De voz en
voz anda el mito. Cuando uno de los abuelos muere, se extingue una biblioteca.
La tradición oral requiere andadores de caminos. Esta mitología, que la
comparto, la recogí en Esmeraldas:
Lo primero
que descubrieron los cazadores, entre el lodo del manglar, eran dos huellas
dispares. La una llevaba impregnada la pisada de un pie normal, pero la otra
era como si una estaca se hubiera hundido en el fango.
-¡No hay
duda es la Tunda!- dijo Emiliano mientras con la mano izquierda se rascaba la
hirsuta barbilla.
Los
perros de caza, que se habían adelantado por los vericuetos del manglar,
aullaron a distancia. Los otros hombres y mujeres se acercaron con sus cununos,
tambores, guazás, maracas, güiros y si no trajeron una marimba era por su peso.
Hacían una bulla descomunal que retumbaba más allá del monte.
La Tunda,
escondida detrás del manglar recio, miró esa procesión delirante y se rió de
buena gana. Apuró su paso descontinuado y se escabulló sin prisa. Llegó hasta
una cueva y haló levemente el brazo de una niña de ojos enormes. Tenía un
vestido de colores y sus pies eran frágiles, pero no le impidieron ir al paso
de la Tunda. La pequeña Amaranta no recordaba que su madre le había advertido
de la presencia de la Tunda, la mujer que tiene una pata de molinillo de batir
chocolate, cada ocasión que los chicos se portan mal.
La Tunda
rememoró la persecución y al atrevido viejo Emiliano. Bien sabía él que la
aparecida puede transformarse en la persona que quiera y, como fue su caso,
dejar entundado a cualquier niño, en medio del monte.
Al otro
lado del manglar, los cazadores de la Tunda descansaban. Encendieron una
hoguera y fue el mismo viejo Emiliano que contó todo lo referente a esa visión
del otro mundo. Dijo que la Tunda, mediante engaños, lleva a los niños
desobedientes hasta las profundidades del monte; allí los alimentaba con
camarones que salían de su mismísimo trasero, y para darles una buena sazón no
dudaba en ventilarlos desde su interior.
-¡O sea
que la Tunda sí que es mala. ¿Diga? - exclamó una mujer con su acento
esmeraldeño.
-¡Claro, Remedios! ¡Esa mujer sí que hace unos buenos camarones! Alcanzó a replicar Clarita, mientras todos festejaron la ocurrencia, pero con risas nerviosas.
-Hablando de camarones, increpó el viejo Emiliano, ¿no recuerdan cómo vine hecho una lástima? ¿Diga?
-Ay, sí- Emiliano, usted llegó con la espalda llena de ronchas, como camarón asado, exclamó Remedios.
-¡Claro, Remedios! ¡Esa mujer sí que hace unos buenos camarones! Alcanzó a replicar Clarita, mientras todos festejaron la ocurrencia, pero con risas nerviosas.
-Hablando de camarones, increpó el viejo Emiliano, ¿no recuerdan cómo vine hecho una lástima? ¿Diga?
-Ay, sí- Emiliano, usted llegó con la espalda llena de ronchas, como camarón asado, exclamó Remedios.
Tuvimos
que curarle con estopa de coco, sahumerio, palo santo y romero, además de las
oraciones de las ‘cantadoras’. Tuvo suerte, terminó de decir Remedios, que
usted se escapó a los pocos días... cuando era aún niño. Esta conversación y
los sucesos posteriores ocurrieron poco después de la década del cuarenta, del siglo
pasado.
Hace
pocos meses, como emergiendo de los manglares, apareció una mujer con los
cabellos desaliñados.
Su
cabellera era blanca y su piel estaba arrugada. Llevaba un vestido de colores,
algo deshecho. La mirada era turbia, como si volviera del pasado.
Por fotografías antiguas, la gente descubrió que
era la niña Amaranta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario