Entre las hendiduras de los barcos negreros se colaron las
evocaciones de atabales y tambores. Del África no desembarcaron los
instrumentos, pero vino la memoria. En medio de grilletes y cadenas
perduraron los antiguos cantos, en un contrabando de murmullos. Hablaban
del cambio de las estaciones, de los rituales de paso, de la vida y la
muerte, de la piedad y el heroísmo, del sueño y el sexo, de la siembra y
la cosecha, en la tierra de los leones.
Los primeros negros africanos, como se decía en la colonia, fueron
traídos como esclavos al Valle del Chota, merced a su adaptación al
clima porque los indígenas morían agobiados del calor y el paludismo. En
1586 trabajaban en los algodonales, frutales y viñedos, estos últimos
erradicados y llevados a Ica y Callao. Sin embargo, serían los curas
jesuitas, en 1610, quienes introdujeron a estos pobladores arrancados
directamente de las sabanas donde pacen los elefantes.
Los negros de Esmeraldas tuvieron mejor suerte: un barco encalló y se escaparon, hasta que se toparon con el hombre blanco
Los
jesuitas, como señala Rocío Rueda Novoa, “pasaron a formar parte de las
redes de comercio de esclavos de las compañías negreras, a fin de
importar esclavos negros directamente de África”. Afirma que en 1690
compraron a los primeros carabalíes provenientes del golfo de Biafra;
más tarde, en 1695, llegaron los primeros congos de África Central:
“Hacia 1850, el 34 por ciento de los esclavos existentes en la provincia
de Imbabura aún mantenía los nombres de origen africano, tales como
carabalí, congo, mina y mondongo”. A muchos les adjudicaron el apellido
del amo, más para reconocerlos, como una suerte de marca que no recibía
herencia
Los negros de Esmeraldas tuvieron mejor suerte: un barco encalló y se
escaparon como náufragos fugitivos hasta que, como siempre, se toparon
con el hombre blanco.
Entre las 132 haciendas y propiedades de los jesuitas, en el actual
Ecuador, nueve se encontraban en el sector del antiguo Valle de Coangue:
Caldera, Carpuela, Chalguayaco, Chamanal, Concepción, Cuajara, Pisquer,
Santa Lucía y Tumbabiro, donde ocho estaban destinadas para la siembra
de caña de azúcar y tráfico de aguardiente, como bien señalaba el obispo
de Ibarra, Federico González Suárez. Aquiles Pérez investigó que, en la
época, existían 1760 esclavos traídos del continente del ébano.
No les fue mejor a los esclavos afros con la expulsión de los
jesuitas, en 1767, porque pasaron –como si fueran bienes muebles– a la
administración de la Junta de Temporalidades de la Corona española y,
años después, a la venta de particulares, que eran peores que los
jesuitas, porque –con el fin de ganar más dinero– aumentaron la presión
sobre los esclavos.
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