En la novela “El nombre de la rosa”, de Umberto Eco, hay una disputa
entre el viejo ciego, Jorge de Burgos, quien cuida la biblioteca –que
oculta los capítulos en torno a la risa, escritos por Aristóteles- y el
franciscano y antiguo inquisidor Guillermo de Baskerville. ¿Qué tiene
de malo la risa? Jorge de Burgos responde: “La risa acaba con el miedo.
Sin miedo no hay fe. Porque sin miedo al diablo, no se necesita a Dios”.
Sin embargo el bibliotecario está demasiado ocupado en su soberbia para entender lo que pasa en el mundo. A Jorge de Burgos tampoco le preocupa lo que piense Ubertino de Casale, monje y pensador, quien reniega de la especulación intelectual y de su disimulada vanidad. Tampoco hay espacio, en ese tiempo medieval, de una mujer despojada de su sensualidad, donde no hay lugar para la Magdalena sino únicamente para una María puesta en los altares. La otra, la de carne y hueso, es una treta del diablo.
Al mirar la entronización del papa Francisco da la impresión de que
esa misma disputa, que llevó a los fraticellis a la hoguera, aún no
estuviera resuelta: ¿si el Cristo fue pobre, por qué la Iglesia es rica,
más allá del Banco del Vaticano? ¿Si el Jesús, que repartía el pan y
los peces, no tenía propiedad privada ni tampoco los apóstoles que eran
simples pescadores, por qué la santísima Iglesia de Roma brilla como el
oro? El papa Francisco, por cierto, no aceptó la capa de armiño, un
regalo de Constantino para su entronización: “Aquí se acabó el
carnaval”, cuentan que dijo.
En la novela de Eco la crítica de los franciscanos incomoda. La
simplicidad y la pobreza ofuscan al alto clero. La vida austera de los
seguidores del amigo de los animales, nacido en Asís, es un retorno a la
vida cristiana. Los franciscanos son errantes y medicantes que no
creen, diríamos ahora, en la fastuosidad de quienes parecen predicar al
Becerro de Oro. Y algo peor: los franciscanos proponen una renuncia a la
propiedad privada, sentimiento de comunidad, misticismo nómada, libre
de toda atadura con un poder centralizado. Aquí viene la contrarréplica.
Aliados con la Inquisición, la presión clerical acorrala a los
franciscanos para la buena salud del status quo. Ante esta arremetida,
los franciscanos se dejan arrebatar por las profecías del fin del mundo,
anunciadas por las trompetas del Apocalipsis.
Siguiendo la trama, en tiempo real, el papa Francisco tiene dos
salidas: devolver al cristianismo su verdadero origen, como es la opción
por los pobres, o claudicar ante los poderes que olvidaron las
sandalias del pescador.
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