasia
trató de recordar una elegía: / La muerte es para todos / de ella no hay
separación / ella no halla personas / sino el que manda el Señor. Eran los
cantos de su pueblo que decían: Mata padre, mata obispo / mata al que tiene
corona / mata a los santos ministros / y al Papa Santo de Roma.
Pero la
mujer no hallaba consuelo. Entonces llegaron las cantoras para el ritual de los
‘alabaos’, propios de los velatorios: Qué triste que está la casa / y el puesto
donde dormía / los gallos que menudeaban / y yo que me despedía.
Al día
siguiente era el entierro. Todos se dirigían con tristeza hacia el camposanto.
Sin embargo, Eufrasia se detuvo fuera de sí. Levantó los brazos y exclamó al
cielo: ¡Como era tuyo, te lo llevaste!
Tras su
quejido se produjo un temblor de tierra. Los árboles se movían airosos, los
pájaros aleteaban sin rumbo, el río levantaba sus aguas, los animales del monte
huían despavoridos y la gente se abrazaba. El temblor no duró mucho. Después
prosiguieron hasta el mínimo cementerio y encontraron abierta la sepultura.
Allí depositaron el cuerpo del niño.
Cuando al poco tiempo, los hombres y mujeres
salieron a sus labores, encontraron que el río había cambiado de cauce. En
donde antes se encontraban unos platanales estaba una enorme piedra llegada
desde el monte. Todos estuvieron de acuerdo en llamarla la Piedra de Eufrasia.
La roca es enorme y aunque algunos han intentado subir a la cima no han podido.
Las abuelas dicen que allí fue colocada por quien manda a la Muerte, que no distingue
ni el rostro.
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