sábado, 1 de diciembre de 2012

Evocación de Quito, sin luna


Desde el cuarto de estudiante, en un tercer piso de la calle Pereira, se podía escuchar las campanas de la iglesia de Santo Domingo. Abajo, estaba una suerte de peña, con el olor inconfundible de guayusa. Si nos atrevíamos, en la plaza nos esperaban los famosos “agachaditos” de guatita y, con más aliento, los secos de gallina de la Mama Miche donde, según dicen, iba el mismísimo Fakir, César Dávila Andrade, a comer fiado.
A veces, salíamos con los otros estudiantes a rondar el barrio y, en la calle Rocafuerte, se podía escuchar unos pasillos: “Todo lo que quise yo / tuve que dejarlo lejos / siempre tengo que escaparme y abandonar lo que quiero”. Había un tema recurrente: “Yo soy paisano / me voy a Quito / me han comentado / que hay lindas guambras / y que a los chagras nos quieren mucho / porque toditos somos alhajas”. Seguía la tradición, como mi tío Simón Arturo, quien migró a esa capital donde en alguna ocasión llevó serenos con los mismísimos músicos ciegos quienes, una vez borrachos y con sus acordeones a cuestas, los persiguieron en una noche inolvidable.
Quito es una ciudad también de provincianos, aunque exista la Asociación de Quiteños Residentes en Quito, como una mofa al chauvinismo. Por allí apareció un grafiti: “Fuera chagras de Quito”, pero abajo había un añadido: “Quiteños: hijos de chagras”.
Con el tiempo, escribí el libro “Quito: las calles de su historia”. Para ello tengo cédula de ciudadanía: haber vivido en la Mama Cuchara, en una casa enorme, una suerte de conventillo para ser sinceros, donde el dueño de la morada tenía a su santa madre en una urna, en el último de los patios. De esas historias del Quito profundo comparto el texto de la calle Bolívar. Fue hecho cuando Quito fue declarada Ciudad Iberoamericana de la Cultura, en 2004.
“A San Francisco llegan las palomas, atraídas por la algarabía de la plaza, que una vez fue un mercado precolombino. Antes se llamaba de los Agachados de San Guillermo o de San Antonio: tiendas con panela y velas de sebo; molinillos de harina de Castilla; cafés con humitas; colaciones en los portales de Santo Domingo. Ahora, cuando la calle Bolívar llega a la plaza parece esperar la estatua de Sucre, que mira al Pichincha, el sitio de su máximo triunfo contra las colonias del antiguo régimen español y su legado: espada, cruz, castellano y cadenas.
Los héroes, dicen, solo mueren cuando son olvidados. La memoria de esta América no solo está en los nombres de sus calles, porque no se cree que Bolívar haya arado en el mar”.  Siempre me resuena un grafiti: “Quito: patrimonio de la soledad”.


Tomada de la edición impresa del Sábado 01 de Diciembre del 2012


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