En
el poema “Los Justos”, Borges habla de aquellas personas que se ignoran y, de
esta manera, salvan al mundo. Después de enumerar a una pareja que lee los
tercetos de cierto canto (seguramente la Divina Comedia), exclama: “El
tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada”. Pienso en
Juan Adán Schwartz, un alemán que fue traído a Ambato en 1754, para que operara
la primera imprenta, a manos de los jesuitas como María Mauregi, según cuenta
Fausto Segovia Baus.
¿Qué
sentiría Schwartz, acaso un seguidor de reformistas como Martín Lutero,
encomendado a la tarea de producir opúsculos de una religión que sabía desviada
de las enseñanzas del Cristo? ¿Sentía que traicionaba su espíritu, mientras
delicadamente colocaba los tipos móviles inventados por Gutenberg en 1449 con
la publicación de Misal de Constanza, para gloria de esa
maquinaria que era la Compañía, regida por leyes militares? Hans Adam, que así
debió llamarse, tuvo que lidiar, tal es la palabra, con el primer libro impreso
en un país que aún no existía.
Su
título fue: Piissima erga Dei genitricem
devotio, Hambati, 1755, según la investigación de Wilson Vega y Vega,
bibliófilo consumado, quien refiere que se trataba de un devocionario a la
Virgen María (por cierto, está en el Cervantes virtual o se lo puede encontrar
por 30 euros).
Pasaron
306 años desde la invención de la imprenta para que un devocionario fuera
publicado por estas tierras yermas. Ecuador, en promedio, lee medio libro al
año mientras que en Colombia, cinco, y en Finlandia -donde la educación es
liberadora y no castigadora- se leen 47 libros.
Borges
escribió: “De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin
duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el
telescopio, son extensiones de su vista; pero el libro es otra cosa: es una
extensión de la memoria y de la imaginación”. El mejor homenaje que podemos
hacer a Schwartz, nuestro primer impresor, es abrir un libro, preferible de
Bolívar Echeverría y su ethos barroco, o leer ese poema inmenso que es
“Catedral Salvaje”, del Fakir.
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