Sabemos
que, en arte, basta con que un problema sea resuelto para que otros
nuevos aparezcan en su lugar, nos dice Ernst Gombrich, en referencia a
las búsquedas de los pintores impresionistas, quienes revolucionaron al
mundo y al inicio fueron tan depreciados.
Refiere
que la solución de Cézanne condujo, finalmente, al cubismo surgido en
Francia; la de Van Gogh, al expresionismo, que halló sus principales
representantes en Alemania; y la de Gauguin, a las varias formas de
primitivismo que han tenido lugar. De esas múltiples miradas -como toda
buena influencia- está impregnado el arte contemporáneo
de los cuales Óscar Flores -Ibarra, 1969- es uno de sus hijos.
Como
si necesitara volver a su génesis, como un Gauguin buscando la pureza
en Tahití, sus obras nos hablan del ser humano en profunda relación con
la naturaleza, casi como el retorno del mito, de la creación del barro,
donde los seres-árboles pueden dialogar con las estrellas. Esto, acaso,
sea un espejo para mirarnos en un mundo de vértigo y de shopping center
que, como dice Eduardo Galeano, no alcanza para contener a un planeta.
Flores,
que vive en Europa desde hace décadas, se considera un artista de
búsquedas. Nada mejor
que vivir en el centro para mirar la periferia, es decir rememorar
nuestras montañas. De allí que en esas interrogaciones bullen en sus
trabajos -por lo demás en técnicas que ya se aplican en Europa y que se
alejan del simple lienzo- antiguos guerreros, insectos, texturas, como
si se tratara de un artista ferviente encerrado en un íntimo bloque de
cemento.
Desde
esa mirada alejada -regresa al país tras siete años- dice que ha
aprendido de lecturas y de miradas, desde Tàpies a Barceló, y por eso
cree que algunos pintores locales no leen ni miran al mundo y eso los
lleva a repetirse a sí mismos. No lo dice con desdén, sino con la
profunda convicción de que precisamente el arte es también ruptura. Por
eso recuerda a Joseph Beuys, lector de Nietzsche y que propuso
el concepto “ampliado” del arte, cuando dice que un dibujo es, ante
todo, la meditación de una existencia que no puede serlo sin misterio.
Gauguin,
como se lee en el libro El paraíso en la otra esquina, de Mario Vargas
Llosa, tuvo que elegir entre su vida burguesa o la búsqueda del arte
primitivo en las islas. Es que para andar por el mundo hay que preguntar
también de dónde venimos. Esto a propósito de la retrospectiva que el
artista presenta en las próximas semanas en la Casa de la Cultura
Ecuatoriana, Núcleo de Imbabura. Es que, como muchos migrantes
ecuatorianos, regresar a la semilla también es un reto.
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