Pablo Picasso dijo: “Pintar como los
pintores del Renacimiento me llevó unos años, pintar como los niños me llevó
toda la vida”. Esto, porque habrá una nueva exposición en la Fábrica Imbabura,
en Atuntaqui. ¿Cuál es su clave?
Hay una plancha de carbón. Hay un gato
desprevenido. Hay gallos como mascotas sin malicia. Hay una tetera azul. Hay
una mujer de trenzas envuelta en una chalina atemporal en medio de cartuchos de
fuego. Hay pigmentos. Hay un altillo de fotografías antiguas, de una niña con
traje de domingo. Hay un sofá rojo. Hay guerreras silentes con armaduras
floreadas. Hay colores de soles andinos en los óleos de Elena Terán, nacida en
la campiña de San Roque, Antonio Ante.
Sus lienzos fúlgidos son la ensoñación de
la casa de campo perdida y, a la vez, recuperada porque vive en Chorlaví donde
aún camina por la sementera de maíz que ha labrado con sus manos. Donde, por
las noches insomnes, interroga a Nietzsche y la metáfora del hombre lejos del
pecado o descuelga los pescaditos de oro del coronel Aureliano Buendía, en medio
de mariposas amarillas.
Su pintura es naif (ingenua, en francés): una aparente ingenuidad ante la técnica,
sin perspectiva ni punto de fuga, lejos de las formas, temáticas que evocan a
la infancia, compromiso con la pureza, gran imaginación y vivacidad en colores
deslumbrantes. Por eso, no es casual que Elena Terán tenga entre sus
precursores a la pintura de Henri Rousseau, y sus gigantes que deambulan por
territorios liliputienses, aunque él nunca miró la jungla y sus tigres.
También autodidacta, sin el peso de la
academia que expulsó a Gauguin, esta pintora no descuida la enseñanza de los
maestros antiguos: su técnica del color, que va desde la veladura a preparar
sus propios pigmentos, está en armonía con una propuesta sólida, merced a no
haber traicionado su arte en aras de la sorpresa de este mundo de vértigo. Esa
lentitud, esa búsqueda de sus orígenes en silencio, le permiten contarnos una
auténtica geografía cromática. “Para pintar el mundo, pinta tu aldea”, dijo
León Tolstói. “Pinto… como un pájaro canta”, exclamó Claude Monet.
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