Que es cosa del
infierno, dice una beata. Que no se puede creer, masculla un vecino de la Calle
Larga. En la Ibarra colonial hay miedo. Anda suelto un becerro con ojos de
carbones encendidos. Por la noche, en feroz combate enfrenta a un jabalí
fantasmagórico y sus siete cachorros. Ni rastros de sangre, al otro día.
Felipe Quiñónez se
llena de coraje. Hiere levemente con un cuchillo al atrevido animal. Solo le
creen del enfrentamiento cuando contento muestra tres monedas, que aparecieron
adheridas a sus ropas al azar. El ser del averno pasa a llamarse pomposamente
el Becerro de Oro.
Quien sí lo toma en
serio es el sagaz Alfonso Hernández, llegado de Quito. Pactan enfrentar al
engendro maligno. Antes de la justa, el diestro hace bendecir su estoque de
toreo y un largo rejón con su cuchilla de acero, por si acaso.
La noche aciaga llega.
El torete aparece echando fuego por el hocico, en una embestida que parece que
sus pezuñas se adhirieran a la tierra. El bizarro Hernández salta de su caballo
para situarse en el lomo del animal y acometerle una certera estocada en el
pescuezo, aferrándose como un jinete del infortunio aún con su penacho de
colores vistosos en su cabeza.
Es un solo golpe. El
torete cae en un bramido trágico y se estrella contra las piedras. Al hundir la
espada descubre el prodigio. El simulacro de toro tiene la piel curtida porque
está embalsamado, pero rebosante de monedas de oro, como si en lugar de pellejo
tuviera una manta brillante. Su propietario debió haber sido un avaricioso,
pero al fin su alma puede descansar.
Para no caer en ese
embrujo de la codicia, Hernández comparte con Quiñónez y tras los funestos
sucesos muda de vida para, en algunas ocasiones, dedicarse a las obras pías
porque frecuentemente se pregunta sobre el infortunado dueño del Becerro de Oro
que pensó llevarse su tesoro más allá de la sepultura. (O)
Esta noticia ha sido publicada originalmente por Diario EL TELÉGRAFO bajo la siguiente dirección:
Obra: José Villarreal Miranda
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