En los tiempos antiguos el rayo era una deidad. Un día,
fue Thor. Illapu, por estas tierras. Tras el relámpago aparecía el fuego.
Nuestros ancestros, temerosos en las cavernas, protegían la espontánea lumbre.
Algo cambió cuando este elemento pudo ser controlado. Un hecho significativo:
en torno a la hoguera los viejos contaban sus historias para espantar al
olvido.
Se crearon mitos. Para los griegos, Prometeo robó el
fuego y lo entregó a los humanos. Zeus lo castigó dejando que una ave de rapiña
lo picoteara sin piedad. En la cosmogonía shuar fue Jempe (el colibrí) quien
hurtó el fuego del inframundo donde vive Iwia. Para esto se prendió sus alas.
Los ritos están intactos. Eso es la quema de los monigotes
en Ecuador: la purificación. La promesa de días mejores, aunque con
testamentos… un pueblo que se ríe de sí mismo, de sus desgracias. Atrás de
estos elementos se destacan las máscaras, que son el ocultamiento, pero también
la autoconciencia para subvertir el orden. Está el libro de Juan Lorenzo
Barragán sobre las diversas caretas que pueblan este país de contradicciones.
Constan para muchas festividades, pero la de los años viejos son memorables.
El otro trabajo de investigación de largo aliento de la
cultura popular pertenece a Marcelo Naranjo Villavicencio, merced al Cidap. En
esta época qué dicha mirar a los políticos reconstruidos y burlados por la
astucia popular. Los fantoches elaborados con humilde aserrín esperan con
paciencia el desenlace fatal en medio del estruendo de las camaretas.
Los orígenes son antiguos, tal vez de las saturnales
romanas o de los antiguos celtas. Llegaron en silencio en las carabelas y, una
noche, asaltaron las piadosas ciudades coloniales para tomarse los vecindarios,
con viudas al fin travestidas. Ahora, los muñecos que “remedan” a los héroes de
la cultura de masas son apropiados con nuevas simbologías. Ya son nuestros y
barrocos. Qué nos importa si el hombre araña de papel periódico gastado y grumo
se cuelga de los improvisados alambres en el suburbio de Guayaquil hasta
volverse cenizas.
Pero el fuego no purifica todo, al otro día seguimos
siendo los mismos. No somos el cambiante río que decía Heráclito. No somos uno
de los elementos de Parménides. Pero estamos allí con nuestras máscaras -ya sin
hilo- caminando por este ancho mundo fingiendo lo que no somos. Esperando al
carnaval… Éramos una máscara, clamaba Martí.
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