La
pared es áspera. El muro es una invitación a vestirlo de colores. Este
sábado, en este simple espacio, los jóvenes del colegio Eloy Alfaro, de
uno de los barrios periféricos de Ibarra,
pintarán un gran lienzo. Allí colocarán sus sueños y, acaso, sus
frustraciones. La iniciativa es del Ministerio de Inclusión Económica y
Social (MIES) y su facilitador es Émerson Hidalgo, un activista cultural
que ha recorrido los pueblos llevando propuestas, que en el pasado han
sido incomprendidas.
En
este colegio llama la atención el proyecto de hip-hop, donde los chicos
y chicas -en su propio centro de computación- se maravillan de lo que
puede hacer un estribillo en una consola. Quien dicta el taller es el
Tribalista, un músico popular que viaja en bicicleta y tiene a Bob
Marley como su ídolo. El coordinador de este proyecto del MIES, Danny
Cifuentes, ha insuflado de entusiasmo a otros voluntarios, quienes
también participan en la recuperación de las
historias mínimas, entrevistando a algunos de los abuelos y abuelas,
repartidos en los antiguamente llamados asilos, donde la memoria se
escurría por el tubo del desagüe.
Nuestros
mayores -la frase es de Borges- cuentan historias asombrosas, como la
época que miraban las Pléyades para sembrar el maíz o cómo se realizaba
el pan de leche de Caranqui, mientras la muchachada era llevada a mirar
el Cuadro del Infierno, en el templo del Señor del Amor, edificado
encima del antiguo Inti Huasi, donde Atahualpa solía tomar sus baños
rituales.
Al
mirar a estos jóvenes pienso que el país está
cambiando, porque en tiempos de la partidocracia había prioridades
personales que involucraban el bolsillo ajeno, por ser amable, e incluía
llevarse nuestra historia en andas. Además, el tema educativo estaba
anclado en el no futuro. Ya lo decía el maestro de Bolívar, Simón
Rodríguez: “El niño saldrá de mi casa sabiendo lo que es razón o
disparate, verdad o mentira, modestia o hipocresía... y leyendo con
sentido, no a gritos, ni en tono de cigarrón. Lo demás él lo hará”.
Pienso
que ese país que está cambiando no necesita de antiguos banqueros que
caminen por las tiendas de los barrios, peor de los enviados de Dios que
no reparten su propia harina, ni qué hablar de los pastores con
discursos homofóbicos o de quienes ya olvidaron sus propios errores. Por
eso, el muro que este día se pinta es también la historia de un país
que siempre fue excluyente, donde los jóvenes contaban los días de la
desesperanza y ahora quieren dejar de ser espectadores. “Dadme una pared
y cambiaré el mundo”, decía un grafiti.
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